Un mar
verde, se extendía sin horizonte frente a sus ojos. Su mirada buscaba una
referencia, un árbol, un matorral, algo que le permitiera marcar una dirección,
un destino. El sol mortecino se encontraba sobre su cabeza haciendo imposible
saber dónde estaba el norte. La sombra de su cuerpo simétrica estaba reducida
casi a la mínima expresión, indicando que el invierno ya iba de paso. El viento
extraía del momento melodías y silencios que perfumaban escondrijos de almas
enamoradas. Agotado se sentó bajo su gran sombrero de tallos que el gran jefe
le regalara después de muchas lunas. Ahora aquella gran cofia alargaba sus
pensamientos y lo protegía del frío y la humedad. El nivel de agua mediaba en
su cantimplora cuando dos grandes rapaces se asomaron sobre su cabeza. Volaban
en grandes círculos aprovechando rachas de viento. Tan pronto eran meros puntos
en el cielo como gigantes alados en los que se contaban todas sus plumas.
Solo
silencio y verde tras verde definían la soledad, grandeza y belleza del
momento. La brisa a borbotones llenaba aquel espacio de grandes musgos que
recibía a la primavera con todo su esplendor. Media docena de buitres se unió a
la escena. El festín cadavérico parecía eminente. Ni siquiera su enorme
sombrero, que agitaba vigorosamente gritando, conseguía alejarlos. Un viento
frío se adueñó de la escena durante un buen rato. Ahora solo silencio. Unas
gotas, colándose por los entresijos del sombrero mojaron su cabeza; un torrente
de agua caía ahora torrencialmente nublando el horizonte. Las rapaces habían
desistido y permanecían más allá, ocultas por las nubes, probablemente donde el
viento parecía traer ecos de primavera del sur lejano.
Bajo el agua
se movió durante días, hacía lo que él pensaba debía ser el sur. El paisaje era
otro, pequeños matorrales habían sucedido a las grandes extensiones de musgo.
Le pareció observar en la lejanía un animal, quizás un cervatillo, enganchado
en unos matorrales. En su esfuerzo por zafarse había quedado extenuado y se
había roto el cuello. Ahora se moría despacio en sus estertores. Se acercó a él
y con precisión le evitó más sufrimiento. Un líquido rojizo manaba con fuerza mientras
las patas con movimientos violentos señalaban que la muerte ya estaba muy cerca
y la noche acercaba sus miedos. Buscó cobijo bajo unos grandes matorrales. Una
entrada a una pequeña cueva apareció ante sus ojos. Olía a espanto allí dentro.
La Luna debería haber sacado de los sueños del invierno al gran depredador. No
estará lejos -pensó-. Atraído por el olor de la sangre arrastrará hacia la cueva
al cervatillo para ponerlo a buen recaudo si no quiere que los perros
asilvestrados den buena cuenta de él. Agua y granizo golpeaban con fuerza a los
matorrales levantando sonidos de tambor. Se aferró fuerte a un palo largo y
puntiagudo que además de báculo le servía para sentirse fuerte frente a quien
osara atacarlo. Al fondo, la cueva parecía abrirse en una sala de gran tamaño.
Prestó atención y le pareció oír que se acercaban rugidos.
Una breve
leyenda contada de generación en generación hablaba de un druida y un gran padre. Aquella leyenda
había sido su compañera durante muchas noches de invierno. Su abuelo primero y
luego su madre prodigaban hablar de la lucha feroz que un druida había tenido
con un gran padre. Ahora tendría la oportunidad de entrar en la leyenda peleando o muriendo.
El rugido le
puso la piel de gallina. En frente, erguido, un gran padre de casi dos hombres
de largo enseñaba sus poderes e intimidaba con sus rugidos al mismísimo dios de
los truenos. Al fondo de la cueva otro gran padre parecía intranquilo y también
rugía. Allí no había escapatoria. Aquel palo no serviría más que para herir a
una de las bestias y las probabilidades de utilizarlo varias veces para atravesar
el corazón eran ínfimas. Huir o morir, lo demás era irrelevante. Moviéndose de
espaldas despacio hacia la salida de la cueva, tropezó con una piedra, cayendo
y rodando con el palo en la mano. Era presa fácil. Intentó ponerse en pie, pero
el gran padre se le echó encima.
Seis
venablos soplaron en el aire y se clavaron sobre la cabeza, garganta, corazón y
brazos. Una mole de 300 kg aplastó al druida que ya soñaba presentaba sus
ofrendas a los dioses de la noche.
Despertó, el
frío era menos intenso: El fuego al crepitar rompía el silencio de la cueva,
que ahora parecía menos solitaria con las sombras y el movimiento del fuego.
Solo los restos de algunos cuerpos y su olor nauseabundo hacían molesta la
estancia en la gruta. El miedo incitaba a salir, pero la lluvia caía torrencialmente
fuera y numerosos rayos habían puesto límite a aquel valle durante las primeras
horas de una noche inolvidable y salvadora.
No me puedo imaginar el ataque de un oso, pero el de dos...
ResponderEliminarGenial descripción. Recreas muy bien la Prehistoria, esta serie es muy ilustrativa.
Besos.
Embelesada te leo
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