domingo, 26 de febrero de 2017

Vida dando magia a la vida (IV)

El camino de vuelta a casa

El reducto de los brujos quedaba ya a media jornada cuando la gran luminaria apuntaba por poniente que no llegarían más allá de las colinas y que tendrían que buscar abrigo que los escondiera de los posibles acechos de la oscuridad. Los hatillos que portaban no eran pesados, pero si voluminosos y exigían concentración y pericia para portarlos evitando que su contenido pudiera deteriorarse.
Llevaban algo de grasa que facilitaría encender una hoguera que les calentara. Además ya habían visto correr algunos conejos y volar bajo a aves de cola larga. Y no les sería difícil asar uno al fuego. Jock desde que perdiera su mano había ejercitado con primor su extremidad opuesta y había llegado a ser un experto usando el tirapiedras para atontar, si no matar, a pequeños animales desde distancias mucho mayores a las que un brazo poderoso haría llegar.
Tras un largo caminar y atardeciendo, el disco luminoso se aprestó a reflejarse en charcos no lejanos a dos oquedades que parecían abrirse hacia el interior de la tierra. Aquellas dos bocas no eran fácilmente visibles desde lo lejos por la presencia de árboles que empezando la estación lluviosa daban unos frutos marrones por fuera y blanquecinos por dentro, que servían de comida a ciervos, a cochinos de largos y curvos dientes y a pequeños animales de colas amplias de largos pelos.
Cuesta arriba pisaron los charcos de colores rojizos que se extendían en las pequeñas explanadas haciéndolos pedazos y levantando pequeñas olas de luz violáceas y anaranjadas. Se diría que apestaba a humedad y silencio, como si alguien al acecho estuviera alerta y fuera capaz de todo y de nada.
Dentro olía a rancio, a cueva no usada desde hacía muchas estaciones. Con pelusas de animales que encontraron enganchadas en la retama improvisaron una antorcha. Un palo y grasa de animales hicieron el resto. Tras un buen rato, Jock consiguió encender la hoguera salvadora. Había perdido rapidez generando fuego, pero su muñón apretaba seguro contra su mano derecha el palito que vertiginoso iba y venía girando sobre la tablilla y la yesca, consiguiendo siempre prender una llamita que crecía con ayuda de soplidos entrecortados y potentes, pequeñas ramitas, palos y más grasa. Buscó entre los sacos y escogió unas hojas y ramas. Las olisqueó y dio a valorar a Gam. Ambos asintieron y prepararon brevemente el fondo del escondrijo para pasar la noche.
Aullidos de lobos sonaron en la distancia. Junto a un charco dos ciervos, un cervatillo y pequeños roedores bebían vigilantes la llegada de predadores con orejas puntiagudas y dientes poderosos. Preparó su tira-piedras y seleccionó con una mirada tres piedras del tamaño de huevos grandes. Un silbido corto se estrelló contra un animal de rabo largo que se deslizaba lento hacia los bebedores y ya presto al ataque por sorpresa. Una segunda pedrada lo volteó a corta distancia del borde de uno de los grandes charcos.
