Hoy me ha llegado la crónica de la muerte de Barraquer. Esta
noticia junto a la lectura de unas páginas de Justine, volumen del Cuarteto de
Alejandría, me han ayudado y apremiado a escribir estas líneas que he titulado “Aquella
noche del 69”.
Ese verano y el siguiente fueron diferentes. Mi padre había
sufrido un desprendimiento de retina que cambio el devenir de los veranos del
final de mi adolescencia. Por un despiste, un amigo suyo cerró el capó del
coche, cuando el aún sacaba una maleta, golpeándole la cabeza. Pasadas pocas
horas, la visión se hizo confusa y la sensación de “agua” deslizándose por la
retina señalaba, que en el ojo miope de mi padre, se había producido un daño
que a todas luces parecía grave. Tras algunas consultas a profesionales y
amigos mis padres decidieron en 1968 ponerse en manos del oftalmólogo más
prestigios de la España de fines de los 60.
El Dr. Barraquer utilizaba por aquel entonces una técnica de
láser para “coser” textualmente la retina desprendida, tratamiento que condujo
posteriormente a su reconocimiento por múltiples universidades del mundo como Doctor Honoris Causa.
Tras una estancia larga en la clínica de Barcelona salpicada
del cariño y entrega total de mi madre y de la incertidumbre del devenir postquirúrgico,
mi padre volvía a Huelva. Yo ya había terminado los exámenes de un primer año
de carrera caótico, salpicado de huelgas interminables que finalizaron con un
curso de menos de 4 meses y con unos resultados bastante satisfactorios. Mi “tío”
Pepe Macías y yo nos acercamos a recibirles al aeropuerto de San Pablo en
Sevilla.
Venían serios pero esperanzados. Mi padre vestía gafas
negras con unos cristales redondos oscuros, muy pequeños que eficientemente
diafragmaban gran parte de la luz intensa que llegaba a nuestros ojos en la
mañana calimosa de aquel verano sevillano. Al intentar darle un beso y un
abrazo el impuso distancia para evitar golpes o sacudidas que pudieran dañar al
ojo aún convaleciente. Ese verano fue para mis padres un verano de fines de
semana en La Antilla, con estancias prolongadas en Huelva, mientras la Tata,
como una segunda madre muy eficiente, se encargaba de nosotros. La vida requiere
entrega y así mis progenitores lo entendían.
Llegó 1969 y ese verano supuso para todos nosotros un
esfuerzo lógico. Mis padres decidieron que la casa de la playa debía
alquilarse. La operación de mi padre, el años anterior, había supuesto un
enorme dispendio, que unido a la estancia de los tres hijos fuera de Huelva por
estudios universitarios requería voluntad de renuncia por parte de todos. Nos
desplazábamos mi hermano y yo a la Ciudad Deportiva para disfrutar de la
piscina. Yo tuve la suerte de pasar unos días en casa de mi tía Paquita con mis
primos, particularmente con Vicente, al que me unía una enorme amistad.
Por aquel entonces la información se movía a niveles mucho
más precarios que en la actualidad. El teléfono fijo era una cara rareza en los
chalets de La Antilla y la llegada de los móviles se retrasaría más de 25 años.
Aunque el periódico llegaba puntualmente con mi tío César, difícilmente mi
atención se posaba sobre las páginas del periódico local El Odiel o El ABC de
Sevilla. Esa tarde corrió la voz en la pandilla, a la hora de la siesta, en nuestra
amada Sombra que se transmitía ni más
ni menos que la llegada del hombre a la Luna. Siempre había estado a favor de
los rusos y me alegraba de los éxitos de los soviéticos en la carrera espacial
más que de los americanos. Pero aquello era impresionante, los Sputniks y los
Apolos llevaban “guerreando” desde hace meses y habían sucedido accidentes que
hacían presagiar que la llegada a la Luna se retrasaría aun unos años.
