Lanzarote respondió a todas las expectativas que tenía desde
hacía años. Previamente había estado allí moviéndome por la isla, conociendo
rincones increíbles de norte a sur, desde Arrecife a Punta Fariones, a Punta
Pechiguera, pasando por la Cueva de los Verdes, disfrutando del Mirador del
Río, de las montañas de Timanfaya, que guardaba grabados a fuego en mi retina y
que hacían imborrables el ímpetu de la naturaleza volcánica, la fuerza del mar
contra la roca negra que generaba espuma esparcida por doquier que lavaba mi
rostro y mi existencia.
Tenía a mi lado una mujer que tan pronto hacía soñar como
despertar con dolor amando. Era la búsqueda de lo imposible lo que nos llevó
tras una hora de coche a otro rincón inolvidable. Tras un pequeño paseo a pie,
deslumbrados por la conjunción de sal y sol, el mar tranquilo y una laguna de
color verde oliva, hicieron mis delicias y transportaron mis sueños lejos.
No he sido capaz de saber si aquello fue verdad o forma
parte de mis encuentros oníricos, sólo tengo una muestra de aquello que debió
ser, la foto visual del armazón de una barca, el esqueleto de sus costados y
bancos, en un rincón que llamaban El
Golfo. Tampoco podría decir si aquel armazón progresaba para navegar o
regresaba para morir en la arena.
El espacio se hizo pequeño rodeado de lava que avanzaba, ya
hecha piedra, hacia la orilla y quedaba colgada a modo de cortinas que hicieron
el momento aún más íntimo. En mi mano un rudo martillo con una piedra atada
Dios sabe cómo, golpeaba despacio un trozo de madera que hacía penetrar, junto
a la grasa, vegetales y retales de pieles que me hicieron recordar a la estopa
y al viejo oficio del calafateo. No lejos, mirando críticamente, pero en
silencio, una mujer de ojos profundos daba con el ligero movimiento de su
cabeza el visto bueno a lo que veía. Mis ropas no eran otra cosa que pieles
burdamente cosidas que tapaban parte de mi cuerpo y lo protegían del sol y de
los golpes y arañazos.
Levantó la brisa y secó algunas gotas de sudor que poblaban
mis brazos y mi frente. A lo lejos en el horizonte, el mar apagaba el sol que
desaparecía. Te busqué y amé junto a la barca, despacio, sin prisa, como nunca,
y ya anochecido el verde de la laguna refulgía con fosforescencia inusitada.
Las horas volaron como lo hicieron mis sueños. Ya amanecía
cuando agradecía al cielo aquella noche. Me levanté del suelo y estiré, y allí
no había ni rastro de la barca. A lo lejos una silueta remaba hacia el mar y
echaba una red donde se encontraba mi alma.
He regresado a ese día, a este rincón de El Golfo, muchas
veces y sueño a menudo en una aventura que me hará navegar, revivir aquello que
me transportó a mis ancestros e hizo de mí un nosotros.