Se había interpuesto a los designios de la naturaleza, rompiendo el equilibrio vida-muerte en aquellas tierras silenciosas. Un escalofrío corrió por su espalda, los ancestros del cazador no pararían hasta darle a él caza -pensó. Bueno estaría vigilante. Si había escapado a un “Gran padre” ¿cómo no lo haría ante las pequeñas amenazas de aquellos pequeños ancestros? Los ciervos y los otros animales se alejaron cuando a lo lejos la luna encendió la silueta de Jock en un fondo de cielo apagado tras el atardecer.
Con un palo movió el cuerpo del depredador y observó que de su boca pendía un hilo de líquido rojo que le recordó al que había visto brotar muchas veces en cacerías o cuando las agujas de algunas plantas cortaban o pinchaban su piel. Aquel líquido debía ser, el vínculo con la vida, no cabía duda que cuando brotaba con fuerza avisaba de que la vida cambiaba de morada. Tendría que hablar con Gam de aquello y tratarlo en el próximo encuentro de brujos, -pensó.
Arrastró el cuerpo al interior del escondrijo y con destreza separó la piel. Aquella pieza no era pequeña y serviría su piel para abrigar a su hijo cuando vinieran las nieves y los fríos. Una mirada al firmamento le sacó de su ensueño. La gran luminaria de la noche brillaba con fuerza rodeada de halos de colores que hacían entre ver tiempos difíciles para todos. En los charcos se creaban oleadas de luces suaves que se movían agrandando y achicando la boca negra de la cueva, con la brisa de la noche. Comieron despacio saboreando el regalo de la naturaleza y pensando que tal vez el destino los llevaría de nuevo rápido hacia su tribu, hacia sus compañeros y hacia su hijo.
La mañana levantó brumosa. Nubes bajas hacían difícil ver nada más allá de los charcos. Recordó la escena de caza y se sorprendió una vez más de su puntería. El “Gran Padre” que segó su antebrazo había abierto caminos insospechados e increíbles en su existencia. Gam se acurrucó un poco, tapándose con algunas pieles y ramas, para huir de la humedad del amanecer. Jock la besó con cariño y le acercó un poco de agua limpia y algunas semillas. Al poco rato el sol cortaba a lo lejos las nubes e iluminaba nuevas montañas y valles, a dos soles de camino. Manadas de grandes búfalos rumiaban a lo lejos; el color brillante de la hierba, salpicada por flores violáceas mojadas por rocío, creaba una atmósfera insuperable.
Corrieron en su camino casi tan rápido como el gran espíritu de la luz, del calor y de la vida. Se diría que a lo lejos, pequeñas siluetas trazaban caminos de tibieza y lugar seguro. Nada explicaba aquella sensación angustiosa, aquella llamada desde su interior, que desde hacía media luna martirizaba su existencia y raptaba sus sueños por las noches produciéndole dolores insoportables –pensó Gam.
La llegada a la cueva fue todo un acontecimiento. Los vigías los habían avistado hacía rato y la gran matriarca reunió a todos, junto a una hoguera que manos no muy expertas habían encendido para recibir a Gam y Jock. Despacio, con movimientos y palabras ceremoniosas hablaron de su viaje. Muchas cosas quedaron en el secreto de los brujos y de los atardeceres. La sola visión de las pieles llenas de extrañas plantas era tranquilizadora para todos, menos para la pareja, que sabían que las plantas eran necesarias sobre todo en momentos difíciles, cuando la vida, cuando los espíritus se inquietaban ante la soledad extrema, pero que también raptaban a los seres queridos infundiéndoles el sueño eterno. 

