martes, 15 de enero de 2019

Argantonio (Tartessos V)

Recordando viejos tiempos Cron, Hana y Argan, a lo largo de los años, acuden repetidas veces al dolmen. Toda la zona aparece desolada, los ritos inexistentes. Allí solo queda silencio. Solo los equinoccios recuerdan lo que tiempo atrás fue el centro del universo, la misma vida llamando a la vida. Pero ellos se siguen sintiendo peregrinos.
Cron al que todos confunden con un viejo Rey visita con frecuencia a Gargoris, que cegado por los dioses coquetea con las mujeres de su harén y hasta con sus propias hijas. Crece la leyenda y la maledicencia. Gargoris el Rey-héroe es diana de las peores habladurías y pecados. Se dice que un brujo maldijo sus relaciones incestuosas y le atribuyen horribles historias donde las estampidas de vacas, la proximidad de las fieras y el abandono no fueron capaces de terminar con Habis, su hijo, el cual acabará vengándose de su propio padre.
Cron, invadido por el amor de Hana y Argan ha saltado con ellos y con Habis en el tiempo y el Gran Huevo fundido en la madre tierra les ha dado longevidad. Nadie conoce con seguridad la edad del hombre-mago, pero las arrugas de su cara señalan que ha sido ya testigo de muchas estaciones, alegrías y desgracias.
La puerta invisible de aquel habitáculo indescriptible, se ha rendido al amor y se ha abierto varias veces, como si aquello ya perteneciera a la mismísima realidad e historia de Saltés o de Onuba Baal y sus aledaños. Hana está versada en lenguas extrañas que se hablan allá en la tierra del sol naciente, donde la canela, la seda y lo imposible se dan la mano hablando de Xia, Shan y Zhon -las dinastías antiquísimas junto al rio Amarillo-. Hana conoce el habla de los dioses verdes, el idioma que usan más allá de donde reina la diosa cuyos brazos son serpientes. Hana domina la lengua de los poblados del Norte y los símbolos del Sur y la escritura lineal que aprendiera de la sordomuda y de los druidas envejecidos que hablaban de los escritos de Ormuz y de los huesos del árbol del aceite y de la vida. Pero nada de todo es bagaje vale para descifrar los dígitos que aparecen en los paneles tridimensionales holográficos en el Gran Huevo. El azar a veces descubre palabras amigas para dar lugar a riadas de letras y palabras incomprensibles. En el display va apareciendo información de cambios climáticos trascendentes, de movimientos de tierra, de explosiones volcánicas más allá del mundo conocido. Una voz metálica vuelve a hablar del río Piedras, de Tartessos, de Gades, pero también de Fenicia. El azar les ha trasladado en el tiempo al s. VIII a. C.
Hana, Argán y Cron llegan de nuevo a Tartessos, nadie sabe de dónde proceden ni cómo es eso posible. Vuelven aquellos que los viejos y los escritos relatan que yacen dormidos bajo tierra y llegan para quedarse y hacer de su tierra lo innombrable. Llegan portando vestidos de grandes jefes de antaño y enseguida son aceptados por el pueblo como sus líderes.
Fenicia no mantiene ahora su mejor relación con Tartessos. Los viejos del lugar recuerdan lo que les contaran sus abuelos sobre un gran Jefe llamado Argan y añoran al mejor de druidas que sembraba la paz y el bienestar. Sin embargo, nadie relaciona los nombres de los recién llegados con aquellos que ponían paz y daban el buen consejo y hacía de la tristeza esperanza.
Ha caído Tiro en manos de los asirios, el comercio flaquea y el hambre acecha. La población indígena hace suya la costa desde el Oestrynmis hasta Gades y espera la mano de un gran rey. Druidas de Levante, del gran Norte alcanzan las tierras de Tartessos atraídos por la magia. Las noticias han corrido como lo hace el agua en los arroyos en tiempo de lluvia. Saben que uno de los grandes ha llegado, uno de los grandes que surcó el tiempo. ¡Los dioses sabrán qué edad tiene!
Cron preside la asamblea de los grandes druidas y magos, también allí se encuentran sacerdotes fenicios de renombre. Algunos han abierto el camino de la magia transformando largos palos en fieras serpientes, otros enseñan broches, pequeños recipientes cristalinos, joyas imposibles, nuevas plantas y remedios. Las plagas han venido diezmando a los habitantes de las aldeas y poblados donde habitaban e incluso al corazón de aquella tierra, que sin poder morir lo ha hecho y en poco tiempo. Tienen en sus manos el finalizar con el hambre y el poner paz en algo que hace estragos en el dominio de aquella parte del mundo enriquecido. Fenicia no paga sus tributos y cosecha las mejores heredades al norte del lago Ligustino. También no lejos del gran dolmen, en las tierras donde cuentan las leyendas que perros y hombres entablaron un duro combate, crecen espigas que dan harina para los habitantes de la zona más cercana al río de aguas de color rojizo.
Si Saltés fue punto de inflexión de la madurez de Hana, su amor por Argan en Tartessos cambiará el ritmo de la historia, haciendo de su amor una leyenda que surcará las aguas desde levante al río Anas, desde la desaparecida Saltés a la punta de tierra donde el agua dobla hacia el Gran Norte y hacia los abismos inmortales, a la búsqueda de las islas del estaño. Ya no bastan las minas del Norte donde la última tierra hinca su espolón en el mar eterno. Tampoco fueron suficientes las minas junto a los arenales más allá del río Anas, ni aquellas hacia levante. No hay bronce sin estaño y eso demanda terquedad, esfuerzo y valentía.
Hana y Argan llenan las ansias de Tartessos más allá de donde el alma socaba la tierra en busca de minas imposibles, de sudores esclavos, recompensas de oro, de cobre y de sueños. Tienen muchos hijos y Habis ya es parte de la familia, uno de los más queridos y deseados. Fuerte y seguro supo escapar de las malas artes de su padre Gargoris y es sembrador del orden y sabiduría de Cron y hacedor de nuevas leyes y clases sociales de Tartessos.
Dentro de su numerosa descendencia, uno de ellos, llenará sus almas de luz y de alegrías inmortales. Nace en una noche de brisas y de Luna, una noche de largas y potentes contracciones y de dolores imposibles que terminaron con un llanto y mil sonrisas. Mamaba el recién nacido del pecho de su madre cuando Habis besándolo en la frente oyó de la boca de Hana, en un susurro, un nombre que cursó su mente de improviso.
Sonaban clamorosas las bocinas anunciando a todos la buena nueva. La multitud llenaba las plazas, los caminos. Se hizo el silencio. Habis tomó a su hijo entre los brazos y salió al borde del palacio. La Luna llenaba de plata el cuerpo del niño. Mirando al cielo con una sonrisa interminable levantó por los brazos al recién nacido y gritó con gran ímpetu el nombre de Argantonio. ¡Te llamarás Argantonio, que significa Hombre de Plata! -gritó de nuevo ¡y serás recordado por los siglos de los siglos, y cuando te mueras mil generaciones llorarán por ti y sabrán que fuiste fruto de amor y de leyenda!
La alegría cruza Tartessos de punta a punta. Mil fiestas, regalos y comidas brillan durante una Luna completa en honor de Argantonio y de sus padres. Hana es feliz entendiendo que hay cosas imposibles. Ya crecen en Cron cabellos plateados y miles de arrugas que anuncian que la luz del más allá está pronta a reclamarlo.
Tartessos junto al mar bulle de niños engendrados por el mar en el solsticio y crecen polis en el área que enmarcan los dos grandes ríos muy cerca de sus estuarios, aprendiendo a vivir de las noches y los días. Junto al Piedras, detrás de unas colinas surgen más casas y alegrías, penas y nuevas vidas que llenan poblados entre los dos grandes ríos. Argantonio medra en la sabiduría de su abuelo y en las artes de su madre y en la fuerza y amor de una familia memorable.
Han nacido a lo largo de la costa grandes poblados más allá del Tinto y de su hermano el río de Tharsis. En el estuario de ambos brilla incomparable el gran templo a Baal que Fenicia hiciera en tiempo pretéritos. Otras moradas bordean lo que queda del gran lago y suben por el camino que abre Tartessos hacia el norte, donde viven tribus amigas que con reyes independientes le rinden pleitesía. Allí viven muchos que intercambian frutas, mujeres, niños, animales por el bronce, por el oro y los productos hechos de las tripas de grandes peces que engrandecen las salsas y las comidas.
Argantonio ha hecho del mar su casa. Tartessos vive ya más lejos en la costa de levante y clava sus dientes tierra adentro, donde el río Anas dobla y baña terrenos más cercanos a los celtas. Sus barcazas ya llevan velas que el viento llena en el camino de la mar hacia lo ignoto, y que permite el transporte lejano de minerales que socaban del vientre de la tierra aquellos inoportunos que intentaron invadir Tartessos y que hoy son esclavos de la guerra. Argantonio mantiene una firme relación con los helenos, un pueblo que ama el arte, la música, las leyes del pensamiento y la filosofía. Sabe que tiene que evitar el dominio comercial de sus hermanos de Gadir y que para ello debe ayudar a Focea a crear una gran muralla que los proteja de los persas y posibilite la creación de una colonia comercial en el extremo del gran mar interior. No hay bastante plata en el nombre de Argantonio, para tal acuerdo, pero los barcos enviados rebosando plata sonaran por los siglos de los siglos.
Argantonio sabe, no obstante que llegarán, que están llegando otros que esperan que la noche embarque el alma de Tartessos y la lleve lejos, para aniquilando lo imposible y lo inmortal hacer suya tanta grandeza.
Argantonio se ha hecho fuerte, en medio de foceos, griegos y celtas. Cron ha muerto. Hana y Argan desaparecieron una noche junto al dolmen y seguro que estarán surcando el tiempo que no espera. La leyenda sigue hablando de tesoros escondidos, de estirpes de reyes con el mismo nombre. ¡Es tanto lo que vive que ya nadie cree que sea el mismo Argantonio! Algo le mantendrá joven se comentan los poderosos, será igual que lo que mantuvo vivo tanto años a su tutor Cron. Nadie recuerda ancianos tan ancianos, pero tampoco hombres tan vivos. Mientras tanto, ya suenan las bocinas, los caballos y las armas y de Cartago por todo el Mediterráneo.

