martes, 4 de octubre de 2016

Aquella noche de estrellas



Hoy me ha llegado la crónica de la muerte de Barraquer. Esta noticia junto a la lectura de unas páginas de Justine, volumen del Cuarteto de Alejandría, me han ayudado y apremiado a escribir estas líneas que he titulado “Aquella noche del 69”.
Ese verano y el siguiente fueron diferentes. Mi padre había sufrido un desprendimiento de retina que cambio el devenir de los veranos del final de mi adolescencia. Por un despiste, un amigo suyo cerró el capó del coche, cuando el aún sacaba una maleta, golpeándole la cabeza. Pasadas pocas horas, la visión se hizo confusa y la sensación de “agua” deslizándose por la retina señalaba, que en el ojo miope de mi padre, se había producido un daño que a todas luces parecía grave. Tras algunas consultas a profesionales y amigos mis padres decidieron en 1968 ponerse en manos del oftalmólogo más prestigios de la España de fines de los 60.
El Dr. Barraquer utilizaba por aquel entonces una técnica de láser para “coser” textualmente la retina desprendida, tratamiento que condujo posteriormente a su reconocimiento por múltiples universidades del mundo como Doctor Honoris Causa.
Tras una estancia larga en la clínica de Barcelona salpicada del cariño y entrega total de mi madre y de la incertidumbre del devenir postquirúrgico, mi padre volvía a Huelva. Yo ya había terminado los exámenes de un primer año de carrera caótico, salpicado de huelgas interminables que finalizaron con un curso de menos de 4 meses y con unos resultados bastante satisfactorios. Mi “tío” Pepe Macías y yo nos acercamos a recibirles al aeropuerto de San Pablo en Sevilla.
Venían serios pero esperanzados. Mi padre vestía gafas negras con unos cristales redondos oscuros, muy pequeños que eficientemente diafragmaban gran parte de la luz intensa que llegaba a nuestros ojos en la mañana calimosa de aquel verano sevillano. Al intentar darle un beso y un abrazo el impuso distancia para evitar golpes o sacudidas que pudieran dañar al ojo aún convaleciente. Ese verano fue para mis padres un verano de fines de semana en La Antilla, con estancias prolongadas en Huelva, mientras la Tata, como una segunda madre muy eficiente, se encargaba de nosotros. La vida requiere entrega y así mis progenitores lo entendían.
Llegó 1969 y ese verano supuso para todos nosotros un esfuerzo lógico. Mis padres decidieron que la casa de la playa debía alquilarse. La operación de mi padre, el años anterior, había supuesto un enorme dispendio, que unido a la estancia de los tres hijos fuera de Huelva por estudios universitarios requería voluntad de renuncia por parte de todos. Nos desplazábamos mi hermano y yo a la Ciudad Deportiva para disfrutar de la piscina. Yo tuve la suerte de pasar unos días en casa de mi tía Paquita con mis primos, particularmente con Vicente, al que me unía una enorme amistad.
Por aquel entonces la información se movía a niveles mucho más precarios que en la actualidad. El teléfono fijo era una cara rareza en los chalets de La Antilla y la llegada de los móviles se retrasaría más de 25 años. Aunque el periódico llegaba puntualmente con mi tío César, difícilmente mi atención se posaba sobre las páginas del periódico local El Odiel o El ABC de Sevilla. Esa tarde corrió la voz en la pandilla, a la hora de la siesta, en nuestra amada Sombra que se transmitía ni más ni menos que la llegada del hombre a la Luna. Siempre había estado a favor de los rusos y me alegraba de los éxitos de los soviéticos en la carrera espacial más que de los americanos. Pero aquello era impresionante, los Sputniks y los Apolos llevaban “guerreando” desde hace meses y habían sucedido accidentes que hacían presagiar que la llegada a la Luna se retrasaría aun unos años.
Bellita era la única que tenía televisión en un radio de kilómetros en los alrededores, los bares difícilmente podían permitirse un televisor que entretuviera a los espectadores. Por tanto su casa, adosada a la mía, junto a la Sombra sería el encuentro de decenas de jóvenes que pretendían pasar momentos trepidantes.
La noche era formidable, empedrada de estrella, de incógnitas, de gente de mi edad y algo mayores pertenecientes a diferentes pandillas que pacientemente nos disponíamos a contemplar un momento crucial para la humanidad. Era posible que la Tierra hubiera sido visitada por seres extraterrestres, pero aquella era la primera vez que le hombre ponía su pie en otro lugar de nuestro Sistema Solar. Era el sexto día de Luna creciente, nuestro satélite se movía lentamente hacia su poniente dejando entrever cada vez más estrellas y haciendo cada vez más difícil adivinar el sitio preciso donde algo grandioso estaba presto a suceder. No obstante, siempre me pregunté por qué los americanos habían despegado el 16 de Julio cuando la Luna presentaba su primera fase visible en el segundo día de su ciclo.
La televisión de casa de Belli era un caos. Se preciaban ligeras siluetas en una pantalla salpicada de miles de puntos blancos y negros que remedaban la neblina o la niebla. De nada servía mover la antena manual de izquierda a derecha o de atrás adelante.
 –¡Ahí, ahí! , se oía gritar cuando la silueta mejoraba brevemente su contraste haciendo la imagen algo más evidente. Al fondo se oía rugir la voz de Jesús Hermida, que ayudaba a creer que algo grande estaba ocurriendo en ese momento o era evidente iba a ocurrir.
Se hacían comparaciones inevitables con el Descubrimiento de América que hoy se me hacen irreales y anacrónicas. Colón y los hermanos Pinzones versus Armstrong, Aldrin y Collins. Aquellos intuían, estos sabían. Casi cinco siglos antes se sabía que la partida hacia lo que luego fue el Nuevo Mundo tendría lugar con la marea del 3 de agosto, pero se desconocía con que fuerza soplarían los vientos y el día y hora y el lugar preciso a donde se llegaría. El miedo al abismo en aquella tierra aún plana para muchos era evidente. Estos, los americanos tenían programada la llegada, e incluso hacían un enorme negocio con la transmisión vía radio y televisión a miles de espectadores y cómplices que oirían verían el alunizaje. Palos frente a Houston; Kennedy frente a los Reyes Católicos. Nada de eso esa importante. Realmente lo que brillaba en ambos hechos era que tanto antes como ahora partían voces al Universo del empuje de la raza humana.
El momento se hacía esperar, llevábamos horas, muchos en bañador, casi desnudos mirando aquella niebla, aquella televisión tramposa. Sin embargo, allí nos escapábamos del mundo, ni el Módulo Lunar, ni el salto de Armstrong o lo que estuviera ocurriendo era evidente a nuestros ojos.
Yo me moví hacia la playa, a refugiarme en la arena. Tumbado, mirando al cielo, sentí un enorme estremecimiento y una señal de pequeñez y desnudez. El firmamento era un gran panal de estrellas. Algunos objetos brillantes, pequeños, diferentes a estrellas fugaces y aviones se movían de forma segura y continua en el cielo nocturno, sugiriendo que el ser humano ya estaba visitando el espacio. Las estrellas, algunas tremendamente brillantes, impregnadas de cierta humedad, chorreaban luz en lo alto. La sensación era única; yo entre la tierra y el cielo, de noche, mirando observando, fotografiando desde mi soledad. Tal como dice Sabina -Y me dieron las doce y la una, las dos y las tres, y desnudo al amanecer, en mi pequeñez, me encontró la Luna.
Había sido un pequeño paso para el hombre y un salto gigantesco para la humanidad. Indudablemente había muchos mundos, pero aquella noche muchos estuvieron en nuestra querida Tierra.