miércoles, 2 de noviembre de 2016

Un lugar para el recuerdo

    Lanzarote respondió a todas las expectativas que tenía desde hacía años. Previamente había estado allí moviéndome por la isla, conociendo rincones increíbles de norte a sur, desde Arrecife a Punta Fariones, a Punta Pechiguera, pasando por la Cueva de los Verdes, disfrutando del Mirador del Río, de las montañas de Timanfaya, que guardaba grabados a fuego en mi retina y que hacían imborrables el ímpetu de la naturaleza volcánica, la fuerza del mar contra la roca negra que generaba espuma esparcida por doquier que lavaba mi rostro y mi existencia.
    Tenía a mi lado una mujer que tan pronto hacía soñar como despertar con dolor amando. Era la búsqueda de lo imposible lo que nos llevó tras una hora de coche a otro rincón inolvidable. Tras un pequeño paseo a pie, deslumbrados por la conjunción de sal y sol, el mar tranquilo y una laguna de color verde oliva, hicieron mis delicias y transportaron mis sueños lejos.
    No he sido capaz de saber si aquello fue verdad o forma parte de mis encuentros oníricos, sólo tengo una muestra de aquello que debió ser, la foto visual del armazón de una barca, el esqueleto de sus costados y bancos, en un rincón que llamaban El Golfo. Tampoco podría decir si aquel armazón progresaba para navegar o regresaba para morir en la arena.
    El espacio se hizo pequeño rodeado de lava que avanzaba, ya hecha piedra, hacia la orilla y quedaba colgada a modo de cortinas que hicieron el momento aún más íntimo. En mi mano un rudo martillo con una piedra atada Dios sabe cómo, golpeaba despacio un trozo de madera que hacía penetrar, junto a la grasa, vegetales y retales de pieles que me hicieron recordar a la estopa y al viejo oficio del calafateo. No lejos, mirando críticamente, pero en silencio, una mujer de ojos profundos daba con el ligero movimiento de su cabeza el visto bueno a lo que veía. Mis ropas no eran otra cosa que pieles burdamente cosidas que tapaban parte de mi cuerpo y lo protegían del sol y de los golpes y arañazos.
    Levantó la brisa y secó algunas gotas de sudor que poblaban mis brazos y mi frente. A lo lejos en el horizonte, el mar apagaba el sol que desaparecía. Te busqué y amé junto a la barca, despacio, sin prisa, como nunca, y ya anochecido el verde de la laguna refulgía con fosforescencia inusitada.
    Las horas volaron como lo hicieron mis sueños. Ya amanecía cuando agradecía al cielo aquella noche. Me levanté del suelo y estiré, y allí no había ni rastro de la barca. A lo lejos una silueta remaba hacia el mar y echaba una red donde se encontraba mi alma.

He regresado a ese día, a este rincón de El Golfo, muchas veces y sueño a menudo en una aventura que me hará navegar, revivir aquello que me transportó a mis ancestros e hizo de mí un nosotros. 

martes, 1 de noviembre de 2016

Todos los Santos 1755

     Camino de Madrid oigo en la radio que un día como hoy, hace 261 años, día de Todos los Santos, un gran tsunami, un maremoto, originado a la par del terremoto de Lisboa azotó las costas de Huelva y de Cádiz y se llevó en estas provincias algunos millares de almas. En algunas iglesias de estas dos capitales han sonado hoy tristes, despacio las campanas, recordando aquel día y anunciando que la historia es cíclica, que otras olas enormes volverán y será de nuevo el llorar y el crujir de dientes. Sabía que este gran terremoto causó más de 70000 muertes y tuvo una magnitud de 8,7, situándose entre los más demoledores de la historia. Barrió literalmente la costa onubense cambiando todo el cantil y se hizo sentir tierra adentro en algunas regiones españolas.