sábado, 12 de enero de 2019

El levantamiento contra los fenicios (Tartessos IV)


Treinta jinetes descienden de sus monturas. El polvo les cubre desde la cabeza a los pies. Sus caballos están exhaustos, tienen las narices y los pulmones colapsados por el esfuerzo, ya no es posible mantenerlos a galope ni un segundo más. Les esperan unas barcas en la barra del Terrón junto a la desembocadura del Piedras. Las luces vigías de la atalaya no ha dejado de parpadear en toda la noche. Sus homónimas de la costa también han estado despiertas. Las noticias son confusas. Los fenicios han abandonado viejos nichos hace décadas y ahora se esfuerzan por hacer que toda aquella tierra sea suya. Gades se ha convertido en el puerto más importante fenicio de esta zona del Sinus Tartessico y quiere ser ella y nadie más que ella quien controle las factorías de la costa y las minas. Aniquilar el control que tiene Tartessos es su única meta y ese objetivo pasa por hacer una gran purga entre los jefes y en el propio pueblo. Hace varias lunas en Ad Rubra, un templo con la imagen del poder que representa ha sido destruido por fenicios sin escrúpulos que no dejan de pregonar que Baal es el más grande, el señor de la Guerra, y que Melkart y Astarté controlan la vida y la muerte. También hace tiempo en el nuevo Tartessos los sacerdotes de Baal se han dirigido hacia los dólmenes del río de aguas rojas y a otros más arriba camino de la minas, masacrando y haciéndose dueños de los vivos y de los muertos. En la costa, en las factorías de la pesca, maltratan a los pescadores de las arenas y a los nietos de aquellos que dominaron Saltés o a los de las orillas del Anas. Ya el comercio de la mar está en manos de Fenicia y con él todo el mineral que viene de las minas.
Ahora o nunca. Ahora o Tartessos será Fenicia; ahora o el oro y la plata vestirán tronos de los Asirios. Ya no hay esclavos celtas o de allende el mar tenebroso; ya en las minas hay trabajadores de Tartessos fustigados por los látigos de los capataces comprados por el oro de fenicia y el incienso de sus sacerdotes.
Cron espera en una de las barcas junto a diez de sus hombres de confianza, entre ellos algunos sacerdotes vejados en los dólmenes. Van esbozados con capas que los protegen del frío y de ser reconocidos. Un saludo breve y una señal hacen que ya los remos se muevan al compás y que las barcas boguen rápidas hasta la Ribera. Allí nuevos caballos esperan antes de que las luces de la alborada sepan nada. Hay unos cobertizos tierra adentro donde el agua brota en pocillos junto a campos donde crece el mimbre, donde rebaños de cabras han dado leche y parido algún cabritillo para alimentar a ese grupo nutrido de hombres en cuyas manos y mentes está el futuro de Tartessos.
Una gran hoguera ocupa el centro del reducto. Varios sirvientes y guerreros trabajan en organizar el asadero. La noche está aún cerrada, pero a lo lejos empieza el negro a convertirse en gris sobre las lomas del Cebollar donde crecen bulbos picantes que los lugareños usan para hacer sopas calientes o las más lejanas que llaman del Ojo.
Todos se acomodan sobre el suelo. Hay hombres y representantes de los pueblos mineros y de las zonas agrícolas. No faltan sacerdotes de los templos tartessicos, vigilantes sagrados de los dólmenes, videntes, magos y guerreros. Cron toma la palabra y saluda ceremonioso a los asistentes, agradeciendo a aquellos que están preparando la comida. Todos sin embargo miran desconfiados a un joven que no ha sido presentado. Cron comenta que es hijo de Aran al que algunos llaman Antonio y otros Arganio, que es diestro con el arco y que su madre lo instruyó en las lenguas de oriente y las de las orillas lejanas del Mar Nuestro, no lejos de las grandes desiertos de arena de tierra adentro hasta el gran delta del río eterno de los faraones.
Algunos hablaban reposadamente, otros enrojecidos con los grandes vasos del cuello repletos de sangre piden venganza y que se actúe vertiginosamente contra Gades, a quién todo el mundo culpa. Cron matiza los impulsos y propone mandar emisarios al enclave portuario para hablar y tratar con los descendientes de los marinos que el conociera. No faltan insultos emitidos entre dientes y apagados por el vino caliente perfumado con canela de tierras helenas o por las chuletas de los cabritos asados bajo aromas de romero y de tomillo. Los puñales y falcatas esperan lejos de las manos de los asistentes. En un mapa improvisado en el suelo junto a la gran hoguera, Arganio va tomando fielmente instrucciones dictadas por Cron. Deben dirigirse en grupos de a cuatro hacia destinos tan diferentes como los dedos de la mano y allí informar, adoctrinar a otros, al pueblo tartessico, para el ataque final. Todo debe estar bajo control y usar mensajes y contraseñas secretas que abran la seguridad en el anonimato, pero también la colaboración y la organización.
Allí se cuece democracia del más alto nivel, votación a mano alzada, todo está decidido, la opinión más votada es la que habrá que respetar. Hay que hacerse fuertes en los caminos, en las minas, en las factorías de la costa, en los santuarios y en los dólmenes. Saltés tiene que volver a ser la tierra prometida, el templo de Gerión mucho antes de que Fenicia ni siquiera existiera. Saben que cualquier tropiezo significará la muerte en toda su extensión física y espiritual. Los nietos podrían llorar las torpezas de los abuelos trabajando en las minas como esclavos generación tras generación.
Fuera el viento sopla con fuerza lanzando con violencia la lluvia contra las tablas de la puerta y los ventanucos. Nada parece que pueda inquietar aquel momento crucial. El humo, el vino caliente y el vaho se acumulan lentamente en aquella estancia. Algunos de los que allí se encuentran están mareados, su piel se ha puesto blanca y caen desplomados. Con un gesto Cron señala a varios de los sirvientes que trasladen los cuerpos hacia la entrada de la gran cabaña y que entreabran la puerta. Un viento ciclónico lleva agua hasta sus cabezas haciendo que poco a poco recobren el color se sus caras. Todo excepto el tiempo parece en calma. De pronto los caballos se mueven intranquilos, algunos escarban con sus patas e intentan zafarse de algo que se mueve en la penumbra.
Grupos de soldados y guerreros fenicios rodean la cabaña prestos a ensartar con sus flechas al primero que ose asomarse o salir corriendo. Todos se mueven al unísono en silencio. Una gran manta húmeda chorreante apaga la hoguera. La noche aún si cabe está más negra. Todos recogen sus lanzas y falcatas, otros sus arcos y cuchillos. Unos tablones amontonados en un rincón sirven de gran coraza de los primeros que atraviesan la puerta hacia donde el viento sopla con fuerza. Docenas de flechas se clavan sobre las maderas haciendo posible la acción de los rebeldes, otras se cuelan por los entresijos de los tablones y atraviesan las cotas de los hombres de Tartessos hiriéndolos de gravedad. Nuevos tablones aparecen por la puerta de improviso y montan un cerco en cuyo interior se sitúan Cron y sus compañeros. Dentro los que aún no han recobrado la plenitud de las fuerzas esperan su momento.
Algunos fenicios osan acercarse a aquella muralla de tablas que se desplaza hacia donde están los caballos. Llueven más flechas, pero la coraza es firme. Algunas lanzas atraviesan a los soldados fenicios. Los alrededores de la cabaña son un hervidero de lucha y muerte.
Hana está despierta. Sus sueños han sido determinantes. Las noticias inquietantes de los últimos días la han desplazado con Argan a las casas palaciegas del Piedras. De madrugada despierta a Argan y le pide que corra con sus mejores huestes hacia donde está Cron. Él no duda ni por un momento que los sueños de Hana son verdad, sabe de los poderes de su esposa y a galope abandona las lomas de las Tinajeras hacia el norte.
Cincuenta fenicios rodean el fuerte de tablas que Cron y sus valientes han improvisado y sostienen desplazándolo lentamente, mientras otros muchos esperan una señal para atacar. Siguen muriendo fenicios y alguno de Tartessos a travesados por las lanzas de sus oponentes. El viento y el agua amainan. Algunas antorchas caen sobre las pajas del cobertizo anejo a la cabaña que ya arde por uno de sus lados. Dos soldados tartessicos asoman tímidamente sus escudos protegiendo sus cabezas, a lo que una lluvia de flechas responde imperturbable. Uno de ellos se lanza enloquecido sobre los arqueros y logra abatir a tres. Al instante, una cabeza cortada balancea sus ojos, mientras que el resto del cuerpo, asaeteado por las flechas de fenicia se desploma sobre un brazo mágico que se mueve solo. Cuatro golpistas más salen de la gran choza portando un tablón que arde por sus extremos. Alocadamente golpean el frente de arqueros y logran que pierdan su formación de lucha.
Argan ha llegado y ataca por la retaguardia. Nadie recuerda nada igual en las últimas generaciones. Sesenta hombres ponen en fuga a 150 fenicios que uno a uno van manchando de sangre los hollados que esperan las semillas del cereal de tierras tirias. La victoria es impecable, el recuento doloroso. De los que montaban en las barcas río arriba, de los que llegaron a caballo con Argan, la mitad ha muerto. Un breve encuentro es suficiente para que las órdenes sean algo más que deseos y vuelan en grupo de a cuatro hacia su destino, antes de que la noticia de muerte se mueva entre los buitres. El día acecha y hay que galopar hasta donde la esperanza aguarda. Antes de partir entierran a los muertos de ambos bandos. Nadie debe saber, por ahora, lo que allí ha ocurrido; se diría que la mano izquierda debe seguir ignorando a su homónima la derecha, si quiere seguir viviendo.
En cada poblado las mujeres esperan. Han hecho pan, cocido un poco de carne y afilado sus cuchillos. ¡El hambre no puede borrar todo el esfuerzo hecho! La traición de Fenicia ha encerrado a sus hombres bajo tierra forzados por aquellos que quieren oro y si acaso plata. Ya el cobre es menos importante, aunque sin cobre no hay bronce  y sin bronce no hay comercio ni hay vida. Por la noche en cada poblado asaltan al cuerpo de la guardia fenicia y al mismísimo silencio. Nada es tan verdad como aquello de a quién hierro mata a hierro muere. Las factorías de la costa sufren el embate de las olas y la furia de los indígenas de Tartessos, de los guerreros de Saltés que quieren seguir disfrutando de los que es suyo. Muchas embarcaciones arden fruto de los ataques de los lugareños que juegan a ser soldados y a guerrilleros.
El pueblo ruge en las plazas. Todos tienen en mente luchar por la libertad perdida hasta la muerte. Fuego y hierro. Nada es bastante ahora. Las noches son eternas. Ya no quedan guardias para proteger ni defender. Las puertas están solas pidiendo que alguien las abra, para poder pasar o huir, para morir matando lo mismo da ser de uno u otro bando. La crueldad se hace pasto de los mortales.
Astarté, Melkart, Baal tendrán que esperar para desplazar a las deidades del reino de Tartessos, aunque ¡oh paradoja! ya tiene su hueco desde centurias en el alma y la vida de muchos de Tartessos. Fenicia-Gades se afana en poner orden, pero muere en manos de un pueblo que cree en sí mismo porque respeta su libertad y su grandeza. Van cayendo una a una las ocupaciones de Fenicia. Tartessos sigue siendo Tartessos en el mundo conocido, al menos por otra centuria. El horizonte está limpio y la esperanza es contagiosa. El pueblo ha hecho posible que Cron ahora sea inmortal y que su nombre resuene en los altares y en las casas de Tharsis, de las colinas Tinajeras, de Saltés, del lago Ligustino. Una a uno cada poblado, cada dolmen, cada palacio, cada boca de una mina bendice el nombre de Cron y de sus valientes que supieron poner freno a fenicia y a su enclave rico de Gadir. Nada es ya tan verdad como aquello que hace que Tartessos sea un reino donde la democracia y la libertad es la razón de su existencia. Tiro y sus hijos de Gades deben rendir también homenaje a un pueblo vecino y vencedor que sabe lo que es morir luchando por sus ideales y por su propia descendencia.
Mientras en medio de la victoria y la alegría, unos ojos lloran por Arganio, al que muchos regalan en tumbas imaginarias tesoros durante generaciones, haciendo posible el dicho de que vivió 300 años. Muchos ya sueñan que Arganio volverá y será un gran jefe y hará de Tartessos la nación inmortal.


