jueves, 29 de noviembre de 2018

Autodestrucción


Autodestrucción

El agua estaba helada. Si no lograba salir moriría congelada. No recordaba cómo estaba allí ni por qué. Mil imágenes cruzaron en menos de un instante por su cerebro. Se desplazaba silenciosa buscando una salida. Metros más abajo el agua estaba más caliente, pero la salinidad era muy elevada y el riesgo de deshidratación enorme. Le pareció que una música conventual se colaba por entre las piedras y suave llegaba a sus oídos a pesar del frío, del agua y la sal.
El cansancio y la falta de oxígeno eran evidentes cuando creyó que aquella cámara se abría en un conducto, en un enorme pasillo que le llevaría lejos. Se dejó arrastrar. Luces tenues señalaban que al fondo había esperanza. Apretó un botón y cabeza, brazos y piernas se vieron rodeados con globos protectores. La corriente era vertiginosa y lo más probable parecía que chocara rompiéndose un brazo o perdiendo el conocimiento, con lo que la muerte sería imparable.
La temperatura del agua había cambiado bruscamente y a lo lejos le pareció ver una cortina de niebla o vapor. Tenía que salir de allí como fuera. Una mirada hacia arriba le sugirió que se encontraba de nuevo encerrada. Las paredes parecían rocosas. Intentó agarrarse a un saliente que se dobló y cambió de forma como si se tratara de una esponja claramente corrosiva. Había perdido las yemas de los dedos y sangraba de forma imparable. No lo pensó dos veces y colocó su reloj en posición de autodestrucción. Las alarmas sonaban atronadoras: En diez segundos autodestrucción total…En ocho segundos autodestrucción total…en…siete segundos autodestrucción total…
Abrió el ojo y localizó aquel aparato infernal. Miró alrededor. ¡No entendía nada! Un charco de agua caliente aún humeante rodeaba la cama. Los dedos de la mano izquierda estaban amoratados y la sangre fluía por una uña medio arrancada que colgaba de un dedo. El camisón rodeaba su cabeza apretándole las orejas. Se había orinado encima y en la radio sonaban cantos gregorianos.

Nota del autor:
La música en la radio del coche y un viaje que se hacía interminable hizo parte de la historia.
Treinta de septiembre de 2018, volviendo a Madrid.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Cuando el agua del canal confunde


La vio venir de lejos y algo en su interior mandaba señales inequívocas a su cerebro. Su corazón latía como nunca, vivo, enloquecido, lleno de mensajes que aturdían. La había visto entre la multitud, andando despreocupada, mirando hacia el cielo. Se encontraba en el vaporeto con la vista perdida mirando hacia la nada. Cualquiera diría que estaba profundamente melancólico. Era típico del otoño que se acercaba y alejaba los brillantes verdes de los árboles de Lido, o las grandes flores de los magnolios y los olores inconfundibles de los miles de jardines y de las velas románticas de las casas habitadas. Las playas ya no invitaban a visitarlas. Se diría que las arenas gritaban para que los pies desnudos de meses atrás volvieran a pisarlas, pero nadie las oía. Todos estaban sordos. La ciudad se apagaba y nadie sabía por qué, cada vez menos visitantes llegaban a aquella ciudad que lujuriosa había sido la capital del mundo y la belleza. Era su quinta cita con el agua del gran canal y nada parecía más lejano que aquellos treinta años atrás cuando se prometieron que cada cinco años se verían, allí, estuvieran donde estuvieran. Desafortunadamente, ya hacía diez años que no visitaba aquella increíble ciudad.
El azar, aquella noche de hace treinta años, hizo que tropezaran al doblar una esquina y un borbotón de luz de una farola y un poco de Luna entre callejas iluminó sus caras de pronto y se miraron como no se mira casi nunca, con fuerza inusitada que da voces a los cielos embarca en una aventura que ya es para siempre. En la lejanía un gondolero cantaba y la noche aún se hizo más íntima. La luna se entrecortaba entre reflejos imposibles de abrazos y de deseos. Góndola y agua se unieron en la danza de siempre con impulsos apresurados y miedos impensables. Sus bocas se buscaban sin demora, el agua de la vida estaba presta, las ansias no tenían descanso.
Varias gaviotas peleaban por el trofeo que el mar había mostrado a una de ellas, mientras en San Marcos cien palomas rodean presurosas a una niña bailando la danza del cuello por unas miajas de pan y una sonrisa. En la tormenta de niebla la vio pasar cogida del brazo de Dios sabe quién. En cada esquina, celoso, creía que un beso furtivo volaba a otros labios y que el destino le robaba de levante a poniente, algo más que su vida, junto a ese canal que ya no fluye pero sigue teniendo agua. Se diría que la niebla se llevó su amor, ese que se bridaron años atrás y que revivieron estación tras estación soñando con la luna por tus calles, entre la multitud, rodeados de olores añosos, de ansias que peregrinaron por aguas que ya el Adriático no mueve.
Miraba a la Luna desde una de los puentes de Zaccharias cuando la vio de nuevo pasar. ¡María! ¡María! –gritó. Le pareció que sonreía. ¡María! gritó más alto, ella se volvió hacia él. Parecía mucho más joven. Echó a correr a su encuentro como un poseso, pero ella no se movió. No entendía nada, solo silencio y algunos graznidos de gaviotas respondieron a su llamada. Se acercó lentamente. Sí, era María, pero ¡tan joven! Ella parecía desconfiada. María soy yo, ¿recuerdas nuestra promesa? -hablaba solo con la esperanza de ser reconocido. Perdón señor, no soy María, algunos como Ud. me confunden con mi madre. Ella murió de fiebres, de amor, yo diría, cuando hace cinco años alguien que ella esperaba no llegó a su encuentro.
Venecia. Tres de junio de 2018. Una historia de Venecia que quizás algún día viví o viviré. Me falta la bola de cristal para saberlo

