Como a
otras primerizas Chan había quedado muy débil a consecuencia de las
complicaciones del parto y de las pérdidas tan cuantiosas de sangre. Sin
embargo, aun así quedaba embarazada con facilidad de Cron, pero de la misma forma
perdía a su futura descendencia. Desconocía las razones de aquello y temía que Cron
la repudiara. Ella era generosa en sus cariños, pero le faltaba poder ofrecer a
Cron el fruto de su amor: un hijo o una nueva hija.
Algunas
veces las viejas heridas del parto sangraban y la ansiedad se incrementaba
hasta niveles insoportables. Chan tratando de reducir su angustia tomaba
ingentes cantidades de raíces y flores de manzanilla, poleo y enebro que a la
par de calmarla aceleraban el fracaso de sus embarazos. La mujer sordomuda la
vigilaba cuando salía fuera de la choza y le escondía aquellas plantas que Chan
había recogido en grandes sacos, pues versada como estaba en las artes secretas
de la vida sabía que en algunas mujeres su consumo continuo de aquellos vegetales
producía la interrupción del embarazo. Sin embargo la obsesión en Chan era tal
que buscaba desquiciadamente a Cron para copular con él y poder darle un hijo,
no sin antes haber consumido una buena ración de tales plantas medicinales.
El tiempo había
transcurrido rápido, implacable. Ya la pequeña andaba y se movía haciendo las
delicias de Ave Rápida que maravillada de su inteligencia y capacidades, le
enseñaba por señas, día a día, alguno de sus secretos. Hana crecía en sabiduría
recibiendo las enseñanzas de su maestra que había envejecido de forma
vertiginosa en las últimas estaciones.
Poco a poco
la niña les había ayudado a relacionarse con los habitantes del poblado vecino
y cada día eran más conocidos y respetados. Se expresaban utilizando muchas de las
palabras más usuales en el lenguaje de los pescadores. El idioma de los signos
les ayudó a acallar el interés de algunos por saber de dónde venían y de las
costumbres y saberes de su tribu. Algunas palabras y gritos guturales eran
similares, pero los ritos de caza y pesca, la forma de almacenar comida y de
cocinar diferían claramente de los que ellos conocieran y disfrutaran antes de que
el amor y la pasión llamara a sus corazones y les encerrara en el Gran Huevo
flotando en la ingravidez extrema. Aunque todos sabían hacer fuego, mantenían
siempre ardiendo una lámpara que utilizaban para prender fuego a la hoguera o
para señalar que allí había vida. Además les gustaba vivir con animales que
mantenían a raya a los roedores y que les avisaban del peligro o de la
presencia de desconocidos.
Las
estaciones se sucedían vertiginosamente. Ya las flores habían vestido de
colores varias veces los campos y los árboles habían premiado con sus frutos
alargados de piel coriácea a ciervos y jabalíes. Chan cada día estaba más
delgada y ya había perdido cinco hijos. La esperanza de quedar embarazada se
había disipado totalmente, aunque seguía pidiendo ayuda a los dioses. Mientras
tanto Hana ganaba en destreza e inteligencia y parecía tener el poder de
controlar las reacciones de los animales que vivían junto a ella. Ave Rápida
había ido perdiendo todas sus capacidades e incluso tenía tan disminuida su
visión que confundía las siluetas de objetos, animales y personas.
La estación
era parca en lluvias por lo que escaseaban las plantas medicinales en los
alrededores de la choza y del poblado vecino. Chan se alimentaba con huevos,
aves y pescados que Cron le traía y se mostraba con él cariñosa esperando ya sin
angustias a que su vientre se llenara de la semilla de Cron.
Brillaba
profunda la gran luminaria de la noche mientras todos dormían. La sordomuda abandonó
en silencio la choza y se metió decidida en el mar, desafiando a la diosa del
firmamento que mecía sus encantos reflejando su cara sobre las aguas. Una ola
surgida de la nada la volteó y la resaca la arrastró mar adentro a los
territorios de las profundidades. Durante días la búsqueda resultó infructuosa.
El miedo se apoderó del poblado vecino cabaña por cabaña y todos creyeron ver en
su desaparición un castigo de los dioses. Los viejos y el druida hablaron y
hablaron durante dos noches con sus días hasta que todo estuvo decidido.
El mar
estaba tranquilo y sin embargo ningún pescador faenaba con sus canoas. El
silencio de los tambores y las bocinas durante los dos últimos días puso a Cron
en alerta. Despertó a su compañera e hija cuando la oscuridad sólo empezaba y les
obligó a que se movieran deprisa. Aquella misma noche, antes de que la asamblea
hubiera tomado su decisión, partieron hacia el norte portando algunos
utensilios y pieles. Un rato antes como señuelo, él había empujado al mar su canoa
cargada con algunos sacos. Días después todos pensarían, al ver los restos de
la pequeña embarcación que el mar los había arrastrado al fondo del abismo
junto a la sordomuda.
