jueves, 20 de diciembre de 2018

Se cierra el círculo (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico VII)


La inquietud entre los peregrinos se incrementaba por momentos. Nada ni nadie parecía seguro en el recinto. Los vuelos de los grandes buitres recordaba la matanza de días atrás. Muchos carroñeros acudían al bosque de encinas para limpiar las carcasas de los cadáveres y sembrar todo de huesos, llenando el espacio y las noches de escaramuzas y gruñidos terroríficos.
La reunión de los grandes jefes había terminado sin ningún acuerdo. Todo hacía pensar que el pacto del dios del día con la diosa de la noche no había cubierto los deseos de ambos y que la diosa nocturna requería más sacrificios y rezos. Los jefes habían reunido a sus guerreros y se aprestaban a incrementar la vigilancia. No podía volver a ocurrir otra vez nada similar. Se formó un grupo de guerreros, uno de cada poblado vecino, que se dirigió hacia la costa. Tenían que conocer de primera mano lo que exactamente había ocurrido. y que los
La noche era pródiga en estrellas. Ni un atisbo de Luna. Orión parecía dirigir la escena. Los guerreros habían regresado con un vigilante armado del pueblo de la costa que hablaba a la Asamblea de forma entrecortada, usando vocablos y señas propios de pescadores. Su tono era respetuoso, pero también enfático, miedoso y algo agresivo. Comentaba sobre una mujer maldita que vivía en una choza apartada. Una mujer cuya cara y gestos causaban espanto solo con imaginarlos. También se refirió a una pareja que parecían, por su forma de hablar, haber venido de tierras lejanas o proceder de otra época; que habían tenido una niña que había sido adiestrada por aquella bruja maldita. Finalizó diciendo que la pareja había huido hacia el mar en una barca después de asesinar a la vieja. Luego, temerosamente y en voz baja, comentó sobre los poderes de la niña señalando que era capaz de mover objetos sin tocarlos, que hablaba con los animales y que había salvado a sus padres de morir ahogados. Él, el único guerrero que había subsistido al ataque de los perros salvajes, había reconocido al perro de la niña y recordaba nítidamente cómo el cánido dirigió contra ellos a la jauría, matando a todos sus compañeros. El vigía-guerrero terminó con unas palabras terroríficas “Matemos a la niña, a sus padres y al perro si no queremos que ellos no exterminen. Ofrezcámosles en sacrificio a la diosa de la noche cuando vista todas sus galas y muestre su cara completa”.
Hombres fornidos se movían entre los peregrinos buscando a niños y perros que respondieran a los detalles comentados. El guerrero de la costa acompañado de un gran jefe y de otros guerreros fueron visitando en silencio y por sorpresa choza por choza. Los perros ladraban al silencio sin hacerse esperar y al instante eran acallados por sus amos que le tiraban trozos de hueso. La búsqueda había sido infructuosa ya que en ninguna de las chozas inspeccionadas se encontraba una familia que respondiera a las características de lo que él vigía no se cansaba de decir.
Las primeras luces apuntaban en el horizonte. Restaban una decena de chozas por visitar, cuando las grandes bocinas despertaron a los peregrinos para los ritos de despedida. Ya hacía varios días que la verga fecundante del dios Sol había cruzado el corredor del dolmen hasta chocar con el fondo. Ahora, su luz alumbraba por un instante a una piedra en la que se encontraba marcado un símbolo en forma de mano que sugería el saludo de despedida al Astro Rey.
La mañana no estaba tan luminosa como días anteriores. La niebla iba cubriendo poco a poco las chozas más lejanas y prometía dejar sin brillo los actos de despedida, donde cada poblado ofrecía sus mejores galas a los dioses y sus mejores cabritos a los druidas, privándose de futura carne y leche, e incluso de su piel. Aquella renuncia constituía para todos un acto de generosidad, ya que de forma casi milagrosa aquellos animales transformaban hierbas que otros animales no aceptaban a comer en algo tan necesario para la subsistencia. Además los cuernos de los grandes machos también servían para hacer armas punzantes o instrumentos para escarbar la tierra.
Despacio transcurría la tarde. Las familias empezaban a recoger sus enseres para volver a sus poblados de origen cuando la inspección de las chozas comenzó de nuevo. En la séptima más alejada se encontraban Chan, Hana, Cron y el perro junto a un matrimonio mayor que no teniendo cobijo había sido bien aceptado por los cuatro. Repentinamente el perro puso en alerta a Hana moviéndose desesperadamente sin ladrar por la choza. Cron, el padre, cogió rápidamente su puñal, un zurrón con pieles, un puñado de flechas, su kajak y el lanzapiedras y por señas comunicó al resto de la cabaña que estaban en peligro.
Desde hacía días había estado construyendo una salida que les permitiera en caso de peligro escapar de la cabaña sin ser vistos. Abrió rápidamente una trampilla, mientras la pareja mayor salía hacia afuera para frenar a los guerreros que se aprestaban a entrar por la puerta de entrada cubierta por mantas.
Aquella maniobra les permitió salir sigilosamente de la cabaña. Una inspección rápida de los guerreros descubrió que la pareja mayor no había estado sola. Sus voces alertaron a todo el campamento. El caos era general. La gente se movía desordenadamente interrumpiendo y dificultando la búsqueda. Los cuatros huían rápidamente entre las encinas cuando se vieron rodeados por un grupo de hombres fornidos. Perro ladraba sin cesar, gruñendo y enseñando dientes poderosos al que arriesgaba a acercarse a menos de dos cuerpos de distancia.
Al momento apareció el vigilante de la costa. Tenía en su pecho una cicatriz reciente que se estaba formando sobre una zona casi sin carne. Había perdido un ojo como Perro. Dudó brevemente, pero enseguida señaló a la niña emitiendo, muerto de miedo, ronquidos guturales incomprensibles. Dos guerreros apresaron a Hana, mientras que tres se abalanzaron sobre Cron. Una cuchillada dejó inservible la mano de uno, a la vez que un codazo reducía el ataque de otro. La lucha fue breve ya que una docena de guerreros terminó reduciendo a Cron.
No habían andado un centenar de pasos cuando Perro se paró en seco y abriéndose de patas se puso muy tenso. Un instante después la tierra comenzó a temblar intensamente abriéndose una grieta que se tragó a dos de los guerreros. El tuerto y el Jefe se agarraban a unas raíces en la abertura de la grieta para no caer al vacío, mientras los demás guerreros huían desaforados esperando un segundo terremoto. Los tres se abrazaban como si fuera el fin del mundo, cuando una réplica, aún más intensa abrió nuevas y profundas grietas. Hana besaba al Perro, Chan a la niña y el padre a la madre mientras que el momento apocalíptico se tragaba encinas y chozas. Un objeto perfecto emergía abriendo su puerta invisible y aspirando a los cuatro por encima de una plataforma a su interior. De nuevo las estrellas y las luces del interior empezaron a parpadear rabiosamente. Un sinfín de números, de símbolos y anagramas brillaba en un holograma intraducible que se había formado en medio del habitáculo. Mientras la plataforma transparente desaparecía, la puerta invisible se cerraba y una luz potentísima cegaba a los que desde las proximidades del dolmen se atrevían a mirar.
A dos días de camino, a poca distancia de la costa, en las profundidades del mar donde cangrejos y pulpos picoteaban y se alimentaban del cuerpo hinchado de Ave Rápida, la sordomuda, se iniciaban olas gigantescas que se dirigían terroríficas a los poblados de la costa. De nuevo la mayor fuerza del Universo marcaba sus designios en medio del caos más absoluto.
Camino de Málaga, 31 de octubre de 2018

lunes, 17 de diciembre de 2018

En el dolmen (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico VI)


