El camino de vuelta a casa
El reducto de los brujos quedaba
ya a media jornada cuando la gran luminaria apuntaba por poniente que no
llegarían más allá de las colinas y que tendrían que buscar abrigo que los
escondiera de los posibles acechos de la oscuridad. Los hatillos que portaban no
eran pesados, pero si voluminosos y exigían concentración y pericia para
portarlos evitando que su contenido pudiera deteriorarse.
Llevaban algo de grasa que
facilitaría encender una hoguera que les calentara. Además ya habían visto
correr algunos conejos y volar bajo a aves de cola larga. Y no les sería
difícil asar uno al fuego. Jock desde que perdiera su mano había ejercitado con
primor su extremidad opuesta y había llegado a ser un experto usando el
tirapiedras para atontar, si no matar, a pequeños animales desde distancias
mucho mayores a las que un brazo poderoso haría llegar.
Tras un largo caminar y
atardeciendo, el disco luminoso se aprestó a reflejarse en charcos no lejanos a
dos oquedades que parecían abrirse hacia el interior de la tierra. Aquellas dos
bocas no eran fácilmente visibles desde lo lejos por la presencia de árboles
que empezando la estación lluviosa daban unos frutos marrones por fuera y
blanquecinos por dentro, que servían de comida a ciervos, a cochinos de largos
y curvos dientes y a pequeños animales de colas amplias de largos pelos.
Cuesta arriba pisaron los charcos
de colores rojizos que se extendían en las pequeñas explanadas haciéndolos
pedazos y levantando pequeñas olas de luz violáceas y anaranjadas. Se diría que
apestaba a humedad y silencio, como si alguien al acecho estuviera alerta y
fuera capaz de todo y de nada.
Dentro olía a rancio, a cueva no
usada desde hacía muchas estaciones. Con pelusas de animales que encontraron
enganchadas en la retama improvisaron una antorcha. Un palo y grasa de animales
hicieron el resto. Tras un buen rato, Jock consiguió encender la hoguera salvadora.
Había perdido rapidez generando fuego, pero su muñón apretaba seguro contra su
mano derecha el palito que vertiginoso iba y venía girando sobre la tablilla y
la yesca, consiguiendo siempre prender una llamita que crecía con ayuda de
soplidos entrecortados y potentes, pequeñas ramitas, palos y más grasa. Buscó
entre los sacos y escogió unas hojas y ramas. Las olisqueó y dio a valorar a
Gam. Ambos asintieron y prepararon brevemente el fondo del escondrijo para
pasar la noche.
Aullidos de lobos sonaron en la
distancia. Junto a un charco dos ciervos, un cervatillo y pequeños roedores
bebían vigilantes la llegada de predadores con orejas puntiagudas y dientes
poderosos. Preparó su tira-piedras y seleccionó con una mirada tres piedras del
tamaño de huevos grandes. Un silbido corto se estrelló contra un animal de rabo
largo que se deslizaba lento hacia los bebedores y ya presto al ataque por
sorpresa. Una segunda pedrada lo volteó a corta distancia del borde de uno de
los grandes charcos.
Se había interpuesto a los
designios de la naturaleza, rompiendo el equilibrio vida-muerte en aquellas
tierras silenciosas. Un escalofrío corrió por su espalda, los ancestros del
cazador no pararían hasta darle a él caza -pensó. Bueno estaría vigilante. Si
había escapado a un “Gran padre” ¿cómo no lo haría ante las pequeñas amenazas
de aquellos pequeños ancestros? Los ciervos y los otros animales se alejaron
cuando a lo lejos la luna encendió la silueta de Jock en un fondo de cielo
apagado tras el atardecer.
Con un palo movió el cuerpo del
depredador y observó que de su boca pendía un hilo de líquido rojo que le
recordó al que había visto brotar muchas veces en cacerías o cuando las agujas
de algunas plantas cortaban o pinchaban su piel. Aquel líquido debía ser, el
vínculo con la vida, no cabía duda que cuando brotaba con fuerza avisaba de que
la vida cambiaba de morada. Tendría que hablar con Gam de aquello y tratarlo en
el próximo encuentro de brujos, -pensó.
Arrastró el cuerpo al interior
del escondrijo y con destreza separó la piel. Aquella pieza no era pequeña y
serviría su piel para abrigar a su hijo cuando vinieran las nieves y los fríos.
Una mirada al firmamento le sacó de su ensueño. La gran luminaria de la noche
brillaba con fuerza rodeada de halos de colores que hacían entre ver tiempos
difíciles para todos. En los charcos se creaban oleadas de luces suaves que se
movían agrandando y achicando la boca negra de la cueva, con la brisa de la
noche. Comieron despacio saboreando el regalo de la naturaleza y pensando que
tal vez el destino los llevaría de nuevo rápido hacia su tribu, hacia sus
compañeros y hacia su hijo.
La mañana levantó brumosa. Nubes
bajas hacían difícil ver nada más allá de los charcos. Recordó la escena de
caza y se sorprendió una vez más de su puntería. El “Gran Padre” que segó su
antebrazo había abierto caminos insospechados e increíbles en su existencia.
Gam se acurrucó un poco, tapándose con algunas pieles y ramas, para huir de la
humedad del amanecer. Jock la besó con cariño y le acercó un poco de agua
limpia y algunas semillas. Al poco rato el sol cortaba a lo lejos las nubes e
iluminaba nuevas montañas y valles, a dos soles de camino. Manadas de grandes
búfalos rumiaban a lo lejos; el color brillante de la hierba, salpicada por
flores violáceas mojadas por rocío, creaba una atmósfera insuperable.
Corrieron en su camino casi tan
rápido como el gran espíritu de la luz, del calor y de la vida. Se diría que a
lo lejos, pequeñas siluetas trazaban caminos de tibieza y lugar seguro. Nada
explicaba aquella sensación angustiosa, aquella llamada desde su interior, que
desde hacía media luna martirizaba su existencia y raptaba sus sueños por las
noches produciéndole dolores insoportables –pensó Gam.
La llegada a la cueva fue todo un
acontecimiento. Los vigías los habían avistado hacía rato y la gran matriarca
reunió a todos, junto a una hoguera que manos no muy expertas habían encendido
para recibir a Gam y Jock. Despacio, con movimientos y palabras ceremoniosas
hablaron de su viaje. Muchas cosas quedaron en el secreto de los brujos y de
los atardeceres. La sola visión de las pieles llenas de extrañas plantas era
tranquilizadora para todos, menos para la pareja, que sabían que las plantas
eran necesarias sobre todo en momentos difíciles, cuando la vida, cuando los
espíritus se inquietaban ante la soledad extrema, pero que también raptaban a
los seres queridos infundiéndoles el sueño eterno.