lunes, 17 de diciembre de 2018

En el dolmen (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico VI)


Perro se movía ágil, vigilando a cualquier cosa que se moviera en la distancia. Cron observó que algunos grupos de personas se desplazaban hacia el este con alegría, sugiriendo que nada de lo ocurrido dos días antes les era conocido o le producía preocupación. Otro grupo de individuos se acercaba desde poniente. Se desplazaban ahora por un paraje que les resultó desconocido. Abundaban las plantas leñosas de grandes flores blancas, el romero, las amapolas y los palmitos. Cron hizo buen acopio de flores, hojas y semillas. A mediodía vieron que muchos individuos, clasificados por su fortaleza, y edad caminaban formando grupos que se dirigían hacia el sureste. Era como si una llamada hipnotizadora dirigiera los pasos de todos sin importarle su jerarquía. Hicieron un alto en el camino, no quería que la gente los pudiera relacionar con lo sucedido. Chan ennegreció ligeramente su cara y la de la niña y el cuerpo de su compañero. Nadie les reconocería a donde iban; participarían de aquel momento que prometía ser especial.
Cron se aproximó a un grupo con cuidado y les saludó como él había visto hacer en la zona de las grandes piedras cuando estuvo escondido. Algunos le correspondieron levantando la mano en señal de saludo. Los perros del grupo ladraron y se acercaron al perro tuerto y a Hana que, mediante una señal imperceptible, hizo que se tranquilizaran y guardaran silencio. El más fornido se dirigió a Cron y le invitó a que se sentaran con ellos y disfrutaran de compañía y del calor de una hoguera que estaban prestos a encender. Aquella noche Hana se convirtió en el centro de atención del grupo jugando y comentando cosas de pescadores y pájaros. Poco después todos dormían a la luz de la hoguera mientras un gajo de Luna se escondía detrás del horizonte.
Remontaba el día y no lejos numerosas aves de gran envergadura planeaba en el cielo anunciando que la muerte había visitado aquel lugar. Poco a poco los grupos procedentes de diferentes poblados fueron congregándose a una distancia prudencial de unas grandes piedras verticales clavadas formando un gran círculo y en pocos minutos levantaban pequeñas cabañas para poder alojarse y resguardarse de la humedad y las alimañas de la noche. Dentro de poco, quizás dos días, los rayos incidirían sobre una marca sagrada indicando claramente que la noche duraría más que el día. Las noticias eran aterradoras y corrían de boca en boca. Una jauría de perros silvestres había atacado y aniquilado a un grupo de guerreros que se desplazaban para acudir a la ceremonia del sol fecundador desde un poblado en la orilla del mar.
Aquello había sido algo muy especial. Los signos de lucha eran evidentes, no solo por las dentelladas de los grandes perros sobre la carne y huesos de los guerreros, sino porque había habido lucha a muerte como lo demostraban los cortes profundos que aparecían en algunos cuerpos. Nunca durante generaciones había sucedido nada semejante en los días previos al gran rito.
No lejos sonaron las bocinas y una comitiva arrancó desde poniente. Veinte druidas caminaban en filas de a cuatro, perfectamente uniformados llevando en sus cabezas adornos y en sus manos frutas, raíces, pinturas, cuernas de animales. Les seguían los jefes de los poblados que se encontraban a menos de un día de distancia del dolmen, los ancianos y las muchachas núbiles. A unos pasos de distancia, la comitiva se cerraba de forma espontánea con una fila de mujeres embarazadas que desde las cabañas improvisadas se unían al séquito formando una figura que tenía forma de embudo. Potentes bocinas anunciaban que el momento estaba cerca. Solo los druidas penetraron en la gran cámara. Los jefes y los ancianos se apostaron a uno y otro lado de la puerta, mientras que las núbiles y embarazadas quedaban delante mirando hacia levante por donde se suponía aparecería el gran disco solar. Chan soltando la mano de su hija salió corriendo y se unió a las otras mujeres. Lo había guardado en silencio, pero ahora era estaba completamente segura ya que hacía tres lunas que no sangraba y había sufrido en secreto vómitos y alguna molestia. Durante el ataque de los perros asilvestrados notó además que algo en su vientre se movía. Hana y Cron se abrazaron mientras que el perro tuerto los vigilaba moviendo incansable y vertiginosamente su cola de uno a otro lado.
Cerrando el cortejo, dos guerreros portaban en unas parihuelas a la momia de un gran jefe que debía ser depositada en el centro del recinto sagrado, para que su alma renaciera de la vida de ultratumba al ser bañada por la luz del dios solar durante la ceremonia del solsticio.
El sol naciente iba acariciando con sus rayos los cuerpos desnudos de las muchachas y los pintaba de rojo primero, luego de naranja y amarillo y por último de blanco. Muy poco después, , los rayos de la gran luminaria llegaban hasta el fondo del recinto atravesando el largo corredor como si se tratara de un falo invasor y fecundador que socavaba la tierra.
La ceremonia fue emotiva. Todas las mujeres enarbolaban sonrisas en sus labios. No importaba nada su edad, el color de la piel o el poblado de donde procedían. El astro Rey las había bendecido con su energía. Ahora las criaturas que llevaban en sus vientres crecerían sanas protegidas de los malignos designios del frío y de las fiebres. Las bocinas volvieron a sonar cuando la gran luminaria ocupaba lo más alto en el firmamento y las sombras quedaban reducidas a la mínima expresión.
Las sombras de los grandes pájaros, sobrevolando una y otra vez el lugar de la muerte despertaban recelos e inquietudes entre los peregrinos. El miedo empezó a apoderase poco a poco de las mujeres que corrían con los niños de la mano a esconderse en sus frágiles cabañas.
La comitiva había abandonado el recinto y los druidas se aprestaban a la ceremonia del encuentro con los ancestros. Algunas plantas mágicas maceradas en agua liberaban un jugo que les abría a la sabiduría, al diálogo con su interior donde miles de luces y de imágenes inquietantes bailaban de forma continua. Luego las voces del ayer, los recuerdos de viajes, de seres y monstruos inabarcables les dictarían el ciclo de la vida y de la muerte y el saber qué hacer y qué decidir.
Los grandes jefes apresuraban el paso, tenían que reunirse urgentemente y hablar de lo sucedido. Ya no podía ser tema prioritario de conversación o discusión la amplitud de las cosechas o de la caza o el número de hijos que el gran astro había premiado a cada poblado desde la ceremonia anterior. Nada de lo tristemente sucedido tenía sentido y menos en aquel día tan esperado y respetado.
Ensartados en palos, sobre grandes rescoldos se asaban despacio jabalíes y ciervos para alimentar a la muchedumbre que allí se apostaba. Los días anteriores habían sido propicios para la caza. Era como si los dioses cerraran el ciclo de la vida y para ello demandaran la muerte de los más débiles. Comieron con ansia. El viaje desde la gran extensión de agua salada, pleno de miedo y violencia, había sido agotador sembrando sus almas de incertidumbre y llenando sus corazones de asombro.

25 de Octubre de 2018. Madrid

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