Perro se movía ágil, vigilando a cualquier cosa que se moviera en la distancia. Cron observó que algunos grupos de personas se desplazaban hacia el este con alegría, sugiriendo que nada de lo ocurrido dos días antes les era conocido o le producía preocupación. Otro grupo de individuos se acercaba desde poniente. Se desplazaban ahora por un paraje que les resultó desconocido. Abundaban las plantas leñosas de grandes flores blancas, el romero, las amapolas y los palmitos. Cron hizo buen acopio de flores, hojas y semillas. A mediodía vieron que muchos individuos, clasificados por su fortaleza, y edad caminaban formando grupos que se dirigían hacia el sureste. Era como si una llamada hipnotizadora dirigiera los pasos de todos sin importarle su jerarquía. Hicieron un alto en el camino, no quería que la gente los pudiera relacionar con lo sucedido. Chan ennegreció ligeramente su cara y la de la niña y el cuerpo de su compañero. Nadie les reconocería a donde iban; participarían de aquel momento que prometía ser especial.
Cron se aproximó a un grupo con cuidado y les saludó como él había visto hacer en la zona de las grandes piedras cuando estuvo escondido. Algunos le correspondieron levantando la mano en señal de saludo. Los perros del grupo ladraron y se acercaron al perro tuerto y a Hana que, mediante una señal imperceptible, hizo que se tranquilizaran y guardaran silencio. El más fornido se dirigió a Cron y le invitó a que se sentaran con ellos y disfrutaran de compañía y del calor de una hoguera que estaban prestos a encender. Aquella noche Hana se convirtió en el centro de atención del grupo jugando y comentando cosas de pescadores y pájaros. Poco después todos dormían a la luz de la hoguera mientras un gajo de Luna se escondía detrás del horizonte.
Remontaba el día y no lejos numerosas aves de gran envergadura planeaba en el cielo anunciando que la muerte había visitado aquel lugar. Poco a poco los grupos procedentes de diferentes poblados fueron congregándose a una distancia prudencial de unas grandes piedras verticales clavadas formando un gran círculo y en pocos minutos levantaban pequeñas cabañas para poder alojarse y resguardarse de la humedad y las alimañas de la noche. Dentro de poco, quizás dos días, los rayos incidirían sobre una marca sagrada indicando claramente que la noche duraría más que el día. Las noticias eran aterradoras y corrían de boca en boca. Una jauría de perros silvestres había atacado y aniquilado a un grupo de guerreros que se desplazaban para acudir a la ceremonia del sol fecundador desde un poblado en la orilla del mar.
Aquello había sido algo muy especial. Los signos de lucha eran evidentes, no solo por las dentelladas de los grandes perros sobre la carne y huesos de los guerreros, sino porque había habido lucha a muerte como lo demostraban los cortes profundos que aparecían en algunos cuerpos. Nunca durante generaciones había sucedido nada semejante en los días previos al gran rito.
No lejos sonaron las bocinas y una comitiva arrancó desde poniente. Veinte druidas caminaban en filas de a cuatro, perfectamente uniformados llevando en sus cabezas adornos y en sus manos frutas, raíces, pinturas, cuernas de animales. Les seguían los jefes de los poblados que se encontraban a menos de un día de distancia del dolmen, los ancianos y las muchachas núbiles. A unos pasos de distancia, la comitiva se cerraba de forma espontánea con una fila de mujeres embarazadas que desde las cabañas improvisadas se unían al séquito formando una figura que tenía forma de embudo. Potentes bocinas anunciaban que el momento estaba cerca. Solo los druidas penetraron en la gran cámara. Los jefes y los ancianos se apostaron a uno y otro lado de la puerta, mientras que las núbiles y embarazadas quedaban delante mirando hacia levante por donde se suponía aparecería el gran disco solar. Chan soltando la mano de su hija salió corriendo y se unió a las otras mujeres. Lo había guardado en silencio, pero ahora era estaba completamente segura ya que hacía tres lunas que no sangraba y había sufrido en secreto vómitos y alguna molestia. Durante el ataque de los perros asilvestrados notó además que algo en su vientre se movía. Hana y Cron se abrazaron mientras que el perro tuerto los vigilaba moviendo incansable y vertiginosamente su cola de uno a otro lado.
Cerrando el cortejo, dos guerreros portaban en unas parihuelas a la momia de un gran jefe que debía ser depositada en el centro del recinto sagrado, para que su alma renaciera de la vida de ultratumba al ser bañada por la luz del dios solar durante la ceremonia del solsticio.
El sol naciente iba acariciando con sus rayos los cuerpos desnudos de las muchachas y los pintaba de rojo primero, luego de naranja y amarillo y por último de blanco. Muy poco después, , los rayos de la gran luminaria llegaban hasta el fondo del recinto atravesando el largo corredor como si se tratara de un falo invasor y fecundador que socavaba la tierra.
La ceremonia fue emotiva. Todas las mujeres enarbolaban sonrisas en sus labios. No importaba nada su edad, el color de la piel o el poblado de donde procedían. El astro Rey las había bendecido con su energía. Ahora las criaturas que llevaban en sus vientres crecerían sanas protegidas de los malignos designios del frío y de las fiebres. Las bocinas volvieron a sonar cuando la gran luminaria ocupaba lo más alto en el firmamento y las sombras quedaban reducidas a la mínima expresión.
Las sombras de los grandes pájaros, sobrevolando una y otra vez el lugar de la muerte despertaban recelos e inquietudes entre los peregrinos. El miedo empezó a apoderase poco a poco de las mujeres que corrían con los niños de la mano a esconderse en sus frágiles cabañas.
La comitiva había abandonado el recinto y los druidas se aprestaban a la ceremonia del encuentro con los ancestros. Algunas plantas mágicas maceradas en agua liberaban un jugo que les abría a la sabiduría, al diálogo con su interior donde miles de luces y de imágenes inquietantes bailaban de forma continua. Luego las voces del ayer, los recuerdos de viajes, de seres y monstruos inabarcables les dictarían el ciclo de la vida y de la muerte y el saber qué hacer y qué decidir.
Los grandes jefes apresuraban el paso, tenían que reunirse urgentemente y hablar de lo sucedido. Ya no podía ser tema prioritario de conversación o discusión la amplitud de las cosechas o de la caza o el número de hijos que el gran astro había premiado a cada poblado desde la ceremonia anterior. Nada de lo tristemente sucedido tenía sentido y menos en aquel día tan esperado y respetado.
Ensartados en palos, sobre grandes rescoldos se asaban despacio jabalíes y ciervos para alimentar a la muchedumbre que allí se apostaba. Los días anteriores habían sido propicios para la caza. Era como si los dioses cerraran el ciclo de la vida y para ello demandaran la muerte de los más débiles. Comieron con ansia. El viaje desde la gran extensión de agua salada, pleno de miedo y violencia, había sido agotador sembrando sus almas de incertidumbre y llenando sus corazones de asombro.

25 de Octubre de 2018. Madrid

viernes, 14 de diciembre de 2018

Escapando hacia el norte (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico V)