Madrid, diciembre de 2018.  Yendo y viniendo de Bilbao.


miércoles, 9 de enero de 2019

Phenicia y Tartessos (Tartessos III)


No escasean pequeñas barcas que afloran de otras tierras con remeros de pieles curtidas, que hablan otras lenguas, pero que buscan aventuras, amor, libertad, comerciar y aprender de lo que otros puedan enseñarles. Cron que ya ha vivido muchos más equinoccios y ceremonias del agua que dedos tiene entre sus manos y pies, decide partir hacia levante comandando una flotilla de diez barcos dotados de velas triangulares y remeros. Le han dicho que allí, a una luna de crucero con vientos favorables viven hombres que llegaron de muy lejos, de donde el Sol levanta, muchos hombres con narices aguileñas que viven del trueque, pero que conocen de la magia del fuego y de las serpientes, que tratan con un material al que llaman Alabastri. También conocen de una masa mineral que caliente puede estirarse y formar placas transparentes que te aíslan del frío y del viento y que reflejan los rostros como lo hace el agua de los charcos cristalinos. Esos hombre dominan el cultivo de nuevas plantas y de nuevas masas para hacen un pan más blanco, más tierno, más nuestro de cada día. Queda Saltés bajo la custodia de Tonio y de otros hijos de Argán y Hana y de aquellos que fueron bendecidos por las aguas fluorescentes durante las ceremonias de aquellas noches de verano.
La sequía ha hecho estragos. Chan ha muerto y con ella otros muchos. Una terrible epidemia de ratas y bubones ha matado a miles de almas junto a los grandes arenales, donde ciervos y grandes gatos de orejas pinceladas viven atardeceres enrojecidos por el sol que se esconde donde el mar termina con la tierra. La epidemia avanza y la muerte arrasa. Aguas pestilentes han envenenado los pozos y Saltés está sedienta. La peste avanza por doquier. Saltés ya no es Saltés, ya es tierra peregrina de Tartessos. Sus palacios y templos están siendo pasto de la arena que el viento hiciera de las rocas y del silencio que arrastra lodo y veneno. Llegan temporales o grandes maremotos que enterrarán por milenios tus secretos.
Muchos, los más poderosos se mueven más allá, a dos-tres día de camino por la costa hacia una zona donde el mar canta sus miedos cada noche. ¡Aquí murió la sordomuda, la que interpretaba los signos y hacía vocablos y palabras con sentido, la que escribía sobre tablillas de arcilla y sobre telas con plumas de aves impregnadas con tintes de colinillas, aquí vivieron los brujos impensables! –se oye al viento susurrar cuando cambia la marea.
Van llegando navegantes desde aquellas tierras de levante, atraídos por el juego del oro y de la plata y la magia del trueque y el comercio. Crece Tartessos. Allí en aquellas costas se desarrolla una actividad frenética que une a los moradores de la costa con nuevas costumbres, nuevos dioses, nuevas forma de vivir y sentir.
Muchos trabajan en una epopeya digna del que abriera la puerta del Sinus Atlántico. Allá junto a los grandes arenales, han excavado un canal de 70 estadios de largo, un brazo del río permite que los barcos de este imperio metalúrgico se muevan seguros, al abrigo de las tempestades hacia el gran lago Ligustino. Surgen pequeños astilleros, laboratorios de nuevas formas que cruzan el mar con avidez y que son capaces de transportar mercancías y hombres. Estas nuevas embarcaciones resisten el embate de los vientos embravecidos que antaño tragaban sin descanso lo que osaba enfrentarse a los deseos de los dioses. El gran lago ya no es tan profundo. El agua queda retenida en las grandes plantaciones de cereales que los tirios promovieron hace tiempo.
Vuelve Cron con sus hombres después de muchas lunas. Han pisado tierras lejanas, la otra orilla del gran mar interior que crea Sinus inmensos, donde todo es nuevo. Han vivido estaciones de fructíferos intercambios, de acuerdos victoriosos. Vuelve el druida, el mago, el descubridor a la llamada de la tierra de Saltés que ya no existe, a las suplicas de Chan, que envejeciera hasta morir de tanta ausencia de caricias y de palabras amorosas en el eco del oleaje suave del estuario, o a los gritos de sus hijos que no saben cómo esperarle en los nuevos palacios de Tartessos junto a los grandes arenales, no lejos de la marismas, de los ciervos y linces que pintan atardeceres con los pinceles de su existencia.
Viene rodeado de otros hombres, de otros barcos que en número de medio centenar abren caminos sobre el mar y dejan sus huellas en la tierra. No sólo llegan guerreros, también aventureros, turios que traen presentes, figuras de alabastri, piedras zoomorfas cubiertas con plata y oro, conchas, collares de colores, peines, anillos, pendientes. Un oleaje fuerte los desplaza de la ruta prefijada. Se diría que el mar quiere recuperar lo que hace varios milenios le fue robado.
Cron y sus compañeros de viaje amarran sus barcos a media jornada del Ligustino frente a un espolón grande y ancho que la tierra clava en el mar y que cada año crece junto a nuevas islas de arena. Saltés, si es que vive no estará lejos, dos días de crucero, quizás menos, pero aquí frente al espolón de tierra hay agua potable, animales, abrigo -piensa Cron. Estos nuevos hombres son ágiles con las manos y las ideas y crean imposibles y creen en ellos. Ya nacen viviendas hechas con adobes y piedras traídas de los montes cercanos, donde llueve abundante el agua y las ansias y las lunas. Ya aparecen nuevas calles y mercado y templos. Un gran puerto que mantiene una relación indudable con el mar interior y con los grandes ríos mineros, bulle aún más vivo que Saltés. Nuevas minas repletas  cobre y de metales preciosos están incluso más cerca. ¡Tartesos-Gadir, no se ha hecho esperar!
Phenicia y Tartessos, juntas, avanzan con un andar imparable. El intercambio es certero, una nueva lengua nace y con ella una forma de escritura. Nadie sabe quién enseña a quién. Ya existían grafos similares sobre las piedras de los dólmenes, en los dinteles de los palacios, en los ajuares de los druidas y santones a los que usan ahora los fenicios que comercian con el marfil y con el vidrio. Nuevas letras junto a las antiguas aparecen en el habla de Tartessos. Todos aprenden.
Un nuevo enclave se abre mirando a las Columnas que sostienen al viejo mundo y a su mar interior. Desde Tiro, Egipto, Babilonia, nadie duda que allá en el Sinus Tartéssico junto al Sinus Atlántico, se oyen las voces del comercio y la riqueza. Cuentan los viejos del lugar que Salomón es ya el gran socio de Tartessos. Dicen que las naves de este Rey ya no buscan a la diosa de Java, que vuelven a Israel cada 3 años cargadas de oro, marfil, monos y pavotes.
Llegan los comerciantes a los poblados que se asientan a una y otra orilla del río Anas, suben hasta las fronteras del país de los cynetes, acercándose a las zonas mineras y al peligro de los Celtas que acechan más arriba. Llegan seguros hablando de sus dioses, de los pequeños botes y figuras de paños y telas de colores vivos e inmejorables. Muchos allí se quedan. Otros prefieren nuevas zonas de la costa. Sobre un cerro magnífico construyen un templo consagrado a la diosa de los infiernos. Está este templo sobre una gruta oscura donde moran los diablos. A su lado se abre en el estuario de Saltés, otra ciudad vibrante, que esconde en sus tempos dioses antiguos, más antiguos que los que veneran los íberos. Debió ser aquel terremoto que abrió la tierra muchas generaciones atrás y que se tragó pueblos enteros; o la lluvia que drenó y taponó con barro durante cuarenta días con sus noches antiguos lares y templos y sacerdotes, lo que escondió el secreto de sus ídolos durante milenios.
Los comerciantes cruzan el lago Ligustino en sus barcas con sus velas triangulares desplegadas llevando miles de aventuras y mercancías hacia nuevos poblados, buscando nuevos nichos. Promueven allí, nuevos cultivos, colonizaciones agrícolas intensas que hacen que el nuevo Tartessos sea una mezcolanza inigualable de poblaciones autóctona y aláctonas. Sin embargo crece Fenicia y crece su poder y ambición junto al Sinus Tartessius. Los reyezuelos se hacen poderosos, autoritarios en sus polis, olvidando a sus pueblos y a los que allí moran.
Nacen leyendas que hacen de sus jefes dioses, de los hijos de los jefes, también dioses. Nació del vértigo un niño siamés con dos cabezas y ya la gente cuenta que porta tres, que se llama Gerión y que domina las mentes y los sexos y que será el señor y padre del destino de Tartessos.
Vuelan los mensajes de ida y vuelta dejando improntas en los ríos y nuevas palabras y símbolos de escrituras. Pero también vuelan malas noticias sobre Tartessos: pueblos del Norte y piratas que llegan en sus barcos también acechan.
Desde el río Anas hacia el estuario de la antigua Saltés, a lo largo de un acantilado de cuarenta metros, se instalan torres vigías. Son muchos los que quieren hacerse dueños de la riqueza que Saltés antes y ahora Tartessos tiene y controla. Un río marcado con piedras, que hacen difícil su navegación, delimita la frontera de los cynetes del oeste y con el territorio de los de Tartessos que se extiende más allá de la punta donde las columnas sostienen el cielo y la boca del gran mar nuestro que baña las costas que ven nacer el sol cada mañana. Este cauce que arranca no lejos de unas minas lleva sus aguas hacia una ciudad amurallada, donde hay barcas en lo que los lugareños llaman La Ribera, para luego bañar a los Cerros Tinajeros y a otras lomas donde crecen almendros silvestres, higueras, donde pacen tranquilas piaras de cabras, junto a viejas factorías donde se conserva el pescados y se obtiene los mejores aliños mezclando el zumo de sus tripas con el de plantas de los montes, tomillo, romero y jugo oleoso de las frutas de Acebuches.