sábado, 18 de febrero de 2017

Vida dando magia a la vida (III)

Un encuentro de brujos y una premonición

Rozando la noche más calurosa y corta de la estación seca se habían reunido con otros jefes de otras tribus, a varias jornadas de distancia de su amada cueva. En ella, su hijo, había quedado al amparo de otras mujeres que a su vez cuidarían de sus propios hijos.
Entre los brujos y chamanes existía respeto y se evitaba cualquier mención a tabúes y zonas de caza; sin embargo, era preceptivo hablar de los ritos ancestrales y de los remedios que se acuñaban durante tales ceremonias. Solo algunas mujeres tenían acceso a aquellas reuniones, entre ellas destacaba la gran matriarca que conociera el terremoto devastador de cuatro generaciones atrás y aquella mujer cuya fama había llegado hasta donde el agua sabía salada, por su vigor, arrojo y sabiduría evitando la pérdida del líquido rojo de la vida de Jock.
Druidas, chamanes y brujos portaban en sus grandes sacos otros más pequeños con plantas, hojas secas, raíces, vejigas de animales llenas de grasa en donde se mezclaban hojas pulverizadas durante días por el golpear y rozar de piedras. Desde aquella planta cuya raíz recordaba a un homúnculo, a un ser vivo, cuyo nombre se evitaba nombrar, hasta el alucinógeno de los magos de las montañas, que parasitaba a grandes árboles chupando el líquido que los mantenía vivos, todo era magia. Aquel, mostró una seta roja rodeada de musgo verde, para que no perdiera sus propiedades alucinógenas. Otro enseñó un vegetal que recordaba un falo maloliente y que aseguraba potencia eterna. La matriarca mostraba la planta de grandes hojas y flores blanquecinas que cambiaba el aspecto de sus ojos haciendo borrosa la visión. Algunos brujos exponían y mordían con cuidado cuernecillos negros adosados a espigas que producían extrañas sensaciones. La mayoría enseñaba y hablaba de plantas y frutos que exudaban líquidos blanquecinos que apagaban el dolor. Otros apretaban entre sus dedos bolitas violáceas cuyo jugo amargo-oleoso ayudaba a mantener la piel joven. Uno con tez morena y aspecto y formas distantes revelaba unas raíces que recordaban a los seres reptantes cuya picadura apagaba la vida, y aseguraba que curaban la demencia de los mayores. El más fuerte mostró raíces, como palos, cuyo jugo al mascarlas dejaba un sabor dulce. Por último no faltaban las plantas que llamaban al sueño y los frutos verdes que crecían cada dos años, cuyo jugo al tragarlo producía la muerte física. Pero la más reclamada de todas las plantas fue la que salvó a Jock de morir. Gam la mostró con sigilo y misterio. Todos creyeron reconocer a esa planta verde que al tocarla producía gran escozor. Ahora estaba seca, incluida en una masa blanquecina, en el interior de unos recipientes de piedra pulidas por el roce de otras piedras que servían para obtener puntas de flechas, cuchillas para separar pieles. Todos la tocaron, y llevaron a la punta de la lengua para tener una impronta generosa de la misma; algunos se hacían cortes en los brazos para comprobar los efectos milagrosos de la misma. Jock también habló de una piedra que mantenida en agua junto al hogar, donde se cocían animalillos y plantas, tenía la virtud de maniatar el veneno de la mordedura de los seres que horadaban la tierra y se movían deslizándose. Nadie le creyó, excepto Gam.
Por la noche, el firmamento sorprendía por su cuajar de estrellas. Una gran hoguera incitaba a bailar y beber brebajes que elevaban el espíritu más allá de las luces colgadas en la oscuridad del cielo. Plantas que daban olor y crepitaban hacían el momento más intenso. Algunos pintaban sus rostros con jugos de plantas, pareciendo aún más brujos. Se diría que otros volaban montados sobre ramas de retamas hacia cielos imaginarios donde se harían eternos.
Gam y Jock se perdieron por el bosque buscando engendrar nueva vida. La noche se hizo mágica en aquel encuentro; lechuzas y grillos armonizaban sus éxtasis y desgarros. La mañana se presentó pronto mientras muchos dormían junto a los rescoldos. De nuevo historias, encuentros, secretos y nuevos repartos de plantas y conocimiento llenaron su existencia durante dos jornadas.
El tercer día muchos hablaron de un lago gigantesco a cuyas orillas crecían plantas y había caracolas. Plantas que almacenaban en sus raíces ese sabor salado que necesitaban chupar para no morir como cuando falta el agua. Aquel gran lago no estaba lejos, bastaba cruzar aquellos montes y desde arriba se vislumbraba una enorme extensión de agua que incitaba a pensar que el mundo seguro terminaba donde ellos estaban. Recogieron muchas plantas algunas que flotaban en el agua de color marrón, otras verdosas, otras rojizas. Todas eran raras, algunas resbaladizas y muy llamativas recordando aquellas plantas que crecen en los bosques y que nadie aun sabe de sus propiedades. Regresaron al lugar de reunión y volvieron a intercambiar experiencias y sueños.
Una sensación extraña recorrió el cuerpo de Gam, bien temprano. El ser del firmamento que daba calor todos los días, empezaba a dar también luz rompiendo tinieblas y parecía hablarles, contarles una historia desde muy lejos. Alguien los llamaba y no sabía por qué. Temió que los señores de la noche hubieran raptado la semilla que ya crecía en su interior y besó a Jock. No fue necesario nada más, sin despedirse cogieron sus pieles llenas de nuevos misterios y se encaminaron deprisa, de vuelta, hacia su tribu. 

martes, 14 de febrero de 2017

Vida dando magia a la vida (II)