martes, 6 de noviembre de 2018

Opus 250


La angustia de los últimos días invitaba a que el fin de semana fuera tranquilo. Detrás quedaban lunas oscuras, tensiones disparatadas de última hora antes de la entrega de un proyecto y la tristeza de la muerte de dos familiares muy allegados durante los últimos días.
La mañana se había levantado somnolienta fruto del cansancio del desplazamiento a Sevilla del día anterior. Un viaje francamente duro en el marco de llantos y adioses para siempre. Una música de fondo invitaba a desayunar despacio, pensando en la futilidad del ser, pero también en el regalo que la vida le hacía aquella mañana. El horóscopo que traía el periódico también recomendaba disfrutar de la brisa de otoño y sus primeros y melancólicos amarillos, ocres y algún rojizo extravagante.
Volaban sobre el piano los dedos prestigiosos de Mitsuko Uchida, una pianista japonesa, interpretando el concierto nº 15 de Mozart en Sí bemol, cuando sonó el móvil. En el “display” un número desconocido, un “910”. Una mirada desconfiada acalló al momento el ring del teléfono centrando sus esfuerzos en aquel piano imaginario, que saliendo por los altavoces de la radio, aparecía en la cocina delante de sus narices. Poco a poco fueron también testigos de excepción el director de la orquesta, cuatro violinistas, un flautista y un trompetista que además de música parecían querer darle los buenos días y tomar algo de café.
Todo el encanto se esfumó cuando empezaron a sonar al unísono los timbres del móvil y del inalámbrico. En la pantalla de ambos, el mismo teléfono 91004… ¡Socorro, aquello era una ataque orquestado, la anti-música en Si bemol, mayor, la tensión en la mañana! –pensó. Un movimiento brusco de la mano derecha buscando poner silencio empujó la taza de café hirviente sobre el inalámbrico, el móvil y la otra mano. A los movimientos prestigiosos sobre las teclas del piano de las manos imaginarias de la pianista, se unía la urgencia de los aspavientos sobre el chorro de agua fría y un paño secando a toda prisa a ambos instrumentos infernales.
Surgido del espanto, el móvil empezó a hablar solo, mientras que el inalámbrico lloraba humo. ¡Don Francisco, queremos ofrecerle algo que Ud. lleva soñando desde hace más de una década! –rezaba el teléfono. En el fondo de la habitación, el dedo índice de la mano izquierda de la japonesa daba un sol que los violines correspondían, mientras que la mano enrojecida y achicharrada por el café sugería que una ampolla gigantesca se inflaría en pocos segundos si no se aplicaba pomada, ungüento o aceite en cantidades impensables y de forma inmediata.
¡Don Francisco! ¿me oye? ¡Le repito que queremos ofrecerle algo con lo que usted lleva soñando desde hace años! ¿Qué cómo lo sé? –se auto-respondió el móvil ¡Mi empresa ha investigado sus gustos y quiere recompensar su fidelidad! –se escuchaba por el altavoz.
Bruscamente del inalámbrico salió una llamarada. Sobre la mesa otra taza de café esperaba su turno. El caos fue inmediato. El director de orquesta limpiaba con una servilleta de la mesa las miles de gotas que manchaban su frac, la primer violín se puso de pie, como impulsada por un muelle, intentando evitar que un chorro de café se colara por su escote, la trompeta del fondo sonaba desafinada salpicando café sobre la pianista que escupía sobre el inalámbrico intentando apagarlo.
¡Don Francisco! -seguía repitiendo el sonido infame, ¡queremos invitarle a un viaje a Viena para que asista gratis a un concierto único que no se interpreta en esta ciudad desde hace ya varios años: El concierto para piano nº 15, opus K. 250 de Wolfgang Amadeus Mozart, interpretado nada menos que por Mitsuko Uchida!
Don Francisco ¿me oye? Don Francisco ¿me oye? El aparato se perdía por el hueco del patio muriendo su sonido contra el suelo veinte metros más abajo.

