Amanecía más allá, en las islas de levante, donde la leyenda
anticipaba gigantes y la historia dolores de batallas angostas y lunas
salpicadas de llantos de mujeres por sus hombres-héroes que ya no existían. Había
caminado sin descanso desde que las entrañas de las palomas trajeran buenas
nuevas destrozando el horóscopo aciago. Tenía el corazón añorante de aquel su
primer amor, a quién vería pronto si los hados seguían protegiéndole y si su
amada aún vivía. Dormía ahora, con la cara encerrando una sonrisa, que borraba
sus arrugas y que se movía entre sedas y arena de playa que salpicaba,
latigando, sus piernas desnudas antes de sumergirse entre sus brazos.
Andaba aun la noche de tiros largos. Había peleado en su
galope mágico contra sus instintos, sudaba dormido, intranquilo, jadeante;
apaciguaba sus ansias volteando su cuerpo contra la brisa de la noche y las
lacerantes luces de estrellas cada vez más débiles. Llenaba la noche con sus
trazos las sombras casi imperceptibles que la luna nueva dejaba en las dunas
más allá, junto al agua, en la orilla inexistente de su existencia. Una música
lejana llenaba aquel momento rogando a los cielos no despertar nunca. Se
deslizaba despacio como si el tiempo no latiera, como si el tic-tac de su corazón
hubiera ralentizado el paso de las horas haciendo aquel momento eterno.
De nuevo la brisa hizo más palpable una mirada que se
clavaba en sus ojos y despertó asustado en el fondo de su sueño, a sus ochenta
y muchos años. Aquellos ojos eran una mezcla de todos los misterios y preguntas
que llevaba haciéndose desde hacía lustros. Mil estrellas en la noche ahora
brillaban inmensas arriba. Sintió frío, sus ropas mojadas de sudor y rocío
temblaban más allá de lo que hacía su cuerpo. Recordó y recordó todo parecía
tan lejano, pero tan próximo, tan profundo que dolía más allá de lo conocido.
Aquella noche había sido distinta de otras muchas, diferente a todas, un
preludio del amanecer brillante que le tendía la mano.