  Miro al horizonte y se me llenan los ojos de olivares prontos a la cosecha, con un verde casi esmeralda que susurra un día entreverado de nubes. Se diría que el mar está llegando más allá de Moguer y Gibraleón, dando un toque de azul a los campos, casi a todo el Andévalo onubense.
A lo lejos suena una campana despacio, con un tañer insistente. ¿Avisa de barcos hundidos, de marineros naufragados, de desgracias cercanas a puerto? ¿Vienen piratas? ¿Ya han llegado? No sé, no está claro, la campana sigue sonando y es su toque algo distinto al de otras veces, se diría que avisa de algo terrible que se aproxima inexorable. Desde los cabezos del Conquero se divisa Saltés y más cerca la de En Medio, esa isla que las venidas del río han ido llenando, y allá a los lejos Punta Umbría, y quizás también se adivinan las siluetas de las almadrabas lejanas.
Palabras hondas bajo tierra han avisado hace un rato que a los Santos les duelen los muertos desde Lisboa hasta más allá de Sevilla. Las gaviotas vuelan tierra adentro y algunas cigüeñas, junto a las marismas, han levantado su vuelo. ¡Pocas barcas en la mar hoy! Hay un silencio que penetra doloroso, aún más que hace rato, cuando dos cuevas del Chorrito, no lejos del Santuario de La Cinta se hundieron aplastando a mujeres y niños que se aprestaban a comer algunos mendrugos de pan duro. Sus hombres, sus padres aún no han llegado de la mar. ¡Son tiempos tan difíciles!
Hoy la felicidad no campa por sus fueros. La Merced ha rajado su fachada en señal de duelo y movimiento; el Castillo, en lo alto, también sangra y otras muchas casas, junto al puertecillo, lo único que sostienen son suspiros y tristezas. Pero en la lejanía sigue la campana doblando con insistencia, alguien en la Torres Almenaras de La Antilla, La Rábida, Punta Umbría, manda señales luminosas hacia Huelva, hacía los poblados vecinos, avisando que olas gigantescas avanzan rápidas hacia la costa. Es inexplicable, no hay viento esta mañana; tampoco en Cádiz ha soplado el levante estos últimos, nadie habló de galerna en las costas africanas.
Grandes olas chocan contra la costa destrozando todo desde más allá del Guadiana al Guadalquivir, desde Cabo de San Vicente hasta Gibraltar, Ayamonte, la Redondela, la tierras de San Miguel, Punta Umbría, Huelva, San Juan, Sanlúcar son pasto del Gargantúa oceánico; inexorablemente millones de gotas vuelan hacia lo poco que queda en pie, barriendo morabitos en Saltés, barcas en la zona segura del puertecillo a cubierto de la desembocadura, pequeñas ermitas y algunos árboles. Monstruosa, se ha tragado a una familia que corría, y a otra, y a otra…., la ballena de Jonás parece insaciable, avanza por callejuelas solitarias, frenado su empuje los cascotes de algunas casas y los amasijos de adobe de otras muchas.
Ya la espadaña sonora se ha quebrado, la campana doliente ha silenciado su badajo en un baño de mar profundo. No basta Huelva la pescadora, el río, los ríos son canales fáciles para las olas gigantes que invaden territorios de otros tiempos recordando siglos atrás cuando tierra y mar hicieron de las suyas inundando tierra primitivas, arrancando árboles y aplastando poblados.
La desolación es total, el apocalipsis también, el agua ya no engulle, ya no mata como hace un momento arrastrando arados que cortaron brazos y a carruajes que aplastaron contra los escombros a niños, a sus familias y a su ganado. La vida ha sido vida hasta el final, hasta donde ha querido el espanto. Nada duele más que el silencio total.
Otras campanas, las más lejanas al puerto, informan de que ya todo pasó, de que ya no hay más peligro, que la tierra ha envejecido y que en su cara hay arrugas derrotadas, pero que ahora hay que llorar y rezar por los muertos. 