domingo, 6 de enero de 2019

La ceremonia del Agua (Tartessos II)



Los días pasaban rápidamente. Cron ganaba en estima entre los hombres y mujeres del poblado. Era un cazador consumado, conocía las artes de la pesca en el río, había aprendido bien las artes de ganadería y agricultura y para colmo era capaz de vivir en armonía con dos mujeres en donde ya todos consideraban que era su casa. Se sucedían las estaciones. En verano las familias con sus hijas núbiles, prestas a ser preñadas, debían visitar al dios del agua para asegurar que sus fluidos las hicieran fértiles.
Se acercaba el solsticio de verano. La diosa de la noche, la gran luminaria a la que llamaban Luna brillaba majestuosa como nunca en el horizonte. Tenía una cara que no paraba de sonreír. Aquella noche Hana tuvo su primera regla. Todo parecía indicar que la vida se abría camino y llenaba de felicidad aquel hogar. Perro también había encontrado una compañera con la que había tenido descendencia. Aquella pareja y sus cachorros habían salvado varias veces con sus ladridos al poblado del ataque de lobos hambrientos.
Una gran comitiva se dirigía hacia el mar, despacio. Al frente iba Cron, cuyos sabios y vigilantes pasos aseguraban caminos libres de bandidos y de las trampas que aguardaban a los animales. El viaje se hizo largo ya que a las jóvenes también les acompañaba el ganado, algunas mujeres embarazadas y el deambular inestable de los ancianos y “barrigas verdes”. Se diría que se estaba produciendo una diáspora y que sólo los desahuciados quedarían en el poblado junto a unos pocos guerreros.
Muchas historias circulaban entre los peregrinos que decían que se dirigían hacia un lugar inmenso donde vivían muchas personas y donde existían muchos puestos en las calles donde se vendía y compraba de forma compulsiva. Algunos de los que ya conocían Saltés susurraban, por tres veces, el nombre de Argán el pacificador. En un alto en el camino, un parlanchín a voz en grito recuerda que todos bendecían el día en que el enviado de los dioses, llegara en barco desde donde nace la aurora, trayendo nuevas ideas, nuevas semillas, nuevos animales.
Sí –decía, llegaron Argán y sus hombres atraídos por los minerales de tierra pero también atraídos por las bellezas de las mujeres de esta tierra. Marcharon oliendo la tierra hacia donde nacen dos ríos: uno de color rojo, y otro junto a las minas de un poblado que llamaban Tharsis, donde brillaba el mineral amarillo que encierra cobre y pequeñas trazas de oro y plata. Luego los dos ríos se abrían en brazos e islas para desembocar casi juntos en Saltés donde el tiempo era luminoso y agradable, no envidiando en nada al mismísimo paraíso. También comentaban que no lejos florecían otros poblados junto a un gran lago donde llevaban sus aguas otros grandes ríos, donde Argán también fue feliz y sembró la felicidad.
Algunos viejos casi ciegos recordaban en una salmodia cansina que Argán se había desposado con una indígena, la cual falleció en el parto de un niño, al que pusieron también Argán y al que debían guardar respeto durante generaciones. También rezaban aquella salmodia que el destino había sido implacable con el que les había dado la felicidad, ya que provocó su muerte en una travesía costeando hacia las islas lejanas del Gran Norte a la búsqueda de unas piedras de las que obtenían un mineral que llamaban estaño.
También el parlanchín decía ansiosamente que en Saltés había mucho ganado y pesca abundante, que Saltés y su vecina la ciudad sin nombre, donde había un gran templo dedicado a un dios de otras tierras, proporcionaban comida en abundancia.
No paraba de relatar. Cron, Chan y Hana prestaban toda su atención. ¡Peregrinos, escuchad a dos tres días de camino, junto al gran mar de agua salda existe un lago que se extiende hacia levante, donde viven los dioses de los dólmenes, donde florecen espigas enormes y frutas exquisitas! Nadie se ponía de acuerdo relatando donde había más actividad mercantil. Unos comentaron que en las costas junto a un gran río florecía otra Saltés.
Un sacerdote que acompañaba a la comitiva dijo: Allí se mueven las dunas taponando pequeñas lagunas que impiden el camino de un brazo de río hacia el mar. Es un brazo de agua de unos 70 estadios de largo, donde las más bellas mujeres se bañan llenando de purpurina las escamas de peces mágicos y agarrándose a las aletas de los grandes peces que se dirigen hacia el interior del gran mar, hacia tierras lejanas de levante. Ese brazo une el mar con el lago Ligustinus y separa el nuevo Tartessos del antiguo. Allí –culminó su relato el sacerdote, poniendo voz de trueno, hace muchísimas generaciones vivieron unos brujos que mataron a todo un pueblo y por las noches el agua canta el recuerdo y las olas del mar mueven la arena tapando cada día más las ruinas de aquel pueblo con este poema
Desde el horizonte del mar,
Una ondulación avanza, se quiebra.
La ola gigante intentará sin cesar,
recuperar para el agua
la primera tumba del planeta