Como a otras primerizas Chan había quedado muy débil a consecuencia de las complicaciones del parto y de las pérdidas tan cuantiosas de sangre. Sin embargo, aun así quedaba embarazada con facilidad de Cron, pero de la misma forma perdía a su futura descendencia. Desconocía las razones de aquello y temía que Cron la repudiara. Ella era generosa en sus cariños, pero le faltaba poder ofrecer a Cron el fruto de su amor: un hijo o una nueva hija.
Algunas veces las viejas heridas del parto sangraban y la ansiedad se incrementaba hasta niveles insoportables. Chan tratando de reducir su angustia tomaba ingentes cantidades de raíces y flores de manzanilla, poleo y enebro que a la par de calmarla aceleraban el fracaso de sus embarazos. La mujer sordomuda la vigilaba cuando salía fuera de la choza y le escondía aquellas plantas que Chan había recogido en grandes sacos, pues versada como estaba en las artes secretas de la vida sabía que en algunas mujeres su consumo continuo de aquellos vegetales producía la interrupción del embarazo. Sin embargo la obsesión en Chan era tal que buscaba desquiciadamente a Cron para copular con él y poder darle un hijo, no sin antes haber consumido una buena ración de tales plantas medicinales.
El tiempo había transcurrido rápido, implacable. Ya la pequeña andaba y se movía haciendo las delicias de Ave Rápida que maravillada de su inteligencia y capacidades, le enseñaba por señas, día a día, alguno de sus secretos. Hana crecía en sabiduría recibiendo las enseñanzas de su maestra que había envejecido de forma vertiginosa en las últimas estaciones.
Poco a poco la niña les había ayudado a relacionarse con los habitantes del poblado vecino y cada día eran más conocidos y respetados. Se expresaban utilizando muchas de las palabras más usuales en el lenguaje de los pescadores. El idioma de los signos les ayudó a acallar el interés de algunos por saber de dónde venían y de las costumbres y saberes de su tribu. Algunas palabras y gritos guturales eran similares, pero los ritos de caza y pesca, la forma de almacenar comida y de cocinar diferían claramente de los que ellos conocieran y disfrutaran antes de que el amor y la pasión llamara a sus corazones y les encerrara en el Gran Huevo flotando en la ingravidez extrema. Aunque todos sabían hacer fuego, mantenían siempre ardiendo una lámpara que utilizaban para prender fuego a la hoguera o para señalar que allí había vida. Además les gustaba vivir con animales que mantenían a raya a los roedores y que les avisaban del peligro o de la presencia de desconocidos.
Las estaciones se sucedían vertiginosamente. Ya las flores habían vestido de colores varias veces los campos y los árboles habían premiado con sus frutos alargados de piel coriácea a ciervos y jabalíes. Chan cada día estaba más delgada y ya había perdido cinco hijos. La esperanza de quedar embarazada se había disipado totalmente, aunque seguía pidiendo ayuda a los dioses. Mientras tanto Hana ganaba en destreza e inteligencia y parecía tener el poder de controlar las reacciones de los animales que vivían junto a ella. Ave Rápida había ido perdiendo todas sus capacidades e incluso tenía tan disminuida su visión que confundía las siluetas de objetos, animales y personas.
La estación era parca en lluvias por lo que escaseaban las plantas medicinales en los alrededores de la choza y del poblado vecino. Chan se alimentaba con huevos, aves y pescados que Cron le traía y se mostraba con él cariñosa esperando ya sin angustias a que su vientre se llenara de la semilla de Cron.
Brillaba profunda la gran luminaria de la noche mientras todos dormían. La sordomuda abandonó en silencio la choza y se metió decidida en el mar, desafiando a la diosa del firmamento que mecía sus encantos reflejando su cara sobre las aguas. Una ola surgida de la nada la volteó y la resaca la arrastró mar adentro a los territorios de las profundidades. Durante días la búsqueda resultó infructuosa. El miedo se apoderó del poblado vecino cabaña por cabaña y todos creyeron ver en su desaparición un castigo de los dioses. Los viejos y el druida hablaron y hablaron durante dos noches con sus días hasta que todo estuvo decidido.
El mar estaba tranquilo y sin embargo ningún pescador faenaba con sus canoas. El silencio de los tambores y las bocinas durante los dos últimos días puso a Cron en alerta. Despertó a su compañera e hija cuando la oscuridad sólo empezaba y les obligó a que se movieran deprisa. Aquella misma noche, antes de que la asamblea hubiera tomado su decisión, partieron hacia el norte portando algunos utensilios y pieles. Un rato antes como señuelo, él había empujado al mar su canoa cargada con algunos sacos. Días después todos pensarían, al ver los restos de la pequeña embarcación que el mar los había arrastrado al fondo del abismo junto a la sordomuda.
Corrían hacia el norte, sin descanso. Un perro les acompañaba olisqueando a cada momento. Por señas recordaba frecuentemente a su hija y ésta al animal que guardara silencio. Tenían que buscar un refugio donde la existencia fuera segura y confortable. En su kayak portaba muchas flechas y un lanzapiedras. Escondido bajo las pieles, y dentro de una funda de piel atada a su brazo izquierdo, ocultaba un cuchillo de sílex que se encontrara varias estaciones atrás en la ribera del río de aguas rojas.
Aquella noche ya lejos del poblado, escondidos debajo de una pequeña gruta tapada por unas matas de moras de zarza y en la cercanía del cuerpo de su compañera meditaba: Sus cuerpos habían cambiado, él había crecido dos palmos, era más musculoso, fornido, ágil y valiente y el vello cubría partes de su cuerpo. Ella también había crecido, pero particularmente sus pechos y caderas eran más llamativos y deseables noche a noche. Su cuerpo se erizó cuando la mano de Hana se enredó en su pelo mientras dormía. Aquel ser aparentemente tan frágil, les llevaba por sendas imposibles y acrecentaba la importancia de luchar por la existencia.
Vio como el perro se inquietaba y se asustó. Le pareció oír murmullos que lentamente se acercaban. Hana se movió e intuyó el peligro. Acarició despacio al perro y le susurró algo al oído. La pareja quedó atónita ante aquel hecho inesperado. El animal salió disparado alejándose del escondrijo en dirección opuesta hacia dónde venían los perseguidores.
Unos aullidos ya lejanos pusieron al amanecer alerta. Las luces y rayos del nuevo día se levantaban con dificultad. Una niebla húmeda se movía desde el rio hacia el murmullo casi inaudible que se acercaba. La sensación de intranquilidad y miedo crecía por momentos. Ellos habían visto a los guerreros atacar sin piedad a grandes animales e incluso atravesar con sus cuchillos el corazón de algunos desconocidos por considerarlos enemigos, aunque realmente no lo fueran. La espesa niebla no permitía ver nada en la distancia, pero el ruido que quebraba lento las hojas y los palos del suelo, sugería que al menos una treintena de hombres avanzaban despacio formando una gran V cuyos brazos medían más de dos tiros de piedra de largo cada uno y a los que nada podía escapárseles.
El silencio dentro del escondrijo era profundo. La intranquilidad creció cuando se oyó fuera del escondite correr al perro seguido a corta distancia de una jauría de animales asilvestrados que gruñían y ladraban desaforadamente. Los cánidos arremetieron contra el grupo de perseguidores metiéndose entre las piernas de los más fornidos y mordiéndoles sin cesar. La lucha fue feroz. Cuatro guerreros y dos perros sufrían los estertores de la muerte. La sangre fluía potente desde el cuello de uno de los guerreros, mientras que los ayes de uno de los cánidos estimulaban a los demás perros a seguir matando. Todo era espanto y misterio. Los guerreros se habían apiñado y se defendían como podían de las dentelladas mortales de los animales con sus palos de caza. Había caído el gran vigía, el jefe. El miedo y la superstición empezaban a hacer efecto. El caos era fantástico. Mientras algunos perros morían atravesados por los palos de madera, muchos guerreros corrían perseguidos por varios perros y la mayoría de ellos eran pasto del hambre que no hacía asco de las tripas de sus víctimas. El ataque furibundo no cesaba. Parecía como si una fuerza mental lo dirigiera todo. La niebla seguía ocultando el espanto que cada vez parecía alejarse más del escondrijo. Los tres permanecieron en silencio hasta que la noche invadió el valle. Las escenas de pánico torturaron aquella noche a los duendes que se colaban en la pequeña cueva bajo las matas asegurando el duermevela de los padres y las pesadillas de la niña. Cualquier ruido les producía temor y la noche estuvo llena de vida y muerte, de animales que gruñían y peleaban por sus trofeos muertos. Más jaurías de perros se unieron al olor de la sangre y de los huesos triturados por muelas poderosas. Los hombres se movían rápido hacia el sur huyendo del río y de la neblina que les impedía acertar de dónde procedía el ataque de los perros salvajes. Casi sin ser visto el perro se acercó a la niña y empezó a lamerle las rodillas que tenían clavadas pequeñas espinas y sangraban. Una enorme raja sobre la cara dejaba al aire la cavidad ósea y un ojo del animal colgaba ciego. Los pequeños ladridos de alegría fueron taponados por las lágrimas de su ama. Afuera varios perros peleaban por las tripas de otros perros, mientras otros hundían sus hocicos en el vientre abierto de los guerreros y sacaban trozos sanguinolentos de los hígado. Tenían que partir de allí en cuanto despertara el amanecer.
Cron revivió aquel misterio que rodeó su vida años atrás cuando era un muchacho y se enamoró loca e impetuosamente de Chan, aquella muchacha que ahora hecha toda una mujer dormía escondida bajo las zarzas. La imagen del interior del Huevo era inolvidable. No hacía calor ni frío, había puntos luminosos como estrellas que se encendían y apagaban y cambiaban de color como si quisieran decir algo. A veces formaban líneas rectas, otras parecían dibujar figuras. Recordó cuando se abrió la puerta invisible y una pasarela casi imperceptible les permitió salir al exterior. Pero sobretodo, pensó, allí había una gran fuerza sobrenatural que lo dominaba todo, un gran poder que los transformó a su antojo para siempre.
No había amanecido aun, pero ya había claridad para asegurarse de que estaban solos y no había peligro en los alrededores del escondrijo. Ningún ruido en la superficie, ni siquiera los resuellos de los perros asilvestrados. Salió al exterior; a unos tiros de piedra le pareció adivinar unas figuras echadas en el suelo. Se puso alerta y apretó con fuerza su tirapiedras. Lentamente se desplazó silencioso de árbol a árbol. Nada se movía ni parecía estar vivo. Ya más cerca distinguió que a uno de los guerreros le faltaba un brazo y que un charco de sangre manchaba su cuerpo; la otra figura se encontraba encogida, la empujó con el pie y observó el espanto, una mancha amplia rojiza se extendía sobre su pecho y alrededor del cuello señalando que había muerto de miedo.
Una veta amarilla en la tierra le recordó al color de algunos adornos que los miembros del clan de pescadores llevaban en las orejas. Era rugosa, amplia y profunda y ella descubrió que resaltaban algunas piedras amarillas de diferentes formas y tamaños. Las arrancó con cuidado y las guardó dentro de un pequeño saquito que colgaba de su cintura bajo un taparrabos.
Un pequeño crujir de ramas le indicó que no estaba solo. Una flecha se clavó a escasa distancia sobre un árbol, mientras que otra arrancándole su taparrabos le cortó como un cuchillo en uno de los muslos haciéndole sangrar de manera abundante. Eran dos hombres desconocidos; uno portaba adornos de guerra y un hacha grande de piedra, el otro llevaba en su mano izquierda una madera curvada cuyos extremos estaban unidos por una cuerda y en la derecha un montón de flechas de caza. Cron se dejó caer haciéndose el muerto, mientras que desenfundaba su cuchillo de sílex. Los dos hombres se miraron, el más ágil se acercó a Cron al que creyó estaba moribundo. Un objeto punzante y cortante cegó su vida al clavarse en su garganta. Con rapidez y maestría desarmó al portador del hacha y le golpeó con una piedra haciendo que cayera de bruces.
Levantaba la mañana cuando vio salir del escondrijo a Chan junto a Hana y al perro. Los pájaros despertaban en sus nidos instalados sobre las encinas y alcornoques. El perro se acercó jadeante y le lamió la pierna, mientras su único ojo se cruzó con los dos suyos. Era un buen animal y los había salvado, merecía vivir. Tenían que salir de allí. Pronto grandes aves volarían en amplios círculos sobre aquel lugar esperando el momento preciso para descender y comer, atrayendo inevitablemente a la curiosidad de los moradores de los poblados vecinos o quizás de a los que vivían junto al gran mar salado.
Durante dos días marcharon hacia poniente para luego coger el camino del norte. Era preferible alejarse de aquel sitio dando un gran rodeo. La tierra allí tenía colores impensables, rojos y amarillos que le recordaron las manchas que dejaba el río de aguas rojas sobre las piedras. ¿Sería allí donde obtenían el mineral con el que hacían los aros amarillos que portaban los jefes y algunas mujeres y que brillaban siempre?
En la lejanía Tharsis, la población de los minerales preciosos que los marineros nombraban con respeto, se mostró ante sus ojos. Sin embargo, la visión de muchos vigilantes y guerreros junto a las minas y el trabajo agotador que realizaban algunos hombres a los que los vigías maltrataban y llamaban esclavos, les disuadió de visitarlo. Se acercaba el cambio de estación y debían dirigirse al dolmen para purificarse y mezclarse con otros peregrinos que seguro allí se encontrarían.
Madrid, octubre de 2018

lunes, 10 de diciembre de 2018

El parto (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico IV)