Bellita era la única que tenía televisión en un radio de
kilómetros en los alrededores, los bares difícilmente podían permitirse un
televisor que entretuviera a los espectadores. Por tanto su casa, adosada a la
mía, junto a la Sombra sería el
encuentro de decenas de jóvenes que pretendían pasar momentos trepidantes.
La noche era formidable, empedrada de estrella, de incógnitas,
de gente de mi edad y algo mayores pertenecientes a diferentes pandillas que
pacientemente nos disponíamos a contemplar un momento crucial para la
humanidad. Era posible que la Tierra hubiera sido visitada por seres
extraterrestres, pero aquella era la primera vez que le hombre ponía su pie en
otro lugar de nuestro Sistema Solar. Era el sexto día de Luna creciente, nuestro
satélite se movía lentamente hacia su poniente dejando entrever cada vez más
estrellas y haciendo cada vez más difícil adivinar el sitio preciso donde algo
grandioso estaba presto a suceder. No obstante, siempre me pregunté por qué los
americanos habían despegado el 16 de Julio cuando la Luna presentaba su primera
fase visible en el segundo día de su ciclo.
La televisión de casa de Belli era un caos. Se preciaban
ligeras siluetas en una pantalla salpicada de miles de puntos blancos y negros
que remedaban la neblina o la niebla. De nada servía mover la antena manual de
izquierda a derecha o de atrás adelante.
–¡Ahí, ahí! , se oía
gritar cuando la silueta mejoraba brevemente su contraste haciendo la imagen
algo más evidente. Al fondo se oía rugir la voz de Jesús Hermida, que ayudaba a
creer que algo grande estaba ocurriendo en ese momento o era evidente iba a
ocurrir.
Se hacían comparaciones inevitables con el Descubrimiento de
América que hoy se me hacen irreales y anacrónicas. Colón y los hermanos
Pinzones versus Armstrong, Aldrin y
Collins. Aquellos intuían, estos sabían. Casi cinco siglos antes se sabía que
la partida hacia lo que luego fue el Nuevo Mundo tendría lugar con la marea del
3 de agosto, pero se desconocía con que fuerza soplarían los vientos y el día y
hora y el lugar preciso a donde se llegaría. El miedo al abismo en aquella
tierra aún plana para muchos era evidente. Estos, los americanos tenían
programada la llegada, e incluso hacían un enorme negocio con la transmisión
vía radio y televisión a miles de espectadores y cómplices que oirían verían el
alunizaje. Palos frente a Houston; Kennedy frente a los Reyes Católicos. Nada
de eso esa importante. Realmente lo que brillaba en ambos hechos era que tanto antes
como ahora partían voces al Universo del empuje de la raza humana.
El momento se hacía esperar, llevábamos horas, muchos en
bañador, casi desnudos mirando aquella niebla, aquella televisión tramposa. Sin
embargo, allí nos escapábamos del mundo, ni el Módulo Lunar, ni el salto de Armstrong
o lo que estuviera ocurriendo era evidente a nuestros ojos.
Yo me moví hacia la playa, a refugiarme en la arena. Tumbado,
mirando al cielo, sentí un enorme estremecimiento y una señal de pequeñez y
desnudez. El firmamento era un gran panal de estrellas. Algunos objetos
brillantes, pequeños, diferentes a estrellas fugaces y aviones se movían de
forma segura y continua en el cielo nocturno, sugiriendo que el ser humano ya
estaba visitando el espacio. Las estrellas, algunas tremendamente brillantes,
impregnadas de cierta humedad, chorreaban luz en lo alto. La sensación era
única; yo entre la tierra y el cielo, de noche, mirando observando,
fotografiando desde mi soledad. Tal como dice Sabina -Y me dieron las doce y la
una, las dos y las tres, y desnudo al amanecer, en mi pequeñez, me encontró la
Luna.
Había sido un pequeño paso para el hombre y un salto
gigantesco para la humanidad. Indudablemente había muchos mundos, pero aquella
noche muchos estuvieron en nuestra querida Tierra.