jueves, 6 de diciembre de 2018

Camino del mar (Pre-Tartessos. El Huevo Cósmico II)


Casi imperceptible el huevo se posó de nuevo en aquellos montes. Se diría que el paisaje no era el mismo, pero en el display invisible para los que allí estaban señalaba las mismas coordenadas: Vía Láctea, Sistema Solar, Planeta Tierra latitud 37,422; longitud -6,857. No obstante un rosario de dígitos, símbolos, letras y números señalaban que desde que la puesta se cerrara, movida por fuerzas invisibles habían transcurrido diez días en el interior de la nave, pero un sinfín de años en el exterior. La información entre la salida y la llegada manifestaba 250 erupciones volcánicas importantes, muchas de ellas muy alejadas de aquel punto, un terremoto de naturaleza casi apocalíptica, 150 de gran magnitud y 25 impactos de meteoritos de mediano tamaño en diversas partes de la superficie de la Tierra. Allí, muy cerca de aquellas coordenadas había ocurrido muchas estaciones antes un gran seísmo al que siguió un gran maremoto cuyas olas había allanado grandes extensiones de terreno y abierto las fuentes de un río que teñía sus aguas de rojo. Todo era mágico e instantáneo pero ilegible para los ojos de los dos amantes.
La ingravidez había desaparecido y una pareja de jóvenes se encontraba abrazada en el suelo, sin moverse. Poco a poco se miraron y sin saber bien donde estaban se reconocieron al instante. Se levantaron y tocaron sus cuerpos, algo más delgados, sin apasionamiento. Sólo la curiosidad movía sus manos. Cron se apoyó sobre el cristal virtual que separaba el cuadro de mando del habitáculo próximo a la pared. Miles de luces despertaron de su sueño oculto de milenios. El gran huevo empezó a sumergirse en un barro fluido que crecía por momentos hasta que la superficie quedó a nivel de una puerta imperceptible que se abrió delante de sus ojos, apareciendo una plataforma transparente que como una luz se alejó varios cuerpos y se apoyó sobre terreno firme. La curiosidad hizo el resto, despacio, golpeando con los pies el suelo de cristal líquido se abandonaron a su suerte y salieron al exterior.
De pronto la puerta se cerró y el huevo desapareció ante sus ojos. Una costra de barro selló la superficie como si nada hubiera sucedido en las últimas sesenta estaciones. Grandes campos llenos de unas espigas bastante mayores que las que ambos conocían se extendían desde una suave loma rodeada de piedras verticales formando un gran circo. Algo les sugirió que todo aquello no les era totalmente desconocido y recordaron los tabús de su tribu antes de haber copulado y amado profundamente. Muy pocos árboles y lo llano del terreno permitían poder esconderse y pasar desapercibidos a las miradas de los vigilantes, debían buscar cobijo, un arroyuelo próximo les daría agua con la que apagar la sed y quizás en sus orillas encontrarían raíces y pequeños animales que ayudarían a paliar el hambre.
Los dioses habían sido propicios y pequeños roedores con grandes orejas confiados habían sido pasto de los palos de caza que diestramente él había hecho desde que saliera del Gran Huevo, a la usanza de lo que aprendiera en su tribu. Como buen observador había encontrado unas varas finas de algo más de un brazo de largo. En uno de los extremos tenían incrustadas en unos rebajes de la madera plumas de aves mientras que un material duro y oscuro que terminaba en punta revestía el otro extremo. Aquello no era un trozo de piedra al que con golpes cuidadosos lo habían ido afilando hasta conseguir que cortaran solo con tocarlos, aquello era algo nuevo y especial que él nunca había visto antes. Reunió un buen número de ellos. Al lanzarlos con la mano observó durante días que siempre caían de punta y se clavaban con facilidad sobre los troncos de los árboles. Tenía que probar un sistema que los lanzara lejos con precisión y así le facilitara la caza. Se acercaba el momento, el cambio de estación en que los machos llamaban a las hembras y peleaban por ellas hasta la extenuación. Se iban acortando los días, hacía menos calor y llovía. Cron notaba que Chan su hembra estaba menos cariñosa y observaba que su barriga crecía y crecía cada día.