El poder de la magia

Desde hacía varias lunas la tribu se esforzaba para que la nueva cueva estuviera lista para la fiesta del equinoccio. Todos deseaban que llegara esa fecha a partir de la cual los días durarían más y la tierra brillaba con todo su esplendor. En ella se invocaba a los ancestros en los ritos más inverosímiles.
Habían pasado muchas estaciones desde que Jock perdiera su mano y parte del brazo en la lucha con un “Gran Padre”. Ahora todo era diferente. En la benevolencia de las cosechas y del cielo, la tribu había duplicado su población. Ya casi nadie recordaba la época de escasez, la tormenta de fuego, la lucha por la supervivencia. A pesar del esfuerzo de Jock y Gam, había sido imposible ampliar algunas galerías de la antigua gruta. Aguas subterráneas, ya crecidas y casi a flor de suelo, hacían imposible la vida en la zona que miraba al norte de la misma. Además, allí jamás llegaba ni el más mínimo rayo de sol, aspecto que incrementaba aún más la sensación de frío, mientras que la falta de ventilación impedía abrir y mantener en funcionamiento otro hogar.
Con destreza su muñón sabía retener contra su cuerpo cualquier cosa, desde comidas a ramas, pasando por piedras y hojas para el ritual de la estación que hacía menguar las noches coincidiendo con las nieves y los fríos. En las lunas que siguieron a la gran lucha, la pareja había reactivado el contacto con la naturaleza y con ellos mismos, se diría que habían crecido en el conocimiento sobre nuevos remedios para el cuerpo y para el alma y su sabiduría había medrado como el niño que lo sacara del sueño de la muerte.
Llovía a cántaros. Desde hacía jornadas el agua no paraba de caer, y parecía que todos los hechiceros del cielo se habían puesto de acuerdo para ahogar a los seres infelices de la tierra. Poco a poco la temporada de lluvia fue amainando. Las luces de la aurora empezaban a llenarlo todo. Había llovido torrencialmente y grandes lagunas se extendían enfrente de los pobladores de aquellas cavernas. Los niños no habían visto nunca tanta agua y por tanto no estaban acostumbrados a que los dejaran jugar y chapotear. Pero hacía calor y la gran matriarca consideró que era una buena oportunidad para que aprendieran a sumergirse en el agua hasta la altura de la cabeza, y a permanecer dentro de la misma sin que ello implicara auténtico peligro. También aprenderían a deslizarse en la orilla de las enormes charcas sobre la arcilla resbalosa y a guardar el equilibrio. Era sin duda un buen ejercicio de iniciación a la caza, ya que muchos de los guerreros y cazadores debían acercarse a los ríos y los lagos para cazar aves y animales e incluso coger peces que se acercaban curiosos a las orillas de los mismos. Por las noches algunos animales pequeños abrevaban en las lagunas, pero ningún “Gran Padre” osaba acercarse y beber agua de ellas, dada la cercanía con la cueva y los posibles cazadores.
Durante muchas jornadas los niños jugaron en las lagunas, cuyo nivel de agua menguaba de forma relevante cada Luna. El agua se mezclaba con la arcilla que cubría los cuerpos de los niños, dándoles un color rojizo y frenando el ataque de los parásitos. Los niños hacían bolas con la arcilla y se disparaban proyectiles con las manos durante largos periodos. Algunos impactaban en la cara y el pecho haciendo reír y desternillarse a muchos de ellos y de los mayores que los contemplaban.
Dos de los más traviesos corrían uno tras otro embadurnándose de arcilla. El mayor persiguió veloz al pequeño con barro en las manos hacia las proximidades de la entrada de la gruta junto a la boca de la nueva cueva y lo acorraló junto a un hueco amplio no muy profundo cuyo techo en curva lo protegía de las inclemencias del día y de la noche. Tras un movimiento esquivo por parte del pequeño, el niño mayor plantó sus manos embarradas en la pared, para seguir corriendo de nuevo tras el pequeñajo.
Días después Gam observó boquiabierta la imagen rojiza sobre una zona algo más blanquecina de la pared y pensó que los espíritus enseñaban sus manos en señal de amistad por los juegos y aprendizajes de los infantes. Gam vigilaba desde entonces las proximidades de la cueva y el lodazal de las pequeñas charcas donde jugaban y se rebozaban los pequeños. La misma pelea, el mismo juego, carreras similares dieron lugar a que nuevas manos quedaran impresas sobre algunas zonas de la pared.
Aquella noche Gam y Jock comentaban y discutían sobre aquel objeto de la magia que sin querer los niños habían poseído. Gam buscó arcilla roja limpia y casi seca y la mezcló con diferentes grasas de animales y se la llevó a la boca masticándola e impregnándola de saliva hasta obtener una pasta semilíquida. En un abrir y cerrar de ojos, sin percatarse, pisó un poco de arcilla y resbaló mientras que su cabeza y boca chocaban con gran estrépito contra la pared vertiendo y derramando la pasta arcillosa alrededor de la mano que se apoyaba en la pared, mientras perdía el conocimiento y se desplomaba. Jock al verla en el suelo temió por su salud y la levantó en brazos y la llevó a la cueva, dejándola reposar sobre las pieles que formaban su lecho.