Después de un día de marcha por las marismas, a lo lejos, rodeado por brazos de agua, se divisó un poblado enorme donde la actividad era febril. Algunos, los más viejo ya habían estado en aquella tierra a la que llamaban Saltés. En las proximidades del gran poblado grandes rebaños de vacas y toros custodiaban sus laterales obligando a todos a dirigirse hacia la puerta del recinto. Unos vigilantes se acercaron a la comitiva y a voces preguntaron por el guía o jefe de aquella peregrinación. Cron se adelantó junto a unos ancianos y se identificó como Jefe y les comentó que se dirigían hacia el gran poblado para pasar allí la noche y después irían al cercano mar para participar en la ceremonia del agua.
El poblado estaba dividido en áreas o zonas destinadas a los diferentes oficios. Hacia levante se situaban los agricultores, en el sur los pescadores, al norte los ganaderos y a poniente los que trabajaban con telas y con fuego. Cerca del borde del agua, Cron observó un edificio peculiar que estaba rodeado por enormes piedras que le recordaron las que viera junto al dolmen varias estaciones antes del gran terremoto. Aquellos litos gigantescos parecían apuntar fielmente hacia la tierra de los “barrigas verdes”, hacia poniente, levante y hacia mediodía. No dudó ni siquiera un momento que aquellas grandes piedras servirían para marcar de forma certera, el cambio de las estaciones. Cerca, en el borde del agua, unos grandes troncos clavados en el cieno permitían que las canoas y otras embarcaciones se acercaran a tierra trayendo pescados y mariscos desde aguas vecinas, pero también cantidades ingentes de minerales que se encontraban río arriba a dos o tres jornadas de marcha.
Unos tambores señalaron de forma trepidante que los peregrinos debían apresurarse y presentarse junto al edificio de las piedras enormes al gran guardián, al gran jefe de Saltés, para pagar sus tributos antes de participar en la gran ceremonia. La luz del sol poniente teñía de rojo los cuerpos de los peregrinos y de los guardianes de la ceremonia haciendo el momento irrepetible. Hana miraba a todas partes aprendiendo rápidamente qué hacer y cómo moverse por aquel gran poblado. Los peregrinos de la ceremonia del agua esperaban aquel momento mágico que bendeciría a su descendencia por generaciones. Muchos plantaron sus tiendas a las afuera del gran poblado, mientras que otros fueron acogidos en viviendas hechas de adobe por familias sin hijos; los menos, durmieron a la intemperie debajo de tiendas improvisadas con palos y ramas junto a troncos de encinas, pinos y alcornoques.
Aquella noche se desató un viento huracanado que procedía del mar. La tarde había ido oscureciéndose paulatinamente. Al llegar la noche se abrieron los cielos y empezó a llover torrencialmente. El aparato eléctrico era escalofriante, al diluvio se sumaba la pleamar con un altísimo coeficiente por la cercanía de la Luna llena en sinfonía con miles de rayos que iluminaban a fantasmas del templo erigido a un dios de los pueblos que se acercan desde afuera. Y que algunas noches vocifera con voces de truenos profundos haciendo enfadar a los que arriba también habitan.
Llovió toda la noche de forma tan intensa que bajaban torrentes inmensos de agua desde la tierra de los “barrigas verde” arrastrando hacia el mar a todo lo que se ponía a su paso. Amanecía cuando el torrente arrancó de sus ataduras a varias tiendas que se precipitaban hacia el mar junto con sus dueños. Algunos lograban agarrarse a duras penas a raíces y a troncos de árboles. En la orilla del mar una anciana se debatía moviendo desesperadamente sus manos para no hundirse, mientras que un niño de corta edad era absorbido por el remolino que creaba el torrente de agua y barro que procedía de tierra adentro al entrar en el mar.
Cron y Hana se movieron con rapidez al oír las llamadas desesperadas de los que quedaban en manos del destino más cruel. El padre vació de agua una canoa sumergida e improvisó un remo con una rama y un paño. Volaban sobre el agua para recoger a los luchaban contra la resaca y el remolino. Hana, recordando las enseñanzas de la sordomuda frente a la desesperación, el miedo y lo desconocido, se tiró al agua y nadó con fuerza a la espera de poder rescatar al niño. Tras largos momentos de incertidumbre lograron sacar del agua al pequeño, aunque la mujer pereció ahogada. En su esfuerzo, Hana había recibido un corte profundo en su mano izquierda con la concha de unos moluscos, que allí llamaban ostiones, y sangraba copiosamente. Cron aplicó algunas algas sobre la herida de Hana y las cubrió con una tela que ató fuertemente a la muñeca para evitar que pudiera desangrarse.
El día se levantó radiante. El verde exuberante de los prados, moteado con algunos animales muertos, contrastaba con el azul amarronado de los esteros. Decenas de cabezas de ganado hacían justicia con lo que se decía de la riqueza y opulencia creciente de Saltés, tan diferente del poblado río arriba o los que ellos conocieron muchas estaciones atrás en la costa y en las proximidades del dolmen.
Sonaban de nuevo las grandes bocinas avisando que se acercaban momentos decisivos. Algunos guardianes armados formaban líneas paralelas delante de una plataforma de tierra de muchas brazas de extensión. En uno de los lados habían colocado sobre grandes soportes de madera una gran tarima, que aparecía cubierta con paños de colores muy vistosos. Una comitiva de guerreros caminaba protegiendo pomposamente a un anciano y a un joven que por los vestidos y calzados que llevaban debían pertenecer a la más alta jerarquía.
Todos hablaban del acto heroico realizado por una muchacha muy joven y esbelta y un hombre dotado de agilidad, destreza y buen hacer ante el peligro. Las bocinas volvieron a sonar con más fuerza que nunca. Las barcazas apostadas junto a la orilla de Saltés devolvían el saludo. La multitud rugía impetuosa. Los guardas se movían entre los peregrinos buscando a los que habían arriesgado su vida para tratar de salvar a la mujer y al niño. En una tienda instalada de forma precisa, en una zona elevada y de difícil acceso para el agua de los torrentes, encontraron a Chan con su hijo pequeño, a Luz embarazada y a Cron y Hana. Todos fueron conducidos con respeto hacia donde se encontraba Argán y el druida. Después de cruzar una gran puerta de madera, accedieron a un corredor que terminaba en una escalera de piedra que ascendía hacia una terraza abierta al mar y desde donde por las noches se admiraba a las estrellas del firmamento. A uno y otro lado de la terraza aparecían lujosas habitaciones aisladas por telas vaporosas que, cubriendo ventana y puertas, mantenían alejados a los mosquitos que se saciaban con la sangre de los peregrinos.
                En el edificio todo fue mágico. Los ojos de Argán se cruzaron con los de Hana, mientras que el druida, un sacerdote y Cron intercambiaban oraciones y presentes. La pasión hizo estragos en los jóvenes que desde aquel mismo momento se juraron con sus almas amor eterno que no les dejaría hasta la muerte.
La gran noche llenó Saltés. Un número infinito de estrellas inundaban el firmamento de Tartessos. Pequeñas olas dejaban entrever regueros fluorescentes de algas microscópicas que se pegaban a la proa de los barcos y a los cuerpos de los que se iniciaban sumergiéndose en las aguas tibias del océano. Llegaban regueros de peregrinos. Primero las mujeres núbiles, después las mujeres embarazadas, luego las ancianas. No lejos en otra línea iban entrando en el mar los mancebos, los casados, los ancianos y en medio de las dos líneas Argán y el druida, seguidos de Hana y Cron.
Sonaron las bocinas y llegó la magia y la pasión. Los cuerpos se enredaban en la orilla, se diría que el amor creaba cíclopes acercando los ojos de los amantes. Los cuerpos y los sexos se hacían aún más hermosos cubiertos por la fluorescencia incandescente de la noche. A tres días de camino, junto al dolmen, se encendían luces en el huevo cósmico.
Noviembre de 2018

jueves, 3 de enero de 2019

Los barrigas verdes y la fiesta del agua (Tartessos I)