Nota del autor: Después de una discusión matutina, mucha tensión de días atrás y escuchando el concierto nº 15 de Mozart camino de Málaga, interrumpido por una llamada inoportuna, se me ocurrió este disparate, el seis de octubre de 2018.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Éxodo 8 - He envejecido


He envejecido. En un abrir y cerrar de ojos mi pelo, el poco que me queda se ha blanqueado como si la nieve estuviera ahí protegiéndome del silencio, del frío y de la propia existencia. La palidez de los años ha debido teñir de gris mi rostro y poblado de arrugas que adivino con la yema de mis dedos. No recuerdo bien quién soy, ni por qué estoy aquí y mis memorias se pierden en el rumor cansino del viento. Una cicatriz enorme pregona que la piel de mi pecho debió ser profundamente lacerada por las uñas de una potente garra. Solo recuerdo frío, témpanos, redomas donde se cocían plantas y a dos mujeres, las dos portando algo de mi existencia. También recuerdo en sueños la voz de un amigo, cuyo nombre ya olvidé con quién compartía responsabilidades y silencios. La palabra Sur no me dice gran cosa a pesar de que esas voces amigas siempre me hablan de mi viaje y mi insistencia hacia ese punto cardinal. No debieron estar unidos en mi existencia el Sur con los verdes brillantes de los árboles gigantes; es posible que no me haya movido nunca del mismo sitio pues no he llegado a distinguirlos en la profundidad de mi respirar de lo que a veces sueño.
He oído que gente del sur, gentes que sabían de mí, salvaron mi vida y quizás mi alma; que grandes aves que esperaban y añoraban mi muerte escaparon a otros cielos. Ahora estoy junto a una gran extensión de agua, que nunca hiela, algo que llaman los de aquí, breve pero poderosamente, mar. Debe ser mujer pues de ella nace vida que a menudo comemos. Pare milagrosamente unos seres plateados, escurridizos. Muchos de los que se acercan a mí parecen felices lejos de los grandes padres blancos, pero en las noches oigo miedosos rezarles, para que los colmillos del enorme gato se mantengan muy lejos, más allá de las montañas que miran hacia donde sale el sol.
Esta mañana un muchacho, que me llama padre, a quién mis ojos casi no dejan ver, pero de quien su voz bien conozco, me ha traído muchas plantas que despiertan en mí olores y susurros de druida. Sé para qué dolencia usarlas pero no recuerdo como llamarlas, ni quiero despertarlas con sus nombres. Escondidas entre ellas unas flores amarillas han hecho saltar mis lágrimas. Veladas en mis sueños de hace días he recordado a una manos blancas cogerlas, besarlas y dármelas mientras ponía mi mano sobre su vientre vivo que se agitaba.
Lejos un hombre joven a quien siempre oigo moverse y amar, trae en su palo de caza una gran serpiente enrollada. Creo que cuando muerde mata después de dormirte, como hace el espíritu con la vida. Me habla pero no le escucho. Susurra que bajo aquel túmulo mis días serán más felices estando con los ancestros y que soplaré a la serpiente y al gran padre blanco y al dios de los colmillos largos para que no falte la vida blanca que fluye del pecho de las hembras y del falo de los guerreros, para que la existencia sea ahora y por siempre el entretenimiento de los dioses.
Yo me iré y se quedarán los pájaros más alegres, pero cantando solitarios sin parar en la mañana o susurrando por las tardes cuando el sol les diga que ya me he ido.
Todo está ya un poco más triste y mi soledad mortalmente cansada, pero aunque la vida vuelva y abandone mi anestesia casi centenaria, este letargo no será inútil y despertaré nacido en una nueva existencia.


Nota de autor a Éxodo
Éxodo es una historia de vida o muerte; de escapar de donde no hay nada y de raptos y de encuentros tentadores a lo largo del camino.
Recordando a Umberto Eco en “La isla del día de antes” (sic) “quizás existía un orden secreto que presidía aquel mudar de órdenes y perspectivas, pero nosotros estábamos destinados a no descubrirlo jamás, y a seguir más bien el juego voluble de aquellas apariencias de orden que se reordenaban a cada nueva experiencia”.
Muchas de las ansias ya están allí, otras quizás no llegaron nunca o cuando lo hagan no será lo mismo, ya que no recordarás haberlo vivido y ni siquiera quien eras tú.
Madrid, octubre de 2018