Dos lunas después, ante la mirada expectante de niños y mujeres mayores, Gam abría los ojos, sin recordar lo que había sucedido, y preguntaba sobre la tribu y cuánto tiempo había estado ausente. Varias lunas después la tribu celebraba en la nueva cueva que Gam era de nuevo su Chamán y que los niños habían descubierto cómo entablar amistad con los señores de la tierra y con el alma de sus ancestros. 

miércoles, 1 de febrero de 2017

Vida dando magia a la vida (I)

Después de haber escrito una historia fantástica hace unos días, me he sentido animado y he dado luz a otra, probablemente más aburrida, pero si quieres más farmacéutica, más boticaria. Mi querida Kirke me ha mostrado que ella es un poco bruja y por tanto hacedora de encantos y venenos que tan pronto sanan como quitan vida, si no es que te convierten en animales prodigiosos que luego aman o renacen en su existencia. Los farmacéuticos, al menos los antiguos, nos hemos sentido dueños del conocimiento de las plantas, de sus valores y propiedades. Nos hemos sentido chamanes y hacedores del bien a través de los espíritus que en ellas se encuentran. En un mar de prisas y de no saber hacer, hoy todo eso parece olvidado, pero a mí, hace ya muchas generaciones, me salvaron la existencia.



Vida que genera vida

Aquel olor en el ambiente no le resultó desconocido. Miró a la lejanía y atisbó algunos nubarrones; el viento olía a tormenta seca. Se aprestó a encender la gran hoguera. Aquella ceremonia sólo la hacían los elegidos. Desde que el viejo chamán le enseñara años atrás, no había dejado de hacerlo, sólo, día tras día, incluso cuando una picadura de un escorpión lo puso a las puertas de la muerte. Pero aquello era algo más que mantener alejados a los señores de la noche. Aquello era la vida, el calor que mantenía unida a su tribu, el símbolo de la existencia y del espíritu luminoso en las profundidades ignotas de la oscuridad.
Una sonrisa se encendió en su cara, pero un relámpago la apagó al instante. El rayo había caído cerca. Un estampido colosal llenó la cueva y el eco hizo temblar algunas tinajas llenas de agua que se almacenaban al fondo, junto a montones de semillas que se desparramaron por el suelo e hicieron vibrar a sonajeros de conchas que esperan a la primavera para entretener a los más pequeños en sus burdas cunas.
De nuevo volvió a sonreír, pronto llegarían las grandes lluvias que harían posible el milagro de cada cuatro estaciones y todo se llenaría de vida y de alegría. Se imaginó a pequeños corriendo por aquí y por allá, tocándolo todo, jugando y sembrando júbilo. Habían sido tiempos difíciles; poco que comer y un espíritu maligno que había raptado a su chamán, a sus padres y a una veintena de niños famélicos con sus madres. Tampoco los hombres que marcharon lejos a buscar otros nichos habían regresado y de aquello ya hacía casi siete lunas. Se diría que allí no había otra cosa que su esperanza. Recordó brevemente aquella vez que con otros de la tribu cruzó un brazo ancho de agua salada que separaba dos grandes cordilleras. Iban a la búsqueda de plantas silvestres que crecían en la otra orilla a una luna de camino. Aquellas plantas mejoraban la salud y hacían fuertes y fértiles a las hembras y a los guerreros que las tomaban al salir la luna llena.
Un hilillo de humo arrancó de la punta de una rama lisa junto a sus pies y se lanzó como empujado por un resorte a soplar suave, pero acertadamente hasta que la yesca empezó a arder. Luego con la mano izquierda acercó unos palitos y más hierba seca, todo iba como de costumbre. El viento arreciaba y debía darse prisa. Luego llenaría con grasa su escudilla y encendería también el hogar al fondo de la cueva, antes de que las mujeres y los niños volvieran de recoger raíces y pequeñas ramas.
Miró a lo lejos y adivinó un grupo que se acercaba de prisa. Más allá, mirando a las colinas, el rayo había creado una antorcha que haciéndose cada vez más brillante armonizaba con los rayos del sol que se colaban entre las nubes. Si el viento no menguaba, la lengua de fuego se extendería peligrosamente por el valle alejando pequeños animales y aniquilando algunas plantas y raíces que servían de sustento en aquellos días –se dijo.