Chan y Cron se miraban atónitos. Habían transcurrido doce años desde que el destino los atrapara en aquella habitación cuyas paredes eran redondeadas y en donde no había ni un solo adorno, solo luces de colores que parpadeaban de forma continua. Aparecían y desaparecían símbolos que les recordaron algunos que vieran en la pared de la choza de la sordomuda, pero sobre los que nunca se atrevieron a preguntar. Flotaban abrazados dulcemente y se besaban. En el otro extremo del habitáculo Hana abrazaba a su perro y le decía cosas al oído. Perro movía intensamente su cola. Cron se movió hacia Hana y recordó todo lo sucedido durante aquellas estaciones. Miles de escenas se sucedían una tras otra. El abrazo primero, la cópula inolvidable, la puerta que los succionó hacia el interior, la vida junto al río, la gran extensión de agua, la canoa, la sordomuda, su primera hija, la pesca, la huida, los perros asilvestrados, la tierra que se tragaba a los guerreros…. y de nuevo el Gran Huevo.
Se movió somnoliento y posó su mano sobre una luz que tintineaba. Las líneas de luces se detuvieron por un momento en aquel holograma y nuevas figuras aparecieron en la pantalla virtual. Poco a poco Cron fue cautivado por el sueño. Los otros tres seres queridos dormitaban ingrávidos en un ambiente dulce, templado, donde todo era nada. Estaba sobre el suelo, estrechando entre sus brazos a Chan, cuando despertó. Tenía hambre y ya no flotaba. Su cerebro había sido visitado por muchos duendes durante su sueño profundo. En el display virtual aparecían nuevos signos incomprensibles. Coordenadas terrestres: latitud 37,420; longitud -6.856, calendario solar A19B600385CD, año terrestre 1150 a.C. Después empezó a aparecer información del mundo exterior, composición del aire, temperatura, velocidad del viento, humedad. Nuevos dígitos informaban de lo sucedido en los últimos 1200 años. Un gran maremoto muy cercano, erupciones volcánicas, terremotos de enorme intensidad habían desplazado el polo magnético ligeramente desde la última vez que el Gran Huevo se pusiera en marcha. Todo era incomprensible a sus ojos. Perro se sentía seguro y permanecía acurrucado junto a su dueña. Ladró suavemente al ver como la pareja de adultos se movía por el habitáculo despertando a Hana que se incorporó. Los símbolos captaron su atención. Se parecían algunos a los que le enseñara a leer su maestra, la sordomuda. Aparecían juntas e identificó algunas palabras y números: Dolmen, lago Ligustino, Saltés. Otras le resultaron desconocidas, pero no sabía cómo podrían pronunciarse. Padre e hija se miraron despacio y se hicieron aún más cómplices. Hana le relató que no estaban lejos de donde había ocurrido el gran movimiento de tierra que dejó visible al Gran Huevo. Despertaron a Chan y le comentaron lo sucedido. Un botón se activó y se abrió la puerta invisible, surgiendo de nuevo la plataforma flotante. Casi imperceptible les invitaba a salir del huevo. Todo era casi idéntico a lo ocurrido hacía once años, cuando se amaron profundamente. Recogieron sus enseres y abandonaron despacio el gran huevo.
Una mirada atrás y les pareció perfecto: blanco como los pequeños cristales salados que se formaban junto al mar cuando el agua desaparecía después de varios días por el calor. De nuevo se repitió la escena de hacía años: el fango tragaba rápido al gran huevo. En muy poco tiempo ya había desaparecido cubierto por una capa de tierra seca.
Caminaban silenciosamente. El paisaje era similar al que él recordaba del día anterior cuando se vieron sorprendidos por el terremoto, aunque junto a sus viejas conocidas las encinas había unos árboles de gran porte plagados de unas bolas negras pequeñas aceitosas.
Como a cinco tiros de piedra les pareció ver al dolmen. Casi todas las piedras del exterior habían desaparecido y una capa gruesa de tierra cubría la mayoría de sus paredes dejando casi oculta la entrada. Se acercaron despacio. Una gran piedra tapaba la boca del recinto.
Un tan-tan lejano les puso alerta. Decidieron moverse hacia poniente. La tarde se acercaba cuando grandes extensiones de gramíneas se abrieron delante de sus ojos. Algunos seres de orejas largas salían de sus madrigueras a oler la tarde y mordisquear tréboles y otras plantas, algunas de ellas totalmente desconocidas para sus ojos. Cron buscó un lugar propicio para hacer fuego. Preparó lo necesario y movió vertiginosamente un palo de algo más de medio brazo de longitud hasta que empezó a humear. ¡Cuántas veces había hecho aquella ceremonia que le conducía a crear el fuego salvador! Comieron conejo hasta quedar ahítos. El sueño les cubrió y recordó todo lo que incomprensiblemente había sucedido durante la última luna.
Los primeros rayos aparecieron en el horizonte. Recogieron raíces de sabor dulce y unos saquitos de aquileas y manzanilla. Le dolía una mano y recordó, por la sordomuda, que aquella planta acallaba a los duendes que desde dentro del cuerpo clavaban pequeñas agujas produciendo pinchazos dolorosos. Un río apareció tras una colina. Sus aguas viajaban hacia el sur, perpendicularmente a poniente.
Un gran rato de marcha les llevó a un gran poblado en el que el ruido bullía entre unas chozas extrañas unas junto a otras, que por grupos delimitaban pequeños caminos que desembocaban en un gran redondel en el centro del poblado. Aquellas ya no eran chozas como las que él conocía. Sus paredes parecían más firmes y echas con un material del color de la arcilla con la que algunos en el poblado de la costa hacían vasijas para contener agua. A fuera muy cerca, algunos animales permanecían reunidos entre grandes palos que formaban un cercado. Le llamó la atención la presencia de unos animales de grandes ubres que daban leche y carne y se parecían a los que él llamaba cabras, pero tenían una piel ensortijada, eran blancos algunos, otros rojos pero siempre menos inquietos. Mientras miraba oyó hablar a dos hombres que portaban en su mano derecha unos palos largos oscuros, semejantes a los palos de caza, pero que terminaban en una punta oscura y en su mano izquierda un disco grande que brillaba. La jerga no les resultó totalmente desconocida. El saludo era similar al que oyera en el recinto sagrado antes del terremoto pero algo menos gutural. Lo ensayó para sí. En voz muy baja y por señas indicó al resto de la familia que guardaran silencio. Hana hizo lo mismo con su perro, que la miraba atentamente con su único ojo.
Como a dos tiros de piedra de donde estaban guarnecidos, observó que dos mujeres, vestidas con pieles y telas de diferentes colores, arrastraban unas ramas delante de una puerta cubierta por una tela gruesa, desplazando hojas y ramas que el viento había movido durante la noche. Tenía que encontrar algo para Chan y Hana, ya que su aspecto actual, sería pasto de miradas y preguntas inquisidoras. Miró a un grupo de hombres que se encontraban en la encrucijada de dos pequeños caminos que terminaban en el amplio redondel entre las viviendas. Dos de ellos intercambiaban enseres por una cabra vieja. Le pareció ver largos cuchillos curvos hechos del material de la punta de sus flechas ajustados a palos largos, raíces, peces de río, una red. Estrechaban sus manos en señal de acuerdo, mientras los otros parecías estar de acuerdo con el trueque moviendo de arriba a abajo sus cabezas.
Se alejaron un poco, la plazuela se llenó de gente, unos traían raíces, otros semillas, frutos y frutas que él no conocía pero que la gente tocaba y cambiaba por objetos y alimentos. Cron pensó que las pieles que vestía, aunque eran más cortas, no parecían muy diferentes de las que portaban los hombres vigías apostados a la entrada del poblado, así que se dirigió a una de las mujeres que ofrecías telas cosidas formando una especie de vestido, portando raíces dulces, y dos saquitos de flores de manzanilla y aquilea. Saludó como mejor pudo y tocando las telas mostró lo que llevaba. La mujer, lo miró de forma inquisidora y accedió al intercambio. Aquellas ropas servirían para que Chan y Hana pudieran moverse por el poblado sin demandar excesiva atención.
Mientras que Chan y Hana se vestían con las nuevas ropas y guardaban sus vestidos cortos de piel, la plazuela se llenó de gente. En grandes sacos unos traían raíces, otros semillas, frutas y frutos que él no conocía. La gente las tocaba, olía y las cambiaba por objetos y alimentos. Vio como una mujer daba un montón de frutas y objetos planos del color de la arcilla a cambio de un conejo vivo. Este hecho le pareció curioso y no entendía que nadie se prestara a tales intercambios. Tendría que aprender los secretos del trueque y el valor real de las cosas; él sabía recolectar drupas y bayas silvestres y no había animal de orejas larga que se le escapara. Era verdad que las frutas que él veía eran mucho mayores que las que conocía.
Tenía que probarlas. Con disimulo, Cron registró la bolsa que colgaba de su cintura. Dos piedras doradas aparecieron entre sus dedos. Las miró cuidadosamente y las guardó lejos de posibles curiosos y prefirió esperar. Cuando vivía en las tierras de los pescadores, estas piedras amarillas eran muy apreciadas. De aquí sacaban los que trabajaban con el fuego láminas que no se oscurecían jamás y que modelaban en forma de aros, para que los más potentados los llevaran. Ya se enteraría de lo que realmente valían. 
Se dirigieron a la plazuela. Todos sintieron curiosidad al ver al hombre que había estado haciendo el trueque junto a una mujer joven y guapa y una chica que mostraba su adolescencia. Todos creyeron que eran caminantes que se dirigían hacia el Sur, hacia la costa. Una mujer le ofreció a Chan una fruta redonda rajada para que la probara. Se quedó extrañada. La miró sin saber qué hacer. La mujer le dijo por señas que abriera la fruta con los dedos haciendo fuerza. Chan remedó a la mujer y la fruta se abrió toda llena de pequeños granos rojos que incitaba a probarla. Un sabor profundo agridulce le llenó la boca. Cron sacó una piel de conejo de su zurrón que usaba para taparse las orejas en tiempo de mucho frío y se la ofreció a la mujer. Ella reusó y miró de nuevo a Chan e intuyó que estaba embarazada. Señaló a su barriga y Chan movió la cabeza afirmativamente. Luego miró a la niña y al momento se vio encandilada. Movida por hilos invisibles dejó su puesto de frutas e invitó al trio y a su perro que le siguieran hasta su vivienda.
La escena le recordó a Chan la de años atrás cuando fueron acogidos por la sordomuda, en la costa. Unas esteras cubrían el suelo. La “cabaña” era mucho mayor y más resistente que las que ellos recordaban de su antigua tribu y la que habitaron junto al gran mar salado. Tenía incorporada una zona donde se podía asar y cocinar. Unas telas separaban ambientes. Les ofreció agua y les señaló los utensilios de cocina por si querían cocinar algo. Chan miró una especie de cazo metálico fuerte con un mango que contenía un líquido grasoso en su interior. Ella deletreó la palabra freír, esbozó una sonrisa y empezó a hablar. Hana la miraba atentamente y memorizaba palabra por palabra, frases enteras. Después de un buen rato de escuchar a la mujer Hana se dirigió a ella y le comentó que venían de lejos, que una gran tragedia había asolado a su poblado y que buscaban un lugar donde asentarse y poder vivir. Cron y Chan se miraban absortos sin entender bien lo que allí ocurría. La mujer dijo que se llamaba Luz del Día y que vivía sola, pues el último invierno raptó la vida de sus tres hijos y compañero.
Sacó ropa para Cron y cubrió el cuerpo de Chan con un vestido de colores vivos. Hana se vistió con una túnica corta que los muchachos de ambos sexos usaban hasta convertirse en hombres o mujeres después de abrir mucho sus ojos y dar las gracias en el habla de la tierra de los pescadores mientras abrazaba a Luz del Día. La mujer le contestó con unas señas. Hana creyó ver en ella rasgos que le recordaban a los de Ave Rápida, la sordomuda, cuando le enseñaba secretos junto al fuego.
Todos en el poblado observaban como crecía el interior de Chan y como la viuda asediaba con regalos continuos a Cron a quien llamaba Onio. Su apasionamiento por él crecía día a día. Por las noches interrumpía el abrazo de los esposos acurrucándose sobre la espada de Cron buscando sus atributos. La hospitalidad de Luz del Día era pagada por con creces por Cron noche a noche. Nada de aquello parecía extraño en aquel poblado donde muchos hombres tenían dos o más esposas y era una bendición tener muchos hijos.
Había llegado el calor y Hana apuntaba ya maneras de mujer. Ya bajo sus ropas los pezones sugerían que pronto podrían ser fuente de leche, aunque sus caderas todavía recordaban a las de las adolescentes. Varios chicos la deseaban fervientemente, pero era tabú tocar a las hembras que no habían tenido la menarquia y más aún s no había un acuerdo de ayuntamiento o boda entre las familias.
Las bocinas habían anunciado días atrás que el Dios Sol ya les visitaría cada día más temprano, durante más tiempo y con más fuerza. Se decía que lejos a tres días de camino en las montañas habían encontrado grandes vetas de mineral amarillo.
Chan ayudada por otras mujeres del poblado había tenido un niño grande que llamaron Tonio. Luz de Día también había quedado embarazada hacía 4 lunas, cuando los dioses del día y de la noche equilibraron sus fuerzas. Cron era muy querido por todos, pues contribuía a que reinara la alegría y la concordia en el poblado y los dioses recompensaban con nuevos miembros a la tribu para perpetuar su existencia. Tonio crecía sano protegiendo su madre la cuna con unas telas suaves que evitaban el ataque por las noches de los mosquitos. Junto al río, en las zonas donde el agua remansaba, en algunas chozas un poco apartadas del poblado, moraban familias con niños a los que llamaban “barrigas verdes”. Este sobrenombre era fruto del color verdoso y de la hinchazón del vientre que producían las fiebres causadas por las picaduras de aquellos seres tan molestos que se ensañaban con los animales y los hombres particularmente las tardes y noches sin viento donde reinaba el calor.