Corrían
hacia el norte, sin descanso. Un perro les acompañaba olisqueando a cada
momento. Por señas recordaba frecuentemente a su hija y ésta al animal que
guardara silencio. Tenían que buscar un refugio donde la existencia fuera
segura y confortable. En su kayak portaba muchas flechas y un lanzapiedras. Escondido
bajo las pieles, y dentro de una funda de piel atada a su brazo izquierdo,
ocultaba un cuchillo de sílex que se encontrara varias estaciones atrás en la
ribera del río de aguas rojas.
Aquella
noche ya lejos del poblado, escondidos debajo de una pequeña gruta tapada por unas
matas de moras de zarza y en la cercanía del cuerpo de su compañera meditaba:
Sus cuerpos habían cambiado, él había crecido dos palmos, era más musculoso,
fornido, ágil y valiente y el vello cubría partes de su cuerpo. Ella también
había crecido, pero particularmente sus pechos y caderas eran más llamativos y
deseables noche a noche. Su cuerpo se erizó cuando la mano de Hana se enredó en
su pelo mientras dormía. Aquel ser aparentemente tan frágil, les llevaba por
sendas imposibles y acrecentaba la importancia de luchar por la existencia.
Vio como el
perro se inquietaba y se asustó. Le pareció oír murmullos que lentamente se acercaban.
Hana se movió e intuyó el peligro. Acarició despacio al perro y le susurró algo
al oído. La pareja quedó atónita ante aquel hecho inesperado. El animal salió
disparado alejándose del escondrijo en dirección opuesta hacia dónde venían los
perseguidores.
Unos aullidos
ya lejanos pusieron al amanecer alerta. Las luces y rayos del nuevo día se
levantaban con dificultad. Una niebla húmeda se movía desde el rio hacia el
murmullo casi inaudible que se acercaba. La sensación de intranquilidad y miedo
crecía por momentos. Ellos habían visto a los guerreros atacar sin piedad a
grandes animales e incluso atravesar con sus cuchillos el corazón de algunos desconocidos
por considerarlos enemigos, aunque realmente no lo fueran. La espesa niebla no
permitía ver nada en la distancia, pero el ruido que quebraba lento las hojas y
los palos del suelo, sugería que al menos una treintena de hombres avanzaban
despacio formando una gran V cuyos brazos medían más de dos tiros de piedra de
largo cada uno y a los que nada podía escapárseles.
El silencio
dentro del escondrijo era profundo. La intranquilidad creció cuando se oyó fuera
del escondite correr al perro seguido a corta distancia de una jauría de animales
asilvestrados que gruñían y ladraban desaforadamente. Los cánidos arremetieron
contra el grupo de perseguidores metiéndose entre las piernas de los más
fornidos y mordiéndoles sin cesar. La lucha fue feroz. Cuatro guerreros y dos
perros sufrían los estertores de la muerte. La sangre fluía potente desde el
cuello de uno de los guerreros, mientras que los ayes de uno de los cánidos
estimulaban a los demás perros a seguir matando. Todo era espanto y misterio.
Los guerreros se habían apiñado y se defendían como podían de las dentelladas
mortales de los animales con sus palos de caza. Había caído el gran vigía, el
jefe. El miedo y la superstición empezaban a hacer efecto. El caos era
fantástico. Mientras algunos perros morían atravesados por los palos de madera,
muchos guerreros corrían perseguidos por varios perros y la mayoría de ellos eran
pasto del hambre que no hacía asco de las tripas de sus víctimas. El ataque
furibundo no cesaba. Parecía como si una fuerza mental lo dirigiera todo. La
niebla seguía ocultando el espanto que cada vez parecía alejarse más del escondrijo.
Los tres permanecieron en silencio hasta que la noche invadió el valle. Las
escenas de pánico torturaron aquella noche a los duendes que se colaban en la
pequeña cueva bajo las matas asegurando el duermevela de los padres y las
pesadillas de la niña. Cualquier ruido les producía temor y la noche estuvo
llena de vida y muerte, de animales que gruñían y peleaban por sus trofeos
muertos. Más jaurías de perros se unieron al olor de la sangre y de los huesos
triturados por muelas poderosas. Los hombres se movían rápido hacia el sur
huyendo del río y de la neblina que les impedía acertar de dónde procedía el
ataque de los perros salvajes. Casi sin ser visto el perro se acercó a la niña
y empezó a lamerle las rodillas que tenían clavadas pequeñas espinas y sangraban.