Al fondo de la cueva, las sombras que proyectaba la gran hoguera de la entrada, se movían veloces. Las mujeres que habían quedado en la gruta se agitaban veloces preparando, recogiendo no sé qué antes de que el grupo recolector llegara. La potente hoguera junto a la puerta ya sugería las proximidades de la noche. Aseguró una lianas que mantendrían las defensas contra el viento y, si llovía, evitarían que se apagara el fuego protector.
El silencio heló su existencia y sintió incertidumbre y frío. La cintura de su compañera había crecido, y como había visto en otras ocasiones, también ocurriría el milagro en unas pocas lunas. Pero no siempre venían bien las cosas, muchas mujeres morían en el parto y los niños con ellas –pensó. Era algo que las mujeres llevaban muy en secreto, se diría que la estación de las flores las poseía y que como magia su cintura crecía y crecía, para de pronto deshincharse y aparecer al atardecer casi arrastrándose con una criatura entre sus brazos que no paraba de chupar de los pezones y de llorar cuando no lo hacía. Él había visto el nacimiento de cervatillos, a lo lejos entre la maleza, pero el de los nuevos miembros de su tribu era tema tabú. Sólo las mujeres mayores cuidaban de las jóvenes antes de que ellas se perdieran entre los árboles buscando algún sitio, alguna rama donde poder agarrarse para poder parir con fuerza.
En las noches frías sus cuerpos habían viajado juntos por un sinfín de rincones. No entendía que era lo que hacía que se buscaran hasta unirse en un yo profundo. Desde hacía cinco lunas, cuando ella vomitaba los huevos y algunas semillas que el daba, no había vuelto a disfrutar a soñar con aquello. No paraba de anhelar sus abrazos y los rincones de su cuerpo, pero intuía que algo inmenso crecía en el seno de la mujer que amaba y eso  era algo muy importante, quizás su primer hijo o su primera hija. Se lo imaginó cazando a su lado y aprendiendo las artes de las plantas y del fuego.
Ya se escuchaban en la cueva el ruido de pasos y las risas de los niños pequeños jugando y saludando a los recién llegados. La recolección había sido parca y solo tres pieles venían medio llenas con raíces y una con semillas, muchas de ellas ya fruto del ataque de pequeños animalitos, como los que picaban y hacían molestas heridas, y que también eran cada día más escasos. Tendrían que salir pronto a buscar más comida si querían sobrevivir a la estación de las lluvias y del frío.
Se acercó a la boca de la gruta y se llenó de espanto. A lo lejos el fuego crecía sin freno y barría sin piedad lo que encontraba. Un sinfín de centellas llenaba el cielo encendiendo nuevas hogueras y haciendo trepidar el suelo. Corrió al hogar y llamó a todos con un profundo gruñido. Los espíritus deberían estar contentos para que ellos también lo estuvieran -señaló. Algunas pocas mujeres preñadas se movieron torpemente hacia el brujo que iniciaba algo mágico, inentendible, que en sólo dos ocasiones de su vida había invocado desde que se hiciera responsable de la tribu. La noche se antojaba larga y peligrosa.
A pesar de la profundidad de aquel reducto y la lumbre vigorosa del hogar, las centellas exteriores salpicaban de luz las caras horrorizadas de los niños que se apretaban contra sus madres. Algunas ramas y semillas ardieron con estrépito y llenaron de humo y aroma la totalidad de la cueva. Aquel olor a plantas serenaría a los espíritus de sus ancestros, del cielo, y del fuego y devolvería la paz a los seres de la noche. Fuera el viento rugía con fuerza haciendo el momento aún más increíble. Un remolino colosal arrancaba árboles ardientes y los elevaba lejos, llenado todo de fuego. La ceremonia se hizo íntima. Todos murmuraban repitiendo las palabras del joven chamán una u y otra vez hasta caer exhaustos. Dos de los guerreros tomaron sus palos de caza y los hicieron chocar con estrépito acallando el ruido exterior de la tormenta. Otro golpeaba unas pieles tensas creando un vibrar profundo que avivaba el éxtasis. Algunas mujeres jugaban con manojos de caracolas unidas por pequeñas ataduras creando un momento insuperable.