Volviendo de Huelva, noviembre de 2018.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Se cierra el círculo (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico VII)


La inquietud entre los peregrinos se incrementaba por momentos. Nada ni nadie parecía seguro en el recinto. Los vuelos de los grandes buitres recordaba la matanza de días atrás. Muchos carroñeros acudían al bosque de encinas para limpiar las carcasas de los cadáveres y sembrar todo de huesos, llenando el espacio y las noches de escaramuzas y gruñidos terroríficos.
La reunión de los grandes jefes había terminado sin ningún acuerdo. Todo hacía pensar que el pacto del dios del día con la diosa de la noche no había cubierto los deseos de ambos y que la diosa nocturna requería más sacrificios y rezos. Los jefes habían reunido a sus guerreros y se aprestaban a incrementar la vigilancia. No podía volver a ocurrir otra vez nada similar. Se formó un grupo de guerreros, uno de cada poblado vecino, que se dirigió hacia la costa. Tenían que conocer de primera mano lo que exactamente había ocurrido. y que los
La noche era pródiga en estrellas. Ni un atisbo de Luna. Orión parecía dirigir la escena. Los guerreros habían regresado con un vigilante armado del pueblo de la costa que hablaba a la Asamblea de forma entrecortada, usando vocablos y señas propios de pescadores. Su tono era respetuoso, pero también enfático, miedoso y algo agresivo. Comentaba sobre una mujer maldita que vivía en una choza apartada. Una mujer cuya cara y gestos causaban espanto solo con imaginarlos. También se refirió a una pareja que parecían, por su forma de hablar, haber venido de tierras lejanas o proceder de otra época; que habían tenido una niña que había sido adiestrada por aquella bruja maldita. Finalizó diciendo que la pareja había huido hacia el mar en una barca después de asesinar a la vieja. Luego, temerosamente y en voz baja, comentó sobre los poderes de la niña señalando que era capaz de mover objetos sin tocarlos, que hablaba con los animales y que había salvado a sus padres de morir ahogados. Él, el único guerrero que había subsistido al ataque de los perros salvajes, había reconocido al perro de la niña y recordaba nítidamente cómo el cánido dirigió contra ellos a la jauría, matando a todos sus compañeros. El vigía-guerrero terminó con unas palabras terroríficas “Matemos a la niña, a sus padres y al perro si no queremos que ellos no exterminen. Ofrezcámosles en sacrificio a la diosa de la noche cuando vista todas sus galas y muestre su cara completa”.
Hombres fornidos se movían entre los peregrinos buscando a niños y perros que respondieran a los detalles comentados. El guerrero de la costa acompañado de un gran jefe y de otros guerreros fueron visitando en silencio y por sorpresa choza por choza. Los perros ladraban al silencio sin hacerse esperar y al instante eran acallados por sus amos que le tiraban trozos de hueso. La búsqueda había sido infructuosa ya que en ninguna de las chozas inspeccionadas se encontraba una familia que respondiera a las características de lo que él vigía no se cansaba de decir.
Las primeras luces apuntaban en el horizonte. Restaban una decena de chozas por visitar, cuando las grandes bocinas despertaron a los peregrinos para los ritos de despedida. Ya hacía varios días que la verga fecundante del dios Sol había cruzado el corredor del dolmen hasta chocar con el fondo. Ahora, su luz alumbraba por un instante a una piedra en la que se encontraba marcado un símbolo en forma de mano que sugería el saludo de despedida al Astro Rey.
La mañana no estaba tan luminosa como días anteriores. La niebla iba cubriendo poco a poco las chozas más lejanas y prometía dejar sin brillo los actos de despedida, donde cada poblado ofrecía sus mejores galas a los dioses y sus mejores cabritos a los druidas, privándose de futura carne y leche, e incluso de su piel. Aquella renuncia constituía para todos un acto de generosidad, ya que de forma casi milagrosa aquellos animales transformaban hierbas que otros animales no aceptaban a comer en algo tan necesario para la subsistencia. Además los cuernos de los grandes machos también servían para hacer armas punzantes o instrumentos para escarbar la tierra.
Despacio transcurría la tarde. Las familias empezaban a recoger sus enseres para volver a sus poblados de origen cuando la inspección de las chozas comenzó de nuevo. En la séptima más alejada se encontraban Chan, Hana, Cron y el perro junto a un matrimonio mayor que no teniendo cobijo había sido bien aceptado por los cuatro. Repentinamente el perro puso en alerta a Hana moviéndose desesperadamente sin ladrar por la choza. Cron, el padre, cogió rápidamente su puñal, un zurrón con pieles, un puñado de flechas, su kajak y el lanzapiedras y por señas comunicó al resto de la cabaña que estaban en peligro.
Desde hacía días había estado construyendo una salida que les permitiera en caso de peligro escapar de la cabaña sin ser vistos. Abrió rápidamente una trampilla, mientras la pareja mayor salía hacia afuera para frenar a los guerreros que se aprestaban a entrar por la puerta de entrada cubierta por mantas.
Aquella maniobra les permitió salir sigilosamente de la cabaña. Una inspección rápida de los guerreros descubrió que la pareja mayor no había estado sola. Sus voces alertaron a todo el campamento. El caos era general. La gente se movía desordenadamente interrumpiendo y dificultando la búsqueda. Los cuatros huían rápidamente entre las encinas cuando se vieron rodeados por un grupo de hombres fornidos. Perro ladraba sin cesar, gruñendo y enseñando dientes poderosos al que arriesgaba a acercarse a menos de dos cuerpos de distancia.
Al momento apareció el vigilante de la costa. Tenía en su pecho una cicatriz reciente que se estaba formando sobre una zona casi sin carne. Había perdido un ojo como Perro. Dudó brevemente, pero enseguida señaló a la niña emitiendo, muerto de miedo, ronquidos guturales incomprensibles. Dos guerreros apresaron a Hana, mientras que tres se abalanzaron sobre Cron. Una cuchillada dejó inservible la mano de uno, a la vez que un codazo reducía el ataque de otro. La lucha fue breve ya que una docena de guerreros terminó reduciendo a Cron.
No habían andado un centenar de pasos cuando Perro se paró en seco y abriéndose de patas se puso muy tenso. Un instante después la tierra comenzó a temblar intensamente abriéndose una grieta que se tragó a dos de los guerreros. El tuerto y el Jefe se agarraban a unas raíces en la abertura de la grieta para no caer al vacío, mientras los demás guerreros huían desaforados esperando un segundo terremoto. Los tres se abrazaban como si fuera el fin del mundo, cuando una réplica, aún más intensa abrió nuevas y profundas grietas. Hana besaba al Perro, Chan a la niña y el padre a la madre mientras que el momento apocalíptico se tragaba encinas y chozas. Un objeto perfecto emergía abriendo su puerta invisible y aspirando a los cuatro por encima de una plataforma a su interior. De nuevo las estrellas y las luces del interior empezaron a parpadear rabiosamente. Un sinfín de números, de símbolos y anagramas brillaba en un holograma intraducible que se había formado en medio del habitáculo. Mientras la plataforma transparente desaparecía, la puerta invisible se cerraba y una luz potentísima cegaba a los que desde las proximidades del dolmen se atrevían a mirar.
A dos días de camino, a poca distancia de la costa, en las profundidades del mar donde cangrejos y pulpos picoteaban y se alimentaban del cuerpo hinchado de Ave Rápida, la sordomuda, se iniciaban olas gigantescas que se dirigían terroríficas a los poblados de la costa. De nuevo la mayor fuerza del Universo marcaba sus designios en medio del caos más absoluto.
Camino de Málaga, 31 de octubre de 2018