La noche había sido fría y húmeda; los dolores previos al parto insoportables. Chan preparó una cama donde parir siguiendo las indicaciones de la anciana sordomuda. Un fondo de arena bien tapizado con pieles de zorro y lobo cosidas con tendones de animales que a modo de saco estaba relleno de hojas permitían que el nuevo ser al caer no sufriera daño alguno.
Había unido tres palos con las cuerdas confeccionadas a partir de las fibras de las hojas verdes carnosas de una planta formando el armazón de una pequeña cabaña, cuyos extremos había clavado en la arena. Como a dos brazas de distancia había colocado otros tres palos también unidos por potentes lazos. Sobre ambos soportes colocó un palo fuerte que sujetó fuertemente con ataduras y del que colgaban dos asas de cuero. Aquellas ataduras servirían para agarrase y favorecer el trabajo del parto.
Muy cerca de la cama de parto se encontraba una concha con un ungüento que aquella anciana empleaba para mantener la piel sana y, en otra, un líquido blanco amarillento de sabor fuerte que adormecía a los duendes del parto y aliviaban sus dolores.
Rodeada de un charco de líquido que mojaba sus piernas y el suelo de la cabaña, gritaba como una posesa cuando Ave Rápida, la mujer sordomuda, se dirigió a ella por señas haciéndole entender que el parto estaba muy cerca y que se colocara en cuclillas agarrándose fuertemente a las asas del palo y que hiciera fuerza durante periodos de tiempo que la sordomuda controlaba tocándole uno tras otros los dedos de las manos y de los pies.
El parto se presentaba difícil, todos los esfuerzos de Chan eran infructuosos. La sordomuda cogió el rostro de la parturienta y le indicó con la cara y las manos que hiciera mucha, mucha fuerza sobre su vientre y que se desahogara gritando y agarrándose fuertemente al palo. Mientras Chan hacía lo que le habían indicado, Ave Rápida se agachó y le dio un corte pequeño y certero en la parte inferior de la vulva con un cuchillo de sílex. Cómo si ella conociera todos los secretos de la vida una cabecita, manchada de grasa y de sangre, apareció de repente entre las piernas de Chan. Ave Rápida volvió a contar de nuevo por dos veces todos sus dedos. Luego, de repente, una niña preciosa, con la piel sonrosada, salió impulsada fuera del cuerpo de su madre quedaando unida a ella solo por un cordón largo y flexible. Casi sin fuerzas la parturienta se lo acercó a la boca y lo cortó con los dientes. Luego con maestría hizo un nudo en la parte del cordón que colgaba junto a la barriga de la niña y lo apretó con fuerza.
La sordomuda recogió a la niña, que había roto a llorar y observó detenidamente todo su cuerpo. Reposadamente comparó sus manos con las suyas; miró los dedos y uñas de los pies, las orejas, ojos, cuello, pecho, espalda, genitales. Todo parecía normal. La envolvió en una piel de cordero limpia y le puso la boca sobre el pezón izquierdo de su agotada madre. La pequeña mamaba insaciable.
Fuera el viento frío soplaba con fuerza manteniendo en el interior de sus chozas a los curiosos. Su padre dentro de la cabaña besaba a las tres mujeres, mientras que repetía una y otra vez el nombre de Hana.


Octubre, 2018. Madrid

sábado, 8 de diciembre de 2018

La sordomuda (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico III)




Llegaba la estación fría. Se habían cubierto con pieles de los animales de grandes orejas como lo hacían los de un poblado cercano e incluso habían construido una pequeña embarcación, una canoa como la de los pescadores. La pareja creía que habían pasado desapercibidos, pero todos en un día a la redonda sabían que él se daba buena maña con la pesca y que ella estaba preñada.
Varias lunas después una mujer que conocían como “Ave Rápida” los había acogido en su choza. La mujer estaba maldita para los del poblado vecino ya que creían firmemente que debía estar poseída por los dioses del silencio, pues de su boca no salía palabra alguna y además, aunque estaba sorda, algo sobrenatural le informaba siempre de la proximidad de personas y animales.
“Ave Rápida” les enseñaba día a día pequeños detalles y ellos, a cambio de su hospitalidad, le traían agua y comida y cocinaban para los tres. La cabaña se encontraba a centenares de pasos del poblado, y les aseguraba protección e intimidad. No obstante, Cron solía ir a ver a un anciano de piel oscura que vivía sólo y que disfrutaba con su compañía. Ambos se comunicaban por señas, pero poco a poco ambos fueron conociendo la lengua del otro con lo que la comunicación se fue haciendo más fluida. El viejo le contaba historias de los tiempos pretéritos en los que habían tenido que defenderse y ocultarse de tribus venidas de la otra orilla del mar a la búsqueda de minerales y riquezas. Él, sin atreverse a hablar del Gran Huevo, le hablaba de las costumbres de su pueblo y de cómo conoció a Chan y cómo la amó rodando por la ladera de una colina. Una noche al susurro de los duendes el anciano le contó que su madre había sido forzada por uno de aquellos invasores y que su vida no había sido fácil entre otras cosas por el color de su piel y porque su padre le pegaba y nunca lo aceptó como hijo.
Ya Cron chapurreaba bastantes palabras que se parecían poco a lo que él hablara antes de ser atrapados por aquel mal sueño. Su hijo estaría pronto a nacer y ellos, ya casi padres, desentonaban con otros que iban a una ceremonia que llamaban emparejamiento. Él conocía que cuando llegara el buen tiempo muchas parejas se encaminarían durante varios días al sitio donde les dejó el Gran Huevo. Intuía que irían hacia el lugar sagrado de las piedras que marcaban las estaciones. Recordaba que aquel templo tenía una hendidura que conducía a una gran cavidad donde se desarrollaban los ritos secretos, no obstante, desconocía si las parejas podían ir con sus hijos al lugar sacrosanto; tendría que preguntar a la vieja, seguro ella tendría la respuesta, aunque fuera por señas.
Llovía torrencialmente. Una hoguera acogedora invitaba a permanecer dentro de la cabaña y pasar la tarde contando historias. Chan y Cron hablaban de su futuro. Ave Rápida miraba como se movían sus labios y sabía en todo momento de qué hablaban. La sordomuda sonreía a Chan y a veces una ligera mueca era bastante para saber lo que ambas querían. La sordomuda tocó la barriga de Chan y habló con señas de su juventud pasada y de su gran amor. Se señaló el vientre y remedó con las manos el crecimiento de un ser en su interior y cómo después del parto se quedó sordomuda. Creyendo que los dioses la habían maldecido, su hombre, la había abandonado llevándose su cariño y al hijo de sus entrañas.
 



Cinco de octubre de 2018, en Madrid


jueves, 6 de diciembre de 2018

Camino del mar (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico II)