martes, 4 de octubre de 2016

Aquella noche de estrellas



Hoy me ha llegado la crónica de la muerte de Barraquer. Esta noticia junto a la lectura de unas páginas de Justine, volumen del Cuarteto de Alejandría, me han ayudado y apremiado a escribir estas líneas que he titulado “Aquella noche del 69”.
Ese verano y el siguiente fueron diferentes. Mi padre había sufrido un desprendimiento de retina que cambio el devenir de los veranos del final de mi adolescencia. Por un despiste, un amigo suyo cerró el capó del coche, cuando el aún sacaba una maleta, golpeándole la cabeza. Pasadas pocas horas, la visión se hizo confusa y la sensación de “agua” deslizándose por la retina señalaba, que en el ojo miope de mi padre, se había producido un daño que a todas luces parecía grave. Tras algunas consultas a profesionales y amigos mis padres decidieron en 1968 ponerse en manos del oftalmólogo más prestigios de la España de fines de los 60.
El Dr. Barraquer utilizaba por aquel entonces una técnica de láser para “coser” textualmente la retina desprendida, tratamiento que condujo posteriormente a su reconocimiento por múltiples universidades del mundo como Doctor Honoris Causa.
Tras una estancia larga en la clínica de Barcelona salpicada del cariño y entrega total de mi madre y de la incertidumbre del devenir postquirúrgico, mi padre volvía a Huelva. Yo ya había terminado los exámenes de un primer año de carrera caótico, salpicado de huelgas interminables que finalizaron con un curso de menos de 4 meses y con unos resultados bastante satisfactorios. Mi “tío” Pepe Macías y yo nos acercamos a recibirles al aeropuerto de San Pablo en Sevilla.
Venían serios pero esperanzados. Mi padre vestía gafas negras con unos cristales redondos oscuros, muy pequeños que eficientemente diafragmaban gran parte de la luz intensa que llegaba a nuestros ojos en la mañana calimosa de aquel verano sevillano. Al intentar darle un beso y un abrazo el impuso distancia para evitar golpes o sacudidas que pudieran dañar al ojo aún convaleciente. Ese verano fue para mis padres un verano de fines de semana en La Antilla, con estancias prolongadas en Huelva, mientras la Tata, como una segunda madre muy eficiente, se encargaba de nosotros. La vida requiere entrega y así mis progenitores lo entendían.
Llegó 1969 y ese verano supuso para todos nosotros un esfuerzo lógico. Mis padres decidieron que la casa de la playa debía alquilarse. La operación de mi padre, el años anterior, había supuesto un enorme dispendio, que unido a la estancia de los tres hijos fuera de Huelva por estudios universitarios requería voluntad de renuncia por parte de todos. Nos desplazábamos mi hermano y yo a la Ciudad Deportiva para disfrutar de la piscina. Yo tuve la suerte de pasar unos días en casa de mi tía Paquita con mis primos, particularmente con Vicente, al que me unía una enorme amistad.
Por aquel entonces la información se movía a niveles mucho más precarios que en la actualidad. El teléfono fijo era una cara rareza en los chalets de La Antilla y la llegada de los móviles se retrasaría más de 25 años. Aunque el periódico llegaba puntualmente con mi tío César, difícilmente mi atención se posaba sobre las páginas del periódico local El Odiel o El ABC de Sevilla. Esa tarde corrió la voz en la pandilla, a la hora de la siesta, en nuestra amada Sombra que se transmitía ni más ni menos que la llegada del hombre a la Luna. Siempre había estado a favor de los rusos y me alegraba de los éxitos de los soviéticos en la carrera espacial más que de los americanos. Pero aquello era impresionante, los Sputniks y los Apolos llevaban “guerreando” desde hace meses y habían sucedido accidentes que hacían presagiar que la llegada a la Luna se retrasaría aun unos años.
Bellita era la única que tenía televisión en un radio de kilómetros en los alrededores, los bares difícilmente podían permitirse un televisor que entretuviera a los espectadores. Por tanto su casa, adosada a la mía, junto a la Sombra sería el encuentro de decenas de jóvenes que pretendían pasar momentos trepidantes.
La noche era formidable, empedrada de estrella, de incógnitas, de gente de mi edad y algo mayores pertenecientes a diferentes pandillas que pacientemente nos disponíamos a contemplar un momento crucial para la humanidad. Era posible que la Tierra hubiera sido visitada por seres extraterrestres, pero aquella era la primera vez que le hombre ponía su pie en otro lugar de nuestro Sistema Solar. Era el sexto día de Luna creciente, nuestro satélite se movía lentamente hacia su poniente dejando entrever cada vez más estrellas y haciendo cada vez más difícil adivinar el sitio preciso donde algo grandioso estaba presto a suceder. No obstante, siempre me pregunté por qué los americanos habían despegado el 16 de Julio cuando la Luna presentaba su primera fase visible en el segundo día de su ciclo.
La televisión de casa de Belli era un caos. Se preciaban ligeras siluetas en una pantalla salpicada de miles de puntos blancos y negros que remedaban la neblina o la niebla. De nada servía mover la antena manual de izquierda a derecha o de atrás adelante.
 –¡Ahí, ahí! , se oía gritar cuando la silueta mejoraba brevemente su contraste haciendo la imagen algo más evidente. Al fondo se oía rugir la voz de Jesús Hermida, que ayudaba a creer que algo grande estaba ocurriendo en ese momento o era evidente iba a ocurrir.
Se hacían comparaciones inevitables con el Descubrimiento de América que hoy se me hacen irreales y anacrónicas. Colón y los hermanos Pinzones versus Armstrong, Aldrin y Collins. Aquellos intuían, estos sabían. Casi cinco siglos antes se sabía que la partida hacia lo que luego fue el Nuevo Mundo tendría lugar con la marea del 3 de agosto, pero se desconocía con que fuerza soplarían los vientos y el día y hora y el lugar preciso a donde se llegaría. El miedo al abismo en aquella tierra aún plana para muchos era evidente. Estos, los americanos tenían programada la llegada, e incluso hacían un enorme negocio con la transmisión vía radio y televisión a miles de espectadores y cómplices que oirían verían el alunizaje. Palos frente a Houston; Kennedy frente a los Reyes Católicos. Nada de eso esa importante. Realmente lo que brillaba en ambos hechos era que tanto antes como ahora partían voces al Universo del empuje de la raza humana.
El momento se hacía esperar, llevábamos horas, muchos en bañador, casi desnudos mirando aquella niebla, aquella televisión tramposa. Sin embargo, allí nos escapábamos del mundo, ni el Módulo Lunar, ni el salto de Armstrong o lo que estuviera ocurriendo era evidente a nuestros ojos.
Yo me moví hacia la playa, a refugiarme en la arena. Tumbado, mirando al cielo, sentí un enorme estremecimiento y una señal de pequeñez y desnudez. El firmamento era un gran panal de estrellas. Algunos objetos brillantes, pequeños, diferentes a estrellas fugaces y aviones se movían de forma segura y continua en el cielo nocturno, sugiriendo que el ser humano ya estaba visitando el espacio. Las estrellas, algunas tremendamente brillantes, impregnadas de cierta humedad, chorreaban luz en lo alto. La sensación era única; yo entre la tierra y el cielo, de noche, mirando observando, fotografiando desde mi soledad. Tal como dice Sabina -Y me dieron las doce y la una, las dos y las tres, y desnudo al amanecer, en mi pequeñez, me encontró la Luna.
Había sido un pequeño paso para el hombre y un salto gigantesco para la humanidad. Indudablemente había muchos mundos, pero aquella noche muchos estuvieron en nuestra querida Tierra.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

