viernes, 9 de noviembre de 2018

Cuando el agua del canal confunde


La vio venir de lejos y algo en su interior mandaba señales inequívocas a su cerebro. Su corazón latía como nunca, vivo, enloquecido, lleno de mensajes que aturdían. La había visto entre la multitud, andando despreocupada, mirando hacia el cielo. Se encontraba en el vaporeto con la vista perdida mirando hacia la nada. Cualquiera diría que estaba profundamente melancólico. Era típico del otoño que se acercaba y alejaba los brillantes verdes de los árboles de Lido, o las grandes flores de los magnolios y los olores inconfundibles de los miles de jardines y de las velas románticas de las casas habitadas. Las playas ya no invitaban a visitarlas. Se diría que las arenas gritaban para que los pies desnudos de meses atrás volvieran a pisarlas, pero nadie las oía. Todos estaban sordos. La ciudad se apagaba y nadie sabía por qué, cada vez menos visitantes llegaban a aquella ciudad que lujuriosa había sido la capital del mundo y la belleza. Era su quinta cita con el agua del gran canal y nada parecía más lejano que aquellos treinta años atrás cuando se prometieron que cada cinco años se verían, allí, estuvieran donde estuvieran. Desafortunadamente, ya hacía diez años que no visitaba aquella increíble ciudad.
El azar, aquella noche de hace treinta años, hizo que tropezaran al doblar una esquina y un borbotón de luz de una farola y un poco de Luna entre callejas iluminó sus caras de pronto y se miraron como no se mira casi nunca, con fuerza inusitada que da voces a los cielos embarca en una aventura que ya es para siempre. En la lejanía un gondolero cantaba y la noche aún se hizo más íntima. La luna se entrecortaba entre reflejos imposibles de abrazos y de deseos. Góndola y agua se unieron en la danza de siempre con impulsos apresurados y miedos impensables. Sus bocas se buscaban sin demora, el agua de la vida estaba presta, las ansias no tenían descanso.
Varias gaviotas peleaban por el trofeo que el mar había mostrado a una de ellas, mientras en San Marcos cien palomas rodean presurosas a una niña bailando la danza del cuello por unas miajas de pan y una sonrisa. En la tormenta de niebla la vio pasar cogida del brazo de Dios sabe quién. En cada esquina, celoso, creía que un beso furtivo volaba a otros labios y que el destino le robaba de levante a poniente, algo más que su vida, junto a ese canal que ya no fluye pero sigue teniendo agua. Se diría que la niebla se llevó su amor, ese que se bridaron años atrás y que revivieron estación tras estación soñando con la luna por tus calles, entre la multitud, rodeados de olores añosos, de ansias que peregrinaron por aguas que ya el Adriático no mueve.
Miraba a la Luna desde una de los puentes de Zaccharias cuando la vio de nuevo pasar. ¡María! ¡María! –gritó. Le pareció que sonreía. ¡María! gritó más alto, ella se volvió hacia él. Parecía mucho más joven. Echó a correr a su encuentro como un poseso, pero ella no se movió. No entendía nada, solo silencio y algunos graznidos de gaviotas respondieron a su llamada. Se acercó lentamente. Sí, era María, pero ¡tan joven! Ella parecía desconfiada. María soy yo, ¿recuerdas nuestra promesa? -hablaba solo con la esperanza de ser reconocido. Perdón señor, no soy María, algunos como Ud. me confunden con mi madre. Ella murió de fiebres, de amor, yo diría, cuando hace cinco años alguien que ella esperaba no llegó a su encuentro.
Venecia. Tres de junio de 2018. Una historia de Venecia que quizás algún día viví o viviré. Me falta la bola de cristal para saberlo

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