lunes, 22 de octubre de 2018

Éxodo 5 - El encuentro en las estrellas


Después de la tormenta de aguanieve la calma parecía omnipresente. Los vientos de la tarde habían limpiado el horizonte, las montañas aún se adivinaban en la oscuridad. No recordaba haber visto un atardecer tan sereno. Ahora la noche relucía extraordinaria. Sus ojos se perdieron una y cien veces registrando estrellas. Aquello le pareció interesante, tantos años mirando al firmamento y nunca había apreciado nada más que aquellos puntos lejanos y brillantes parecían colgados y parpadeantes, que a veces él podía unir formando dibujos y figuras. Miró de nuevo al cielo y le costó, por la creciente densidad de estrellas, reconocer a las de siempre, aquellas tres que en invierno, mirando al sur, estaban alineadas, bueno casi alineadas. Ahora andaban casi por poniente y era curioso que noche a noche se movieran como si alguien poderoso tirara de ellas o las empujara con sus soplos. Le gustaría hablar con él –pensó. Ese ser tan poderoso sabría mucho de remedios e incluso podría enseñarle plantas que crecerían en las estrellas o en el propio firmamento y que servirían para sanar la locura que producía la gran luminaria de la noche, aquella que tan pronto menguaba hasta desaparecer para luego crecer y crecer hasta hacerse redonda y brillante, primero rojiza y después blanquecina.
De pronto, dos líneas brillantes de gran intensidad cruzaron el firmamento de norte a sur. Parecía como si el cielo le mostrara el camino pendiente. Otros pequeños, pero vivos chispazos se movían rápidos entre estrellas haciendo el momento aún más grandioso.
En el interior de la gran cabaña su compañera se debatía en diálogos de sueños con la criatura que llevaba en su interior. Su mente se desviaba continuamente buscando explicaciones de vida que relacionase el ayuntamiento con la preñez. Siempre había visto el ciclo de la vida en los animales y en la naturaleza que se abría al cesar los fríos intensos, pero aquello era distinto, ya que él parecía ser partícipe de aquel milagro.
Una enorme luz más potente que la gran estrella del día en el estío llenó de pronto todo el cielo. Aquello era sin duda una señal, una gran señal. Nunca en su ya larga vida había presenciado cosa semejante. Retiró la vista de la gran explosión y cubrió la cara con sus manos, precipitándose al interior de la cabaña. La luz penetrante se hizo permanente durante días, parecía además que una brisa llegaba despacio hasta su cara. Durante varias jornadas la noche no visitó al día y todo permanecía luminoso y brillante, pero a la vez extraño. Algunos de la tribu habían quedado ciegos al mirar al cielo. Los animales se sentían raros, descubriendo y buscando escondrijos para huir de la luz eterna y cegadora. La piel fina, casi transparente, de un corderito que encontró en el interior de una oveja muerta le serviría para proteger sus ojos de aquel horror deslumbrante que no amainaba, cuando tuviera que salir a buscar alimento o para hablar con Hug. Mientras que rascaba la piel con su cuchillo de hueso, un pensamiento le cautivó durante un buen rato. Aquello no podía ser más que un anticipo, una llamada. Tenía que prepararlo todo y huir hacia el sur, como huían las luces de la noche. Aquella gran explosión anunciaba el fin. Subiría a las montañas, para hablar con el que seguramente tiraba de las estrellas y de camino le preguntaría por su antigua tribu y su antigua compañera.

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