Poco a poco el sopor se fue adueñando de todos hasta que sólo él quedó despierto. Su hembra resplandecía con matices azules, amarillos y rojizos que llegaban desde el hogar, mientras que su vientre parecía cambiar lentamente de tamaño y de forma empujado por algo que se movía en el interior.
El viento arreciaba, nada movería al grupo a arriesgarse en plena noche, ni siquiera si ella se pusiera con dolores de parto, -pensó. Miró fuera, las últimas luces de la noche estaban desapareciendo y con ellas la tormenta, mientras sus pensamientos llamaban a los espíritus de sus ancestros para que protegiera a la tribu, a su esposa y su hijo. El espíritu de la noche, ya más tranquilo, incitaba a dormir. Poco a poco fue cayendo en las redes de los sueños y las pesadillas.
Los días pasaban lentamente, la tormenta de fuego había arrasado los campos vecinos y la leña y las ramas eran cada vez más escasas. Aquella noche, hizo el rito de la hoguera con la mitad de las ramas. Miró a la noche y la encontró tranquila. Todos dormían y él se entregó a su alma. En el cielo las estrellas crepitaban haciendo un cielo hermoso. El cansancio se apoderó de él y se entregó a sus ancestros.
Un ruido silencioso lo sacó de sus sueños y puso alerta. Junto a su cama de pieles, dormía tranquila su mujer, con el vientre cada vez más voluminoso. Buscó un cuchillo de mango de hueso que había fabricado muchas lunas atrás, cuando sus manos y su cuerpo le hicieron hombre. El fuego del hogar se había transformado en rescoldos, y fuera, la hoguera, no era nada más que una columna de humo. Dos ojos brillaron en la penumbra y el pánico le apretó aún más contra su cama y su ser querido. Aquello se movía sigiloso, husmeando a veces, otras reptando, acercándose a aquel que olía a miedo, a aquel que adivinaba su víctima, a su enemigo.
Un rugido inmenso llenó la cueva y una masa dos veces su tamaño se irguió y apresto al ataque. Con destreza clavó sobre el pecho de la fiera el cuchillo haciendo brotar un manantial de sangre. Un zarpazo le lanzó hacia el fondo, mientras su antebrazo se movía solitario en el suelo de la cueva. Todo fue un espanto. Las mujeres corrían, los niños gritaban, los guerreros clavaban sus palos en los ojos de la fiera que agonizaba. Al fondo el chamán se desangraba. La hembra gritó de dolor y se acercó al hatillo, escondido bajo unas piedras. Buscó unas hojas en el fondo, un polvo blanco y unas ataduras que había visto tejer a su hombre con restos de tejidos de animales. La sangre manchaba todo por doquier, pero las hojas, el polvo y la presión de la ligadura habían logrado reducir, poco a poco, aquel arroyo de color rojizo que brotaba del amputado brazo. Mientras, el chamán hablaba con los espíritus del más allá en un sueño profundo del que ella no fue capaz de sacarlo.
La tribu parecía deambular durante la última luna ante de que noche y día igualaran su distancia. Nadie encendía hogueras, el señor del fuego aún dormía, y solo los guerreros apostados y vigilantes mantenían a raya a los espíritus y animales de la noche, mientras el peleaba incansable con la muerte.
El sol bajo del equinoccio penetraba hasta el fondo de la cueva encendiendo, contagiando todo del verde esmeralda de algunos frutos y semillas que se esparcían por el suelo. Parecía que las almas de la tribu trepaban rayo arriba hacia el firmamento en el silencio de las pesadillas del durmiente. Un llanto pequeño, apagado se posó sobre su alma. Sin saber cómo, el calor de un cuerpecito movió su aliento y su brazo. Pero allí no había nada, solo dolor en una mano inexistente. Un beso se posó en sus ojos y un olor amado abrió su vida a la esperanza. Sobre su pecho un niño de pocos meses buscaba los pezones de su madre y lloraba.


Enero 2017