Casi imperceptible el huevo se posó de nuevo en aquellos montes. Se diría que el paisaje no era el mismo, pero en el display invisible para los que allí estaban señalaba las mismas coordenadas: Vía Láctea, Sistema Solar, Planeta Tierra latitud 37,422; longitud -6,857. No obstante un rosario de dígitos, símbolos, letras y números señalaban que desde que la puesta se cerrara, movida por fuerzas invisibles habían transcurrido diez días en el interior de la nave, pero un sinfín de años en el exterior. La información entre la salida y la llegada manifestaba 250 erupciones volcánicas importantes, muchas de ellas muy alejadas de aquel punto, un terremoto de naturaleza casi apocalíptica, 150 de gran magnitud y 25 impactos de meteoritos de mediano tamaño en diversas partes de la superficie de la Tierra. Allí, muy cerca de aquellas coordenadas había ocurrido muchas estaciones antes un gran seísmo al que siguió un gran maremoto cuyas olas había allanado grandes extensiones de terreno y abierto las fuentes de un río que teñía sus aguas de rojo. Todo era mágico e instantáneo pero ilegible para los ojos de los dos amantes.
La ingravidez había desaparecido y una pareja de jóvenes se encontraba abrazada en el suelo, sin moverse. Poco a poco se miraron y sin saber bien donde estaban se reconocieron al instante. Se levantaron y tocaron sus cuerpos, algo más delgados, sin apasionamiento. Sólo la curiosidad movía sus manos. Cron se apoyó sobre el cristal virtual que separaba el cuadro de mando del habitáculo próximo a la pared. Miles de luces despertaron de su sueño oculto de milenios. El gran huevo empezó a sumergirse en un barro fluido que crecía por momentos hasta que la superficie quedó a nivel de una puerta imperceptible que se abrió delante de sus ojos, apareciendo una plataforma transparente que como una luz se alejó varios cuerpos y se apoyó sobre terreno firme. La curiosidad hizo el resto, despacio, golpeando con los pies el suelo de cristal líquido se abandonaron a su suerte y salieron al exterior.
De pronto la puerta se cerró y el huevo desapareció ante sus ojos. Una costra de barro selló la superficie como si nada hubiera sucedido en las últimas sesenta estaciones. Grandes campos llenos de unas espigas bastante mayores que las que ambos conocían se extendían desde una suave loma rodeada de piedras verticales formando un gran circo. Algo les sugirió que todo aquello no les era totalmente desconocido y recordaron los tabús de su tribu antes de haber copulado y amado profundamente. Muy pocos árboles y lo llano del terreno permitían poder esconderse y pasar desapercibidos a las miradas de los vigilantes, debían buscar cobijo, un arroyuelo próximo les daría agua con la que apagar la sed y quizás en sus orillas encontrarían raíces y pequeños animales que ayudarían a paliar el hambre.
Los dioses habían sido propicios y pequeños roedores con grandes orejas confiados habían sido pasto de los palos de caza que diestramente él había hecho desde que saliera del Gran Huevo, a la usanza de lo que aprendiera en su tribu. Como buen observador había encontrado unas varas finas de algo más de un brazo de largo. En uno de los extremos tenían incrustadas en unos rebajes de la madera plumas de aves mientras que un material duro y oscuro que terminaba en punta revestía el otro extremo. Aquello no era un trozo de piedra al que con golpes cuidadosos lo habían ido afilando hasta conseguir que cortaran solo con tocarlos, aquello era algo nuevo y especial que él nunca había visto antes. Reunió un buen número de ellos. Al lanzarlos con la mano observó durante días que siempre caían de punta y se clavaban con facilidad sobre los troncos de los árboles. Tenía que probar un sistema que los lanzara lejos con precisión y así le facilitara la caza. Se acercaba el momento, el cambio de estación en que los machos llamaban a las hembras y peleaban por ellas hasta la extenuación. Se iban acortando los días, hacía menos calor y llovía. Cron notaba que Chan su hembra estaba menos cariñosa y observaba que su barriga crecía y crecía cada día.
Un ruido de tambores les hizo moverse rápido hacia una hilera de árboles alargados que parecían custodiar un camino de agua, allá donde el horizonte mimetizaba el cielo con la tierra. Algunas veces en el año, cuando las estaciones parecían cambiar, había observado grupos de individuos vestidos con ropajes coloridos, viajar en procesión hasta donde estaban las grandes piedras verticales y luego penetrar por una hendidura abierta en el suelo hasta las profundidades como si se tratara de una gruta o del mismísimo sexo de la diosa Tierra. Se oían murmullos, lamentos, e incluso cantos larvados por la distancia. Aquella ceremonia en nada le recordaban a las que hacía su tribu cuando el campo empezaba a florecer o cuando tenían frutos y drupas que comer. Sus ritos tenían otro significado, las mujeres no se adornaban con espejuelos y el sol parecía brillar diferente.
Un día persiguiendo a unos lagartos siguieron el cauce del arroyo de aguas cristalinas y vieron que algunos jabalíes y ciervos comían del suelo un fruto alargado de color marrón oscuro. Él no recordaba lo que eran, pero seguro que en épocas de carestía servirían para acallar el hambre. Decidió continuar caminado aguas abajo. En los remansos, algunos peces eran blanco fácil. Podría hacer fuego y asarlos como le enseñara antaño uno de los sabios, pero lo mismo el humo los delataba -pensó. ¿Dónde estarían sus compañeros? Era como si se los hubiera tragado la tierra. Todo aquello parecía tan cercano, pero a la vez tan lejano y diferente. No había chicos de su edad o al menos no se les oía. Le hubiera gustado presentarse en el lugar de donde provenían los sonidos del tambor en el poblado vecino y haber hablado con el druida o con uno de los jefes, pero pensó que era preferible pasar desapercibido al menos durante una luna. Vigilaba su escondrijo, era importante que no los descubrieran, había visto como algunos guerreros trataban a los extraños y no quería arriesgar.
La tarde caía cuando un río de aguas rojizas se presentó ante sus ojos. Dejaba manchas amarillas sobre las piedras que acrecentaban el contraste de colores. Sintió sed, pero no se atrevió a beber de aquel agua que le recordó el jugo de ciertas bayas o al fluido de la vida. Andaban rápido cuando se escondió el dios del día. Un cielo lleno de amarillos, ocres y rojos imitaba lo que antes había visto en el río. Por aquellos lugares no parecía que viviera nadie. Sin embargo, algunas ramas secas sobre palos le recordaron los cobijos que hacían los de su tribu cuando pernoctaban en la búsqueda de semillas y animales. Inspeccionó a una y le pereció aceptable, buscó unas ramas y las acomodó. Se arriesgaron a hacer fuego tras unas piedras. Una rama de medio brazo de longitud a la que había sacado cuidadosamente punta, se movía vertiginosamente de un lado a otro sobre un trozo de madera limpio y seco sobre el que había puesto unas briznas de hierba seca. Un hilo de humo le indicó que todo estaba a punto y sopló hasta que una llamita surgió de pronto. Puso más hierba y sopló hasta que una llamarada de mediano tamaño se hizo estable. Se aventuraron a mantener el fuego tras unas piedras grandes que ocultaban la visión y el resplandor de las llamas desde lo lejos. Mientras masticaban algunas raíces que les supieron dulzonas, soasaron deprisa los pequeños peces que habían pescado aguas arriba. Pequeños y abundantes insectos de dos alas les picaban sin cesar. Recordó las fiebres de algunos de su tribu y embadurnó a Chan con el jugo de una planta olorosa de flores violáceas que se encontraba por doquier. Cuando terminó frotó sus brazos y piernas y cuello con las flores y pidió a su compañera que extendiera el jugo de las plantas por la espalda. El extracto contra los mosquitos había producido en él una emoción especial. Su falo erguido y las ansias de su hembra hicieron el momento especialmente íntimo.
Apagó las llamas con tierra y arena evitando que el humo les delatara y se abandonaron a sus abrazos, ardientemente, como la primera vez. El cansancio hizo que el señor de la noche se hiciera dueño de sus sueños. Ambos soñaron con el Gran Huevo, las luces incomprensibles, el fango y las grandes piedras, peces, agua del color del jugo de las moras dulces de aquellas plantas que clavaban sus espinas sobre la piel y la arañaban.
Bien temprano dejaron en silencio el lugar donde habían pasado la noche. Caminaron sin descanso hasta que una extensión de agua inmensa se abrió ante sus ojos. El asombro les llenó de silencio y se besaron.

Treinta de septiembre de 2018, volviendo de Estepona, casi llegando a Madrid

lunes, 3 de diciembre de 2018

El despertar del Gran Huevo (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico I)



