Después de
la tormenta de aguanieve la calma parecía omnipresente. Los vientos de la tarde
habían limpiado el horizonte, las montañas aún se adivinaban en la oscuridad.
No recordaba haber visto un atardecer tan sereno. Ahora la noche relucía
extraordinaria. Sus ojos se perdieron una y cien veces registrando estrellas.
Aquello le pareció interesante, tantos años mirando al firmamento y nunca había
apreciado nada más que aquellos puntos lejanos y brillantes parecían colgados y
parpadeantes, que a veces él podía unir formando dibujos y figuras. Miró de nuevo
al cielo y le costó, por la creciente densidad de estrellas, reconocer a las de
siempre, aquellas tres que en invierno, mirando al sur, estaban alineadas,
bueno casi alineadas. Ahora andaban casi por poniente y era curioso que noche a
noche se movieran como si alguien poderoso tirara de ellas o las empujara con
sus soplos. Le gustaría hablar con él –pensó. Ese ser tan poderoso sabría mucho
de remedios e incluso podría enseñarle plantas que crecerían en las estrellas o
en el propio firmamento y que servirían para sanar la locura que producía la
gran luminaria de la noche, aquella que tan pronto menguaba hasta desaparecer
para luego crecer y crecer hasta hacerse redonda y brillante, primero rojiza y
después blanquecina.
De pronto, dos líneas brillantes de gran intensidad cruzaron el firmamento de norte a sur.
Parecía como si el cielo le mostrara el camino pendiente. Otros pequeños, pero
vivos chispazos se movían rápidos entre estrellas haciendo el momento aún más
grandioso.
En el
interior de la gran cabaña su compañera se debatía en diálogos de sueños con la
criatura que llevaba en su interior. Su mente se desviaba continuamente
buscando explicaciones de vida que relacionase el ayuntamiento con la preñez.
Siempre había visto el ciclo de la vida en los animales y en la naturaleza que
se abría al cesar los fríos intensos, pero aquello era distinto, ya que él
parecía ser partícipe de aquel milagro.
Una enorme
luz más potente que la gran estrella del día en el estío llenó de pronto todo
el cielo. Aquello era sin duda una señal, una gran señal. Nunca en su ya larga vida
había presenciado cosa semejante. Retiró la vista de la gran explosión y cubrió
la cara con sus manos, precipitándose al interior de la cabaña. La luz
penetrante se hizo permanente durante días, parecía además que una brisa
llegaba despacio hasta su cara. Durante varias jornadas la noche no visitó al
día y todo permanecía luminoso y brillante, pero a la vez extraño. Algunos de
la tribu habían quedado ciegos al mirar al cielo. Los animales se sentían
raros, descubriendo y buscando escondrijos para huir de la luz eterna y
cegadora. La piel fina, casi transparente, de un corderito que encontró en el
interior de una oveja muerta le serviría para proteger sus ojos de aquel horror
deslumbrante que no amainaba, cuando tuviera que salir a buscar alimento o para
hablar con Hug. Mientras que rascaba la piel con su cuchillo de hueso, un
pensamiento le cautivó durante un buen rato. Aquello no podía ser más que un
anticipo, una llamada. Tenía que prepararlo todo y huir hacia el sur, como huían
las luces de la noche. Aquella gran explosión anunciaba el fin. Subiría a las
montañas, para hablar con el que seguramente tiraba de las estrellas y de
camino le preguntaría por su antigua tribu y su antigua compañera.
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