La vio venir de lejos y algo en su interior mandaba señales
inequívocas a su cerebro. Su corazón latía como nunca, vivo, enloquecido, lleno
de mensajes que aturdían. La había visto entre la multitud, andando despreocupada,
mirando hacia el cielo. Se encontraba en el vaporeto
con la vista perdida mirando hacia la nada. Cualquiera diría que estaba
profundamente melancólico. Era típico del otoño que se acercaba y alejaba los
brillantes verdes de los árboles de Lido, o las grandes flores de los magnolios
y los olores inconfundibles de los miles de jardines y de las velas románticas
de las casas habitadas. Las playas ya no invitaban a visitarlas. Se diría que
las arenas gritaban para que los pies desnudos de meses atrás volvieran a
pisarlas, pero nadie las oía. Todos estaban sordos. La ciudad se apagaba y
nadie sabía por qué, cada vez menos visitantes llegaban a aquella ciudad que
lujuriosa había sido la capital del mundo y la belleza. Era su quinta cita con
el agua del gran canal y nada parecía más lejano que aquellos treinta años
atrás cuando se prometieron que cada cinco años se verían, allí, estuvieran
donde estuvieran. Desafortunadamente, ya hacía diez años que no visitaba
aquella increíble ciudad.
El azar, aquella noche de hace treinta años, hizo que
tropezaran al doblar una esquina y un borbotón de luz de una farola y un poco
de Luna entre callejas iluminó sus caras de pronto y se miraron como no se mira
casi nunca, con fuerza inusitada que da voces a los cielos embarca en una
aventura que ya es para siempre. En la lejanía un gondolero cantaba y la noche
aún se hizo más íntima. La luna se entrecortaba entre reflejos imposibles de
abrazos y de deseos. Góndola y agua se unieron en la danza de siempre con
impulsos apresurados y miedos impensables. Sus bocas se buscaban sin demora, el
agua de la vida estaba presta, las ansias no tenían descanso.
Varias gaviotas peleaban por el trofeo que el mar había
mostrado a una de ellas, mientras en San Marcos cien palomas rodean presurosas
a una niña bailando la danza del cuello por unas miajas de pan y una sonrisa. En
la tormenta de niebla la vio pasar cogida del brazo de Dios sabe quién. En cada
esquina, celoso, creía que un beso furtivo volaba a otros labios y que el
destino le robaba de levante a poniente, algo más que su vida, junto a ese
canal que ya no fluye pero sigue teniendo agua. Se diría que la niebla se llevó
su amor, ese que se bridaron años atrás y que revivieron estación tras estación
soñando con la luna por tus calles, entre la multitud, rodeados de olores
añosos, de ansias que peregrinaron por aguas que ya el Adriático no mueve.
Miraba a la Luna desde una de los puentes de Zaccharias
cuando la vio de nuevo pasar. ¡María! ¡María! –gritó. Le pareció que sonreía. ¡María!
gritó más alto, ella se volvió hacia él. Parecía mucho más joven. Echó a correr
a su encuentro como un poseso, pero ella no se movió. No entendía nada, solo
silencio y algunos graznidos de gaviotas respondieron a su llamada. Se acercó
lentamente. Sí, era María, pero ¡tan joven! Ella parecía desconfiada. María soy
yo, ¿recuerdas nuestra promesa? -hablaba solo con la esperanza de ser reconocido.
Perdón señor, no soy María, algunos como Ud. me confunden con mi madre. Ella murió
de fiebres, de amor, yo diría, cuando hace cinco años alguien que ella esperaba
no llegó a su encuentro.
Venecia. Tres de junio de 2018. Una historia de Venecia que
quizás algún día viví o viviré. Me falta la bola de cristal para saberlo
No hay comentarios:
Publicar un comentario