El gran huevo permanecía oculto. El druida parecía contento. Su boca esbozaba una leve sonrisa. Hoy era el gran día. La gran luminaria aún estaba roja después de salir de las tripas de las montañas lejanas. Un borde del dios de las noches aún se vislumbraba en lo alto. Siempre le inquietaba mirarlo. Noche a noche crecía o menguaba cambiando de forma hasta morir y volver a nacer. Las hembras de su tribu sintonizaban sus flujos sanguinolentos con esta danza en el cielo. Se diría que pintaba de blanco su cara negra y luego cansado del disfraz se iba quitando las pinturas. Su último hijo había nacido después de contar tantas caras llenas como dedos tenía en sus dos manos. Tendría que hablar con Nella, ella poseía información que nadie en la tribu tenía.
Empezó a mezclar lentamente terrones blancos con el fluido transparente del manantial hasta que le pareció homogéneo y espeso. Se acercó el palo cargado de pintura blanca a la cara. No notó picor. Otros druidas habían quedado desfigurados al aplicarse aquella mezcla. Él, conocedor de aquel misterio, había embadurnado su cara y manos con la grasa de un animal venido de otras latitudes más cálidas, que había sido cazado en las montañas, al que le salían dos grandes colmillos puntiagudos de la boca. Algunos guerreros preparaban sus palos de caza y afilaban sus piedras de cortar frotándolas con otras mayores.
Siempre en aquella época, cuando cambiaba el tiempo y antes de las lluvias y los vientos se oía a la naturaleza mugir y a los grandes portadores de cuernos pelear hasta la muerte por poder dejar preñadas a las hembras. Él había observado cómo también crecían los vientres de estos seres, pero en ellos la preñez no duraba más caras llenas del dios de la noche que los dedos de una mano.
Pensaba en todo esto, cuando una bocina le sacó a la realidad del momento. Un cortejo se acercaba lento, vestían sus componentes hojas de grandes árboles entre las que aparecían sus falos erguidos que habían sido previamente frotados con el jugo de aquellas trompetas florales blancas. Para poder acceder a aquella ceremonia, los más fuertes peleaban hasta la extenuación con palos en sus manos y grandes gorros a los que habían atado fuertemente las cuernas de un gran macho.
Las mujeres desnudas esperaban el momento sagrado que año tras año aseguraba que la tribu medraría. Allá en la lejanía las bocinas reanudaban los mugidos de los grandes astados. Las luces tempranas de la mañana reflejaban irisaciones imposibles de los cuerpos de las mujeres que desde la madrugada habían sido cubiertos con polvo de estrellas - pequeños espéculos que se encontraban junto a las rocas a unos días de distancia - y que eran mezclados con el jugo aceitoso de unos frutos pequeños, amargos y astringentes que por allí crecían.
La comitiva mostraba un aspecto impresionante. Nunca tantos jóvenes habían accedido juntos al regalo de los dioses. Las estaciones habían sido generosas y la tribu había crecido al amparo de la bonaza del tiempo y la carencia del exterminio de las grandes fiebres que antaño aniquilara prácticamente a los descendientes de Hog.
Año tras año la escena era envidiada por los más jóvenes. Los adolescentes no invitados se aliviaban tras las matas hasta que un líquido blanco fluía de sus penes y los dejaba exhaustos. Ella miraba curiosa, ocultándose tras unas matas, al joven que tiempo atrás le había ofrecido algunas frutas silvestres, deseando formar parte del grupo de desnudas que esperaba a la comitiva. Aún tendría que moverse la gran luminaria en el cielo y filtrar por dos veces sus rayos entre las dos grandes piedras verticales para poder tener acceso a sus manos y a la prominencia que a veces se erguía en él como un milagro.
Sus ojos se cruzaron. La fuerza del destino rompió el tabú y el momento oculto. Se abrazaron. ¡Allí no hacían falta espéculos, ni grasa, ni ceremonias! Sus cuerpos se fundieron y rodaron lentamente por la ladera, como corren algunos cardos empujados por el viento. Dos grandes ramas plumosas de un árbol amortiguaron el golpe contra el Gran Huevo que permanecía oculto. El olor feromonal abrió la puerta que ningún brujo, mago o druida fuera capaz de hacerlo durante muchas generaciones y un viento huracanado los succionó como si fueran hormigas y encerró al amor dentro del habitáculo.
Fuera el cortejo seguía los ritos de la estación, dentro el amor alcanzaba su camino virtuoso en una ingravidez extrema. Nadie reparó en una luz vertiginosa que se alejaba a contraluz hacia el infinito. La Gran cara blanca brillaba ahora roja, ninguno de los moradores de los campos vecinos recordaba haber presenciado nada igual, iba su silueta muriendo, desapareciendo. ¡Nada bueno podía desprenderse de aquel hecho insólito!
Todo lo acontecido en el Gran Huevo permanecía oculto.

Treinta de septiembre de 2018, volviendo de Estepona.

jueves, 29 de noviembre de 2018

Autodestrucción


Autodestrucción

El agua estaba helada. Si no lograba salir moriría congelada. No recordaba cómo estaba allí ni por qué. Mil imágenes cruzaron en menos de un instante por su cerebro. Se desplazaba silenciosa buscando una salida. Metros más abajo el agua estaba más caliente, pero la salinidad era muy elevada y el riesgo de deshidratación enorme. Le pareció que una música conventual se colaba por entre las piedras y suave llegaba a sus oídos a pesar del frío, del agua y la sal.
El cansancio y la falta de oxígeno eran evidentes cuando creyó que aquella cámara se abría en un conducto, en un enorme pasillo que le llevaría lejos. Se dejó arrastrar. Luces tenues señalaban que al fondo había esperanza. Apretó un botón y cabeza, brazos y piernas se vieron rodeados con globos protectores. La corriente era vertiginosa y lo más probable parecía que chocara rompiéndose un brazo o perdiendo el conocimiento, con lo que la muerte sería imparable.
La temperatura del agua había cambiado bruscamente y a lo lejos le pareció ver una cortina de niebla o vapor. Tenía que salir de allí como fuera. Una mirada hacia arriba le sugirió que se encontraba de nuevo encerrada. Las paredes parecían rocosas. Intentó agarrarse a un saliente que se dobló y cambió de forma como si se tratara de una esponja claramente corrosiva. Había perdido las yemas de los dedos y sangraba de forma imparable. No lo pensó dos veces y colocó su reloj en posición de autodestrucción. Las alarmas sonaban atronadoras: En diez segundos autodestrucción total…En ocho segundos autodestrucción total…en…siete segundos autodestrucción total…
Abrió el ojo y localizó aquel aparato infernal. Miró alrededor. ¡No entendía nada! Un charco de agua caliente aún humeante rodeaba la cama. Los dedos de la mano izquierda estaban amoratados y la sangre fluía por una uña medio arrancada que colgaba de un dedo. El camisón rodeaba su cabeza apretándole las orejas. Se había orinado encima y en la radio sonaban cantos gregorianos.

Nota del autor:
La música en la radio del coche y un viaje que se hacía interminable hizo parte de la historia.
Treinta de septiembre de 2018, volviendo a Madrid.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Cuando el agua del canal confunde


La vio venir de lejos y algo en su interior mandaba señales inequívocas a su cerebro. Su corazón latía como nunca, vivo, enloquecido, lleno de mensajes que aturdían. La había visto entre la multitud, andando despreocupada, mirando hacia el cielo. Se encontraba en el vaporeto con la vista perdida mirando hacia la nada. Cualquiera diría que estaba profundamente melancólico. Era típico del otoño que se acercaba y alejaba los brillantes verdes de los árboles de Lido, o las grandes flores de los magnolios y los olores inconfundibles de los miles de jardines y de las velas románticas de las casas habitadas. Las playas ya no invitaban a visitarlas. Se diría que las arenas gritaban para que los pies desnudos de meses atrás volvieran a pisarlas, pero nadie las oía. Todos estaban sordos. La ciudad se apagaba y nadie sabía por qué, cada vez menos visitantes llegaban a aquella ciudad que lujuriosa había sido la capital del mundo y la belleza. Era su quinta cita con el agua del gran canal y nada parecía más lejano que aquellos treinta años atrás cuando se prometieron que cada cinco años se verían, allí, estuvieran donde estuvieran. Desafortunadamente, ya hacía diez años que no visitaba aquella increíble ciudad.
El azar, aquella noche de hace treinta años, hizo que tropezaran al doblar una esquina y un borbotón de luz de una farola y un poco de Luna entre callejas iluminó sus caras de pronto y se miraron como no se mira casi nunca, con fuerza inusitada que da voces a los cielos embarca en una aventura que ya es para siempre. En la lejanía un gondolero cantaba y la noche aún se hizo más íntima. La luna se entrecortaba entre reflejos imposibles de abrazos y de deseos. Góndola y agua se unieron en la danza de siempre con impulsos apresurados y miedos impensables. Sus bocas se buscaban sin demora, el agua de la vida estaba presta, las ansias no tenían descanso.
Varias gaviotas peleaban por el trofeo que el mar había mostrado a una de ellas, mientras en San Marcos cien palomas rodean presurosas a una niña bailando la danza del cuello por unas miajas de pan y una sonrisa. En la tormenta de niebla la vio pasar cogida del brazo de Dios sabe quién. En cada esquina, celoso, creía que un beso furtivo volaba a otros labios y que el destino le robaba de levante a poniente, algo más que su vida, junto a ese canal que ya no fluye pero sigue teniendo agua. Se diría que la niebla se llevó su amor, ese que se bridaron años atrás y que revivieron estación tras estación soñando con la luna por tus calles, entre la multitud, rodeados de olores añosos, de ansias que peregrinaron por aguas que ya el Adriático no mueve.
Miraba a la Luna desde una de los puentes de Zaccharias cuando la vio de nuevo pasar. ¡María! ¡María! –gritó. Le pareció que sonreía. ¡María! gritó más alto, ella se volvió hacia él. Parecía mucho más joven. Echó a correr a su encuentro como un poseso, pero ella no se movió. No entendía nada, solo silencio y algunos graznidos de gaviotas respondieron a su llamada. Se acercó lentamente. Sí, era María, pero ¡tan joven! Ella parecía desconfiada. María soy yo, ¿recuerdas nuestra promesa? -hablaba solo con la esperanza de ser reconocido. Perdón señor, no soy María, algunos como Ud. me confunden con mi madre. Ella murió de fiebres, de amor, yo diría, cuando hace cinco años alguien que ella esperaba no llegó a su encuentro.
Venecia. Tres de junio de 2018. Una historia de Venecia que quizás algún día viví o viviré. Me falta la bola de cristal para saberlo