Una enorme raja sobre la cara dejaba al aire la cavidad ósea y un ojo del
animal colgaba ciego. Los pequeños ladridos de alegría fueron taponados por las
lágrimas de su ama. Afuera varios perros peleaban por las tripas de otros
perros, mientras otros hundían sus hocicos en el vientre abierto de los
guerreros y sacaban trozos sanguinolentos de los hígado. Tenían que partir de
allí en cuanto despertara el amanecer.
Cron revivió
aquel misterio que rodeó su vida años atrás cuando era un muchacho y se enamoró
loca e impetuosamente de Chan, aquella muchacha que ahora hecha toda una mujer dormía
escondida bajo las zarzas. La imagen del interior del Huevo era inolvidable. No
hacía calor ni frío, había puntos luminosos como estrellas que se encendían y
apagaban y cambiaban de color como si quisieran decir algo. A veces formaban
líneas rectas, otras parecían dibujar figuras. Recordó cuando se abrió la
puerta invisible y una pasarela casi imperceptible les permitió salir al
exterior. Pero sobretodo, pensó, allí había una gran fuerza sobrenatural que lo
dominaba todo, un gran poder que los transformó a su antojo para siempre.
No había
amanecido aun, pero ya había claridad para asegurarse de que estaban solos y no
había peligro en los alrededores del escondrijo. Ningún ruido en la superficie,
ni siquiera los resuellos de los perros asilvestrados. Salió al exterior; a
unos tiros de piedra le pareció adivinar unas figuras echadas en el suelo. Se
puso alerta y apretó con fuerza su tirapiedras. Lentamente se desplazó silencioso
de árbol a árbol. Nada se movía ni parecía estar vivo. Ya más cerca distinguió
que a uno de los guerreros le faltaba un brazo y que un charco de sangre
manchaba su cuerpo; la otra figura se encontraba encogida, la empujó con el pie
y observó el espanto, una mancha amplia rojiza se extendía sobre su pecho y
alrededor del cuello señalando que había muerto de miedo.
Una veta
amarilla en la tierra le recordó al color de algunos adornos que los miembros
del clan de pescadores llevaban en las orejas. Era rugosa, amplia y profunda y ella
descubrió que resaltaban algunas piedras amarillas de diferentes formas y
tamaños. Las arrancó con cuidado y las guardó dentro de un pequeño saquito que
colgaba de su cintura bajo un taparrabos.
Un pequeño
crujir de ramas le indicó que no estaba solo. Una flecha se clavó a escasa
distancia sobre un árbol, mientras que otra arrancándole su taparrabos le cortó
como un cuchillo en uno de los muslos haciéndole sangrar de manera abundante.
Eran dos hombres desconocidos; uno portaba adornos de guerra y un hacha grande
de piedra, el otro llevaba en su mano izquierda una madera curvada cuyos
extremos estaban unidos por una cuerda y en la derecha un montón de flechas de
caza. Cron se dejó caer haciéndose el muerto, mientras que desenfundaba su
cuchillo de sílex. Los dos hombres se miraron, el más ágil se acercó a Cron al
que creyó estaba moribundo. Un objeto punzante y cortante cegó su vida al
clavarse en su garganta. Con rapidez y maestría desarmó al portador del hacha y
le golpeó con una piedra haciendo que cayera de bruces.
Levantaba
la mañana cuando vio salir del escondrijo a Chan junto a Hana y al perro. Los
pájaros despertaban en sus nidos instalados sobre las encinas y alcornoques. El
perro se acercó jadeante y le lamió la pierna, mientras su único ojo se cruzó
con los dos suyos. Era un buen animal y los había salvado, merecía vivir. Tenían
que salir de allí. Pronto grandes aves volarían en amplios círculos sobre aquel
lugar esperando el momento preciso para descender y comer, atrayendo
inevitablemente a la curiosidad de los moradores de los poblados vecinos o
quizás de a los que vivían junto al gran mar salado.
Durante dos
días marcharon hacia poniente para luego coger el camino del norte. Era preferible
alejarse de aquel sitio dando un gran rodeo. La tierra allí tenía colores
impensables, rojos y amarillos que le recordaron las manchas que dejaba el río de
aguas rojas sobre las piedras. ¿Sería allí donde obtenían el mineral con el que
hacían los aros amarillos que portaban los jefes y algunas mujeres y que
brillaban siempre?
En la
lejanía Tharsis, la población de los minerales preciosos que los marineros
nombraban con respeto, se mostró ante sus ojos. Sin embargo, la visión de
muchos vigilantes y guerreros junto a las minas y el trabajo agotador que
realizaban algunos hombres a los que los vigías maltrataban y llamaban esclavos,
les disuadió de visitarlo. Se acercaba el cambio de estación y debían dirigirse
al dolmen para purificarse y mezclarse con otros peregrinos que seguro allí se encontrarían.
Madrid, octubre de 2018
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