lunes, 17 de diciembre de 2018

En el dolmen (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico VI)


Perro se movía ágil, vigilando a cualquier cosa que se moviera en la distancia. Cron observó que algunos grupos de personas se desplazaban hacia el este con alegría, sugiriendo que nada de lo ocurrido dos días antes les era conocido o le producía preocupación. Otro grupo de individuos se acercaba desde poniente. Se desplazaban ahora por un paraje que les resultó desconocido. Abundaban las plantas leñosas de grandes flores blancas, el romero, las amapolas y los palmitos. Cron hizo buen acopio de flores, hojas y semillas. A mediodía vieron que muchos individuos, clasificados por su fortaleza, y edad caminaban formando grupos que se dirigían hacia el sureste. Era como si una llamada hipnotizadora dirigiera los pasos de todos sin importarle su jerarquía. Hicieron un alto en el camino, no quería que la gente los pudiera relacionar con lo sucedido. Chan ennegreció ligeramente su cara y la de la niña y el cuerpo de su compañero. Nadie les reconocería a donde iban; participarían de aquel momento que prometía ser especial.
Cron se aproximó a un grupo con cuidado y les saludó como él había visto hacer en la zona de las grandes piedras cuando estuvo escondido. Algunos le correspondieron levantando la mano en señal de saludo. Los perros del grupo ladraron y se acercaron al perro tuerto y a Hana que, mediante una señal imperceptible, hizo que se tranquilizaran y guardaran silencio. El más fornido se dirigió a Cron y le invitó a que se sentaran con ellos y disfrutaran de compañía y del calor de una hoguera que estaban prestos a encender. Aquella noche Hana se convirtió en el centro de atención del grupo jugando y comentando cosas de pescadores y pájaros. Poco después todos dormían a la luz de la hoguera mientras un gajo de Luna se escondía detrás del horizonte.
Remontaba el día y no lejos numerosas aves de gran envergadura planeaba en el cielo anunciando que la muerte había visitado aquel lugar. Poco a poco los grupos procedentes de diferentes poblados fueron congregándose a una distancia prudencial de unas grandes piedras verticales clavadas formando un gran círculo y en pocos minutos levantaban pequeñas cabañas para poder alojarse y resguardarse de la humedad y las alimañas de la noche. Dentro de poco, quizás dos días, los rayos incidirían sobre una marca sagrada indicando claramente que la noche duraría más que el día. Las noticias eran aterradoras y corrían de boca en boca. Una jauría de perros silvestres había atacado y aniquilado a un grupo de guerreros que se desplazaban para acudir a la ceremonia del sol fecundador desde un poblado en la orilla del mar.
Aquello había sido algo muy especial. Los signos de lucha eran evidentes, no solo por las dentelladas de los grandes perros sobre la carne y huesos de los guerreros, sino porque había habido lucha a muerte como lo demostraban los cortes profundos que aparecían en algunos cuerpos. Nunca durante generaciones había sucedido nada semejante en los días previos al gran rito.
No lejos sonaron las bocinas y una comitiva arrancó desde poniente. Veinte druidas caminaban en filas de a cuatro, perfectamente uniformados llevando en sus cabezas adornos y en sus manos frutas, raíces, pinturas, cuernas de animales. Les seguían los jefes de los poblados que se encontraban a menos de un día de distancia del dolmen, los ancianos y las muchachas núbiles. A unos pasos de distancia, la comitiva se cerraba de forma espontánea con una fila de mujeres embarazadas que desde las cabañas improvisadas se unían al séquito formando una figura que tenía forma de embudo. Potentes bocinas anunciaban que el momento estaba cerca. Solo los druidas penetraron en la gran cámara. Los jefes y los ancianos se apostaron a uno y otro lado de la puerta, mientras que las núbiles y embarazadas quedaban delante mirando hacia levante por donde se suponía aparecería el gran disco solar. Chan soltando la mano de su hija salió corriendo y se unió a las otras mujeres. Lo había guardado en silencio, pero ahora era estaba completamente segura ya que hacía tres lunas que no sangraba y había sufrido en secreto vómitos y alguna molestia. Durante el ataque de los perros asilvestrados notó además que algo en su vientre se movía. Hana y Cron se abrazaron mientras que el perro tuerto los vigilaba moviendo incansable y vertiginosamente su cola de uno a otro lado.
Cerrando el cortejo, dos guerreros portaban en unas parihuelas a la momia de un gran jefe que debía ser depositada en el centro del recinto sagrado, para que su alma renaciera de la vida de ultratumba al ser bañada por la luz del dios solar durante la ceremonia del solsticio.
El sol naciente iba acariciando con sus rayos los cuerpos desnudos de las muchachas y los pintaba de rojo primero, luego de naranja y amarillo y por último de blanco. Muy poco después, , los rayos de la gran luminaria llegaban hasta el fondo del recinto atravesando el largo corredor como si se tratara de un falo invasor y fecundador que socavaba la tierra.
La ceremonia fue emotiva. Todas las mujeres enarbolaban sonrisas en sus labios. No importaba nada su edad, el color de la piel o el poblado de donde procedían. El astro Rey las había bendecido con su energía. Ahora las criaturas que llevaban en sus vientres crecerían sanas protegidas de los malignos designios del frío y de las fiebres. Las bocinas volvieron a sonar cuando la gran luminaria ocupaba lo más alto en el firmamento y las sombras quedaban reducidas a la mínima expresión.
Las sombras de los grandes pájaros, sobrevolando una y otra vez el lugar de la muerte despertaban recelos e inquietudes entre los peregrinos. El miedo empezó a apoderase poco a poco de las mujeres que corrían con los niños de la mano a esconderse en sus frágiles cabañas.
La comitiva había abandonado el recinto y los druidas se aprestaban a la ceremonia del encuentro con los ancestros. Algunas plantas mágicas maceradas en agua liberaban un jugo que les abría a la sabiduría, al diálogo con su interior donde miles de luces y de imágenes inquietantes bailaban de forma continua. Luego las voces del ayer, los recuerdos de viajes, de seres y monstruos inabarcables les dictarían el ciclo de la vida y de la muerte y el saber qué hacer y qué decidir.
Los grandes jefes apresuraban el paso, tenían que reunirse urgentemente y hablar de lo sucedido. Ya no podía ser tema prioritario de conversación o discusión la amplitud de las cosechas o de la caza o el número de hijos que el gran astro había premiado a cada poblado desde la ceremonia anterior. Nada de lo tristemente sucedido tenía sentido y menos en aquel día tan esperado y respetado.
Ensartados en palos, sobre grandes rescoldos se asaban despacio jabalíes y ciervos para alimentar a la muchedumbre que allí se apostaba. Los días anteriores habían sido propicios para la caza. Era como si los dioses cerraran el ciclo de la vida y para ello demandaran la muerte de los más débiles. Comieron con ansia. El viaje desde la gran extensión de agua salada, pleno de miedo y violencia, había sido agotador sembrando sus almas de incertidumbre y llenando sus corazones de asombro.

25 de Octubre de 2018. Madrid