martes, 6 de noviembre de 2018

Opus 250


La angustia de los últimos días invitaba a que el fin de semana fuera tranquilo. Detrás quedaban lunas oscuras, tensiones disparatadas de última hora antes de la entrega de un proyecto y la tristeza de la muerte de dos familiares muy allegados durante los últimos días.
La mañana se había levantado somnolienta fruto del cansancio del desplazamiento a Sevilla del día anterior. Un viaje francamente duro en el marco de llantos y adioses para siempre. Una música de fondo invitaba a desayunar despacio, pensando en la futilidad del ser, pero también en el regalo que la vida le hacía aquella mañana. El horóscopo que traía el periódico también recomendaba disfrutar de la brisa de otoño y sus primeros y melancólicos amarillos, ocres y algún rojizo extravagante.
Volaban sobre el piano los dedos prestigiosos de Mitsuko Uchida, una pianista japonesa, interpretando el concierto nº 15 de Mozart en Sí bemol, cuando sonó el móvil. En el “display” un número desconocido, un “910”. Una mirada desconfiada acalló al momento el ring del teléfono centrando sus esfuerzos en aquel piano imaginario, que saliendo por los altavoces de la radio, aparecía en la cocina delante de sus narices. Poco a poco fueron también testigos de excepción el director de la orquesta, cuatro violinistas, un flautista y un trompetista que además de música parecían querer darle los buenos días y tomar algo de café.
Todo el encanto se esfumó cuando empezaron a sonar al unísono los timbres del móvil y del inalámbrico. En la pantalla de ambos, el mismo teléfono 91004… ¡Socorro, aquello era una ataque orquestado, la anti-música en Si bemol, mayor, la tensión en la mañana! –pensó. Un movimiento brusco de la mano derecha buscando poner silencio empujó la taza de café hirviente sobre el inalámbrico, el móvil y la otra mano. A los movimientos prestigiosos sobre las teclas del piano de las manos imaginarias de la pianista, se unía la urgencia de los aspavientos sobre el chorro de agua fría y un paño secando a toda prisa a ambos instrumentos infernales.
Surgido del espanto, el móvil empezó a hablar solo, mientras que el inalámbrico lloraba humo. ¡Don Francisco, queremos ofrecerle algo que Ud. lleva soñando desde hace más de una década! –rezaba el teléfono. En el fondo de la habitación, el dedo índice de la mano izquierda de la japonesa daba un sol que los violines correspondían, mientras que la mano enrojecida y achicharrada por el café sugería que una ampolla gigantesca se inflaría en pocos segundos si no se aplicaba pomada, ungüento o aceite en cantidades impensables y de forma inmediata.
¡Don Francisco! ¿me oye? ¡Le repito que queremos ofrecerle algo con lo que usted lleva soñando desde hace años! ¿Qué cómo lo sé? –se auto-respondió el móvil ¡Mi empresa ha investigado sus gustos y quiere recompensar su fidelidad! –se escuchaba por el altavoz.
Bruscamente del inalámbrico salió una llamarada. Sobre la mesa otra taza de café esperaba su turno. El caos fue inmediato. El director de orquesta limpiaba con una servilleta de la mesa las miles de gotas que manchaban su frac, la primer violín se puso de pie, como impulsada por un muelle, intentando evitar que un chorro de café se colara por su escote, la trompeta del fondo sonaba desafinada salpicando café sobre la pianista que escupía sobre el inalámbrico intentando apagarlo.
¡Don Francisco! -seguía repitiendo el sonido infame, ¡queremos invitarle a un viaje a Viena para que asista gratis a un concierto único que no se interpreta en esta ciudad desde hace ya varios años: El concierto para piano nº 15, opus K. 250 de Wolfgang Amadeus Mozart, interpretado nada menos que por Mitsuko Uchida!
Don Francisco ¿me oye? Don Francisco ¿me oye? El aparato se perdía por el hueco del patio muriendo su sonido contra el suelo veinte metros más abajo.

Nota del autor: Después de una discusión matutina, mucha tensión de días atrás y escuchando el concierto nº 15 de Mozart camino de Málaga, interrumpido por una llamada inoportuna, se me ocurrió este disparate, el seis de octubre de 2018.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Éxodo 8 - He envejecido


He envejecido. En un abrir y cerrar de ojos mi pelo, el poco que me queda se ha blanqueado como si la nieve estuviera ahí protegiéndome del silencio, del frío y de la propia existencia. La palidez de los años ha debido teñir de gris mi rostro y poblado de arrugas que adivino con la yema de mis dedos. No recuerdo bien quién soy, ni por qué estoy aquí y mis memorias se pierden en el rumor cansino del viento. Una cicatriz enorme pregona que la piel de mi pecho debió ser profundamente lacerada por las uñas de una potente garra. Solo recuerdo frío, témpanos, redomas donde se cocían plantas y a dos mujeres, las dos portando algo de mi existencia. También recuerdo en sueños la voz de un amigo, cuyo nombre ya olvidé con quién compartía responsabilidades y silencios. La palabra Sur no me dice gran cosa a pesar de que esas voces amigas siempre me hablan de mi viaje y mi insistencia hacia ese punto cardinal. No debieron estar unidos en mi existencia el Sur con los verdes brillantes de los árboles gigantes; es posible que no me haya movido nunca del mismo sitio pues no he llegado a distinguirlos en la profundidad de mi respirar de lo que a veces sueño.
He oído que gente del sur, gentes que sabían de mí, salvaron mi vida y quizás mi alma; que grandes aves que esperaban y añoraban mi muerte escaparon a otros cielos. Ahora estoy junto a una gran extensión de agua, que nunca hiela, algo que llaman los de aquí, breve pero poderosamente, mar. Debe ser mujer pues de ella nace vida que a menudo comemos. Pare milagrosamente unos seres plateados, escurridizos. Muchos de los que se acercan a mí parecen felices lejos de los grandes padres blancos, pero en las noches oigo miedosos rezarles, para que los colmillos del enorme gato se mantengan muy lejos, más allá de las montañas que miran hacia donde sale el sol.
Esta mañana un muchacho, que me llama padre, a quién mis ojos casi no dejan ver, pero de quien su voz bien conozco, me ha traído muchas plantas que despiertan en mí olores y susurros de druida. Sé para qué dolencia usarlas pero no recuerdo como llamarlas, ni quiero despertarlas con sus nombres. Escondidas entre ellas unas flores amarillas han hecho saltar mis lágrimas. Veladas en mis sueños de hace días he recordado a una manos blancas cogerlas, besarlas y dármelas mientras ponía mi mano sobre su vientre vivo que se agitaba.
Lejos un hombre joven a quien siempre oigo moverse y amar, trae en su palo de caza una gran serpiente enrollada. Creo que cuando muerde mata después de dormirte, como hace el espíritu con la vida. Me habla pero no le escucho. Susurra que bajo aquel túmulo mis días serán más felices estando con los ancestros y que soplaré a la serpiente y al gran padre blanco y al dios de los colmillos largos para que no falte la vida blanca que fluye del pecho de las hembras y del falo de los guerreros, para que la existencia sea ahora y por siempre el entretenimiento de los dioses.
Yo me iré y se quedarán los pájaros más alegres, pero cantando solitarios sin parar en la mañana o susurrando por las tardes cuando el sol les diga que ya me he ido.
Todo está ya un poco más triste y mi soledad mortalmente cansada, pero aunque la vida vuelva y abandone mi anestesia casi centenaria, este letargo no será inútil y despertaré nacido en una nueva existencia.


Nota de autor a Éxodo
Éxodo es una historia de vida o muerte; de escapar de donde no hay nada y de raptos y de encuentros tentadores a lo largo del camino.
Recordando a Umberto Eco en “La isla del día de antes” (sic) “quizás existía un orden secreto que presidía aquel mudar de órdenes y perspectivas, pero nosotros estábamos destinados a no descubrirlo jamás, y a seguir más bien el juego voluble de aquellas apariencias de orden que se reordenaban a cada nueva experiencia”.
Muchas de las ansias ya están allí, otras quizás no llegaron nunca o cuando lo hagan no será lo mismo, ya que no recordarás haberlo vivido y ni siquiera quien eras tú.
Madrid, octubre de 2018