¡Felicidades Kiko!



Hoy 21 de septiembre, como hace justo 29 años me he despertado temprano, muy temprano. Ha sido una noche inquieta
Sobre las cinco y media ha sonado un eco musical delatando que un nuevo mensaje había entrado en uno de los móviles. Tu madre acudía celosa al teléfono buscando encontrar noticias de aquí y allende los mares. Yo he girado en la cama, mirado el reloj y recordado aquella noche, hace ya tanto tiempo, en la que tu madre, también despierta contemplaba por la ventana una tormenta lejana, allá en la sierra, esperando su propia tormenta generosa de aquel día.
Al despertarme le pregunté ajeno a lo que sucedía -Sara, cariño, ¿por qué no duermes?
-Paco, -me contestó –creo estoy de parto. -¿Estás segura? le pregunté de nuevo.
Luego los acontecimientos fueron los que tú sabes, los que nos has oído contar muchas veces. Una larga espera, un montón de inquietudes, un sinfín de números y minutos escritos de forma compulsiva, pero ordenada en un papel que aún atesoramos. La rotura de tu bolsa, el encajamiento un parto duro, primerizo que hizo a tu madre fuerte, héroe, madre.
Sonriente, a la larga espera en la puerta del paritorio, un médico acercándose a mí me comentó -Todo estupendo, solo le falta echarse novia- y al rato te pusieron entre mis brazos.
Eras precioso, rosado, blandito, indefenso, pequeño, recién nacido, llenando de ilusión y realidad nuestros corazones y nuestra casa.
Has sido norte de nuestras actuaciones, la vida en la casa de los Sánchez Bastida ha girado en torno a ti muchas veces, muchas veces. Me he sentido padre contigo en tantas ocasiones, estudiando, montando en bicicleta, recordando, soñar en poder ser útil. He sido muchas veces algo duro, quizás incomprensible, pero he querido ser padre sobre todo y tú me lo has hecho saber y sentir. Gracias.
Hoy en tu 29 cumpleaños estamos aquí de nuevo para mírate a los ojos y seguir peleando contigo, para decirte -¡la vida está ahí, es fantástica, cómetela!
¡El tiempo siempre vuela! A mi me gustaría de nuevo cogerte entre mis brazos y levantarte alto para ver como sonríes, participar de la fiesta de tu baño antes de la cena y de ir a dormir y despertarme a veces para seguir dándote el biberón como tantas veces y hablarte de Chunchín y de tantos cuentos olvidados que inventé para ti, cuando cada noche me decías -¡Hazme cosquillas!
Ser padre es tener un hijo y decirlo y pregonarlo y sentirlo y mostrarse orgulloso.
Han llegado a mí, casi por azar, unos versos, un soneto de Pablo Neruda que quiero sea mi mejor regalo de cumpleaños, que cuando te sientas sólo, alegre o triste, lo leas y releas hoy y en todos tus cumpleaños, que cuando lo leas recuerdes este momento, este día.
Gracias Kiko por permitir iluminarnos con tu luz, por creer que somos y seremos.




