miércoles, 31 de octubre de 2018

Éxodo 7 - Un mar verde


Un mar verde, se extendía sin horizonte frente a sus ojos. Su mirada buscaba una referencia, un árbol, un matorral, algo que le permitiera marcar una dirección, un destino. El sol mortecino se encontraba sobre su cabeza haciendo imposible saber dónde estaba el norte. La sombra de su cuerpo simétrica estaba reducida casi a la mínima expresión, indicando que el invierno ya iba de paso. El viento extraía del momento melodías y silencios que perfumaban escondrijos de almas enamoradas. Agotado se sentó bajo su gran sombrero de tallos que el gran jefe le regalara después de muchas lunas. Ahora aquella gran cofia alargaba sus pensamientos y lo protegía del frío y la humedad. El nivel de agua mediaba en su cantimplora cuando dos grandes rapaces se asomaron sobre su cabeza. Volaban en grandes círculos aprovechando rachas de viento. Tan pronto eran meros puntos en el cielo como gigantes alados en los que se contaban todas sus plumas.
Solo silencio y verde tras verde definían la soledad, grandeza y belleza del momento. La brisa a borbotones llenaba aquel espacio de grandes musgos que recibía a la primavera con todo su esplendor. Media docena de buitres se unió a la escena. El festín cadavérico parecía eminente. Ni siquiera su enorme sombrero, que agitaba vigorosamente gritando, conseguía alejarlos. Un viento frío se adueñó de la escena durante un buen rato. Ahora solo silencio. Unas gotas, colándose por los entresijos del sombrero mojaron su cabeza; un torrente de agua caía ahora torrencialmente nublando el horizonte. Las rapaces habían desistido y permanecían más allá, ocultas por las nubes, probablemente donde el viento parecía traer ecos de primavera del sur lejano.
Bajo el agua se movió durante días, hacía lo que él pensaba debía ser el sur. El paisaje era otro, pequeños matorrales habían sucedido a las grandes extensiones de musgo. Le pareció observar en la lejanía un animal, quizás un cervatillo, enganchado en unos matorrales. En su esfuerzo por zafarse había quedado extenuado y se había roto el cuello. Ahora se moría despacio en sus estertores. Se acercó a él y con precisión le evitó más sufrimiento. Un líquido rojizo manaba con fuerza mientras las patas con movimientos violentos señalaban que la muerte ya estaba muy cerca y la noche acercaba sus miedos. Buscó cobijo bajo unos grandes matorrales. Una entrada a una pequeña cueva apareció ante sus ojos. Olía a espanto allí dentro. La Luna debería haber sacado de los sueños del invierno al gran depredador. No estará lejos -pensó-. Atraído por el olor de la sangre arrastrará hacia la cueva al cervatillo para ponerlo a buen recaudo si no quiere que los perros asilvestrados den buena cuenta de él. Agua y granizo golpeaban con fuerza a los matorrales levantando sonidos de tambor. Se aferró fuerte a un palo largo y puntiagudo que además de báculo le servía para sentirse fuerte frente a quien osara atacarlo. Al fondo, la cueva parecía abrirse en una sala de gran tamaño. Prestó atención y le pareció oír que se acercaban rugidos.
Una breve leyenda contada de generación en generación hablaba  de un druida y un gran padre. Aquella leyenda había sido su compañera durante muchas noches de invierno. Su abuelo primero y luego su madre prodigaban hablar de la lucha feroz que un druida había tenido con un gran padre. Ahora tendría la oportunidad de entrar en la leyenda  peleando o muriendo.
El rugido le puso la piel de gallina. En frente, erguido, un gran padre de casi dos hombres de largo enseñaba sus poderes e intimidaba con sus rugidos al mismísimo dios de los truenos. Al fondo de la cueva otro gran padre parecía intranquilo y también rugía. Allí no había escapatoria. Aquel palo no serviría más que para herir a una de las bestias y las probabilidades de utilizarlo varias veces para atravesar el corazón eran ínfimas. Huir o morir, lo demás era irrelevante. Moviéndose de espaldas despacio hacia la salida de la cueva, tropezó con una piedra, cayendo y rodando con el palo en la mano. Era presa fácil. Intentó ponerse en pie, pero el gran padre se le echó encima.
Seis venablos soplaron en el aire y se clavaron sobre la cabeza, garganta, corazón y brazos. Una mole de 300 kg aplastó al druida que ya soñaba presentaba sus ofrendas a los dioses de la noche.
Despertó, el frío era menos intenso: El fuego al crepitar rompía el silencio de la cueva, que ahora parecía menos solitaria con las sombras y el movimiento del fuego. Solo los restos de algunos cuerpos y su olor nauseabundo hacían molesta la estancia en la gruta. El miedo incitaba a salir, pero la lluvia caía torrencialmente fuera y numerosos rayos habían puesto límite a aquel valle durante las primeras horas de una noche inolvidable y salvadora.

2 comentarios:

  1. No me puedo imaginar el ataque de un oso, pero el de dos...
    Genial descripción. Recreas muy bien la Prehistoria, esta serie es muy ilustrativa.
    Besos.

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