miércoles, 31 de octubre de 2018

Éxodo 7 - Un mar verde


Un mar verde, se extendía sin horizonte frente a sus ojos. Su mirada buscaba una referencia, un árbol, un matorral, algo que le permitiera marcar una dirección, un destino. El sol mortecino se encontraba sobre su cabeza haciendo imposible saber dónde estaba el norte. La sombra de su cuerpo simétrica estaba reducida casi a la mínima expresión, indicando que el invierno ya iba de paso. El viento extraía del momento melodías y silencios que perfumaban escondrijos de almas enamoradas. Agotado se sentó bajo su gran sombrero de tallos que el gran jefe le regalara después de muchas lunas. Ahora aquella gran cofia alargaba sus pensamientos y lo protegía del frío y la humedad. El nivel de agua mediaba en su cantimplora cuando dos grandes rapaces se asomaron sobre su cabeza. Volaban en grandes círculos aprovechando rachas de viento. Tan pronto eran meros puntos en el cielo como gigantes alados en los que se contaban todas sus plumas.
Solo silencio y verde tras verde definían la soledad, grandeza y belleza del momento. La brisa a borbotones llenaba aquel espacio de grandes musgos que recibía a la primavera con todo su esplendor. Media docena de buitres se unió a la escena. El festín cadavérico parecía eminente. Ni siquiera su enorme sombrero, que agitaba vigorosamente gritando, conseguía alejarlos. Un viento frío se adueñó de la escena durante un buen rato. Ahora solo silencio. Unas gotas, colándose por los entresijos del sombrero mojaron su cabeza; un torrente de agua caía ahora torrencialmente nublando el horizonte. Las rapaces habían desistido y permanecían más allá, ocultas por las nubes, probablemente donde el viento parecía traer ecos de primavera del sur lejano.
Bajo el agua se movió durante días, hacía lo que él pensaba debía ser el sur. El paisaje era otro, pequeños matorrales habían sucedido a las grandes extensiones de musgo. Le pareció observar en la lejanía un animal, quizás un cervatillo, enganchado en unos matorrales. En su esfuerzo por zafarse había quedado extenuado y se había roto el cuello. Ahora se moría despacio en sus estertores. Se acercó a él y con precisión le evitó más sufrimiento. Un líquido rojizo manaba con fuerza mientras las patas con movimientos violentos señalaban que la muerte ya estaba muy cerca y la noche acercaba sus miedos. Buscó cobijo bajo unos grandes matorrales. Una entrada a una pequeña cueva apareció ante sus ojos. Olía a espanto allí dentro. La Luna debería haber sacado de los sueños del invierno al gran depredador. No estará lejos -pensó-. Atraído por el olor de la sangre arrastrará hacia la cueva al cervatillo para ponerlo a buen recaudo si no quiere que los perros asilvestrados den buena cuenta de él. Agua y granizo golpeaban con fuerza a los matorrales levantando sonidos de tambor. Se aferró fuerte a un palo largo y puntiagudo que además de báculo le servía para sentirse fuerte frente a quien osara atacarlo. Al fondo, la cueva parecía abrirse en una sala de gran tamaño. Prestó atención y le pareció oír que se acercaban rugidos.
Una breve leyenda contada de generación en generación hablaba  de un druida y un gran padre. Aquella leyenda había sido su compañera durante muchas noches de invierno. Su abuelo primero y luego su madre prodigaban hablar de la lucha feroz que un druida había tenido con un gran padre. Ahora tendría la oportunidad de entrar en la leyenda  peleando o muriendo.
El rugido le puso la piel de gallina. En frente, erguido, un gran padre de casi dos hombres de largo enseñaba sus poderes e intimidaba con sus rugidos al mismísimo dios de los truenos. Al fondo de la cueva otro gran padre parecía intranquilo y también rugía. Allí no había escapatoria. Aquel palo no serviría más que para herir a una de las bestias y las probabilidades de utilizarlo varias veces para atravesar el corazón eran ínfimas. Huir o morir, lo demás era irrelevante. Moviéndose de espaldas despacio hacia la salida de la cueva, tropezó con una piedra, cayendo y rodando con el palo en la mano. Era presa fácil. Intentó ponerse en pie, pero el gran padre se le echó encima.
Seis venablos soplaron en el aire y se clavaron sobre la cabeza, garganta, corazón y brazos. Una mole de 300 kg aplastó al druida que ya soñaba presentaba sus ofrendas a los dioses de la noche.
Despertó, el frío era menos intenso: El fuego al crepitar rompía el silencio de la cueva, que ahora parecía menos solitaria con las sombras y el movimiento del fuego. Solo los restos de algunos cuerpos y su olor nauseabundo hacían molesta la estancia en la gruta. El miedo incitaba a salir, pero la lluvia caía torrencialmente fuera y numerosos rayos habían puesto límite a aquel valle durante las primeras horas de una noche inolvidable y salvadora.

domingo, 28 de octubre de 2018

Éxodo 6 - La huida



Noche cerrada. En su mano un arco y un carcaj lleno de flechas señalaban que algo era inminente. La espera había sido larga y llena de vida y emociones. Una bandada de grandes rumiantes había aparecido a medio día de la tribu y era impensable que aquel regalo de los seres del cielo  se dejara escapar. Había demostrado su puntería derribando, de sendos flechazos, a dos grandes machos que se aprestaban a atacar. El azar también le había acercado hacia unos pequeños caballos que le permitirían recorrer grandes distancias, buscando a su antigua tribu.

Se asomó. Nadie por los alrededores, solo algunos aullidos de la noche eran testigos de su vigilia. Se debatía ante la duda de quedarse o marchar. Allí tenía un trato privilegiado, los miembros de la tribu le respetaban y admiraban. El gran druida era mayor y no tardaría en morir, con lo que él sería entonces otro gran druida que viviría para hacer más fácil la vida.

Un sinfín de imágenes bailaron en su mente como lo hace el fuego en las noches de verano. Sus amigos, las placas de hielo, la mujer con el niño y el oso, aquella noche, su brazo, la caza..., su nueva compañera, el hijo que se movía en su vientre. Una llamada poderosa rompía con aquellos sueños y daba voces. El señor de los truenos le esperaba y con él quien sabe si algún miembro antiguo de su tribu.

Salió despacio y cubrió las pezuñas del caballo con pieles. Ni el ruido, ni la nieve frenarían su viaje. Debía moverse rápido y sin descanso. Huía rápido en la dirección de las gemelas. Aquellas dos luminarias de la noche que parecían hermanas, se movían en el firmamento despacio, pero se movían. Su padre ya le habló de aquello y que era preferible buscar una mancha blanca en el cielo donde miles de luces abrían sus fuegos para mantener alejada la oscuridad y el miedo.


lunes, 22 de octubre de 2018

Éxodo 5 - El encuentro en las estrellas


Después de la tormenta de aguanieve la calma parecía omnipresente. Los vientos de la tarde habían limpiado el horizonte, las montañas aún se adivinaban en la oscuridad. No recordaba haber visto un atardecer tan sereno. Ahora la noche relucía extraordinaria. Sus ojos se perdieron una y cien veces registrando estrellas. Aquello le pareció interesante, tantos años mirando al firmamento y nunca había apreciado nada más que aquellos puntos lejanos y brillantes parecían colgados y parpadeantes, que a veces él podía unir formando dibujos y figuras. Miró de nuevo al cielo y le costó, por la creciente densidad de estrellas, reconocer a las de siempre, aquellas tres que en invierno, mirando al sur, estaban alineadas, bueno casi alineadas. Ahora andaban casi por poniente y era curioso que noche a noche se movieran como si alguien poderoso tirara de ellas o las empujara con sus soplos. Le gustaría hablar con él –pensó. Ese ser tan poderoso sabría mucho de remedios e incluso podría enseñarle plantas que crecerían en las estrellas o en el propio firmamento y que servirían para sanar la locura que producía la gran luminaria de la noche, aquella que tan pronto menguaba hasta desaparecer para luego crecer y crecer hasta hacerse redonda y brillante, primero rojiza y después blanquecina.
De pronto, dos líneas brillantes de gran intensidad cruzaron el firmamento de norte a sur. Parecía como si el cielo le mostrara el camino pendiente. Otros pequeños, pero vivos chispazos se movían rápidos entre estrellas haciendo el momento aún más grandioso.
En el interior de la gran cabaña su compañera se debatía en diálogos de sueños con la criatura que llevaba en su interior. Su mente se desviaba continuamente buscando explicaciones de vida que relacionase el ayuntamiento con la preñez. Siempre había visto el ciclo de la vida en los animales y en la naturaleza que se abría al cesar los fríos intensos, pero aquello era distinto, ya que él parecía ser partícipe de aquel milagro.
Una enorme luz más potente que la gran estrella del día en el estío llenó de pronto todo el cielo. Aquello era sin duda una señal, una gran señal. Nunca en su ya larga vida había presenciado cosa semejante. Retiró la vista de la gran explosión y cubrió la cara con sus manos, precipitándose al interior de la cabaña. La luz penetrante se hizo permanente durante días, parecía además que una brisa llegaba despacio hasta su cara. Durante varias jornadas la noche no visitó al día y todo permanecía luminoso y brillante, pero a la vez extraño. Algunos de la tribu habían quedado ciegos al mirar al cielo. Los animales se sentían raros, descubriendo y buscando escondrijos para huir de la luz eterna y cegadora. La piel fina, casi transparente, de un corderito que encontró en el interior de una oveja muerta le serviría para proteger sus ojos de aquel horror deslumbrante que no amainaba, cuando tuviera que salir a buscar alimento o para hablar con Hug. Mientras que rascaba la piel con su cuchillo de hueso, un pensamiento le cautivó durante un buen rato. Aquello no podía ser más que un anticipo, una llamada. Tenía que prepararlo todo y huir hacia el sur, como huían las luces de la noche. Aquella gran explosión anunciaba el fin. Subiría a las montañas, para hablar con el que seguramente tiraba de las estrellas y de camino le preguntaría por su antigua tribu y su antigua compañera.