Un ruido de tambores les hizo moverse rápido hacia una hilera de árboles alargados que parecían custodiar un camino de agua, allá donde el horizonte mimetizaba el cielo con la tierra. Algunas veces en el año, cuando las estaciones parecían cambiar, había observado grupos de individuos vestidos con ropajes coloridos, viajar en procesión hasta donde estaban las grandes piedras verticales y luego penetrar por una hendidura abierta en el suelo hasta las profundidades como si se tratara de una gruta o del mismísimo sexo de la diosa Tierra. Se oían murmullos, lamentos, e incluso cantos larvados por la distancia. Aquella ceremonia en nada le recordaban a las que hacía su tribu cuando el campo empezaba a florecer o cuando tenían frutos y drupas que comer. Sus ritos tenían otro significado, las mujeres no se adornaban con espejuelos y el sol parecía brillar diferente.
Un día persiguiendo a unos lagartos siguieron el cauce del arroyo de aguas cristalinas y vieron que algunos jabalíes y ciervos comían del suelo un fruto alargado de color marrón oscuro. Él no recordaba lo que eran, pero seguro que en épocas de carestía servirían para acallar el hambre. Decidió continuar caminado aguas abajo. En los remansos, algunos peces eran blanco fácil. Podría hacer fuego y asarlos como le enseñara antaño uno de los sabios, pero lo mismo el humo los delataba -pensó. ¿Dónde estarían sus compañeros? Era como si se los hubiera tragado la tierra. Todo aquello parecía tan cercano, pero a la vez tan lejano y diferente. No había chicos de su edad o al menos no se les oía. Le hubiera gustado presentarse en el lugar de donde provenían los sonidos del tambor en el poblado vecino y haber hablado con el druida o con uno de los jefes, pero pensó que era preferible pasar desapercibido al menos durante una luna. Vigilaba su escondrijo, era importante que no los descubrieran, había visto como algunos guerreros trataban a los extraños y no quería arriesgar.
La tarde caía cuando un río de aguas rojizas se presentó ante sus ojos. Dejaba manchas amarillas sobre las piedras que acrecentaban el contraste de colores. Sintió sed, pero no se atrevió a beber de aquel agua que le recordó el jugo de ciertas bayas o al fluido de la vida. Andaban rápido cuando se escondió el dios del día. Un cielo lleno de amarillos, ocres y rojos imitaba lo que antes había visto en el río. Por aquellos lugares no parecía que viviera nadie. Sin embargo, algunas ramas secas sobre palos le recordaron los cobijos que hacían los de su tribu cuando pernoctaban en la búsqueda de semillas y animales. Inspeccionó a una y le pereció aceptable, buscó unas ramas y las acomodó. Se arriesgaron a hacer fuego tras unas piedras. Una rama de medio brazo de longitud a la que había sacado cuidadosamente punta, se movía vertiginosamente de un lado a otro sobre un trozo de madera limpio y seco sobre el que había puesto unas briznas de hierba seca. Un hilo de humo le indicó que todo estaba a punto y sopló hasta que una llamita surgió de pronto. Puso más hierba y sopló hasta que una llamarada de mediano tamaño se hizo estable. Se aventuraron a mantener el fuego tras unas piedras grandes que ocultaban la visión y el resplandor de las llamas desde lo lejos. Mientras masticaban algunas raíces que les supieron dulzonas, soasaron deprisa los pequeños peces que habían pescado aguas arriba. Pequeños y abundantes insectos de dos alas les picaban sin cesar. Recordó las fiebres de algunos de su tribu y embadurnó a Chan con el jugo de una planta olorosa de flores violáceas que se encontraba por doquier. Cuando terminó frotó sus brazos y piernas y cuello con las flores y pidió a su compañera que extendiera el jugo de las plantas por la espalda. El extracto contra los mosquitos había producido en él una emoción especial. Su falo erguido y las ansias de su hembra hicieron el momento especialmente íntimo.
Apagó las llamas con tierra y arena evitando que el humo les delatara y se abandonaron a sus abrazos, ardientemente, como la primera vez. El cansancio hizo que el señor de la noche se hiciera dueño de sus sueños. Ambos soñaron con el Gran Huevo, las luces incomprensibles, el fango y las grandes piedras, peces, agua del color del jugo de las moras dulces de aquellas plantas que clavaban sus espinas sobre la piel y la arañaban.
Bien temprano dejaron en silencio el lugar donde habían pasado la noche. Caminaron sin descanso hasta que una extensión de agua inmensa se abrió ante sus ojos. El asombro les llenó de silencio y se besaron.

Treinta de septiembre de 2018, volviendo de Estepona, casi llegando a Madrid

1 comentario:

  1. Vaya cambio de registro. Una nave viene a una época pretérita. ¿Quizás una nueva raza va a colonizar la Tierra? Había oído hablar del Huevo Cósmico pero como no soy amiga de las teorías extraterrestres y/o extratemporales...
    Besos.

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