Tal vez no ser es ser sin que tú seas,
sin que vayas cortando el mediodía
como una flor azul, sin que camines
más tarde por la niebla y los ladrillos,

sin esa luz que llevas en la mano
que tal vez otros no verán dorada,
que tal vez nadie supo que crecía
como el origen rojo de la rosa,

sin que seas, en fin, sin que vinieras
brusca, incitante, a conocer mi vida,
ráfaga de rosal, trigo del viento,

y desde entonces soy porque tú eres,
y desde entonces eres, soy y somos
y por amor seré, será, seremos

(Soneto LXIX. 100 Sonetos de Amor de Pablo Neruda).

martes, 20 de septiembre de 2016

A modo de prólogo



Para que pueda ser, he de ser otro
Sentirme entre los otros
Los otros que no son, si yo no existo
Los otros que me dan plena existencia

Octavio Paz


A modo de prólogo
A la edad de jubilación, pero sin haberme jubilado, empiezo esta aventura de escribir por escribir.
desde hace más de cuarenta años no he hecho otra cosa, durante muchas horas, en días laborables e incluso fiestas de guardar (suena raro hablar así hoy en día). Casi siempre he conducido mis escritos hacia temas científicos, hacia publicaciones que se movían en el campo de la Nutrición, de la Pediatría y de la Fisiología. Por ello no es extraño que algunas cosas que alguien lea en mis escritos, en mi blog, le suenen raras. Otras le parecerán hasta cursis, pues los científicos, ortodoxos o heterodoxos, a fin de convencer, utilizamos un lenguaje a veces engolado, otras hermético. Es verdad que a veces, hace años escribía, lo que yo llamaba poesías, para encontrarme bien, para sentirme enamorado, cuando nacieron mis hijos.
Mi nombre ha pasado por vicisitudes diversas, desde que nací que me llamaron Francisco José hasta ahora que prácticamente todos me llaman Paco; o algunos que me conocen por Fran o Frasan. No han faltado mis amigos de pandilla que me llamaban Paquiqui y que aún siguen recordándolo, o los más raros que me conocían por Pepe Paco.
Soy de Huelva, una población que en 60 años ha multiplicado sus habitantes por tres. Estudié desde párvulos a sexto y con su reválida en el Colegio de los Maristas a dos pasos del Conquero. A los de allí nos llaman choqueros y nos gusta cantar por fandangos. No hay fandango que se precie sin cantar a las mujeres, al mar y como no a su patrona, la Virgen de la Cinta, pero curiosamente siendo puerto, Onuba, volvía la espalda al mar y un poco a sus dos ríos.
Dejé mi tierra cuando tenía 16 años, y cosas del destino o de mi destino buscado, he vivido casi siempre en Madrid y paso mis vacaciones, desde hace 30 años, en una playa de la costa Onubense.
Durante mi niñez y adolescencia disfruté de veranos fantásticos en otra playa, La Antilla, de la que me honro haber conocido cuando todo era diferente. Viviamos sin coches, sin chiringuitos, sin agua corriente. Mucha y blanca arena. Luz a rebosar y amigos de siempre.
Madrid ha sido, es mi tierra de emigrante. En ella he crecido como persona. Lugar de mis estudios universitarios, de la muy noble, leal y osada tuna de Farmacia, de Arciprestes y de trabajo sin olvidarme de la Academia. Madrid es la cuna de mi mujer y de mis hijos.
Pero no quiero olvidar a Boston a donde marché de sabático con mi familia ni a Wageningen que me cambió la vida cuando aún era soltero.
Con estos prolegómenos ya me conoces un poco más. Algunas averías han sembrado mi deambular, pero esa es otra historia y posiblemente antesala de mi epílogo y puerta de algunos relatos.
Madrid, 16 de septiembre de 2016