El gran huevo permanecía oculto. El druida parecía contento.
Su boca esbozaba una leve sonrisa. Hoy era el gran día. La gran luminaria aún
estaba roja después de salir de las tripas de las montañas lejanas. Un borde
del dios de las noches aún se vislumbraba en lo alto. Siempre le inquietaba
mirarlo. Noche a noche crecía o menguaba cambiando de forma hasta morir y
volver a nacer. Las hembras de su tribu sintonizaban sus flujos sanguinolentos
con esta danza en el cielo. Se diría que pintaba de blanco su cara negra y
luego cansado del disfraz se iba quitando las pinturas. Su último hijo había
nacido después de contar tantas caras llenas como dedos tenía en sus dos manos.
Tendría que hablar con Nella, ella poseía información que nadie en la tribu
tenía.
Empezó a mezclar lentamente
terrones blancos con el fluido transparente del manantial hasta que le pareció
homogéneo y espeso. Se acercó el palo cargado de pintura blanca a la cara. No
notó picor. Otros druidas habían quedado desfigurados al aplicarse aquella
mezcla. Él, conocedor de aquel misterio, había embadurnado su cara y manos con
la grasa de un animal venido de otras latitudes más cálidas, que había sido cazado
en las montañas, al que le salían dos grandes colmillos puntiagudos de la boca.
Algunos guerreros preparaban sus palos de caza y afilaban sus piedras de cortar
frotándolas con otras mayores.
Siempre en aquella época, cuando
cambiaba el tiempo y antes de las lluvias y los vientos se oía a la naturaleza
mugir y a los grandes portadores de cuernos pelear hasta la muerte por poder
dejar preñadas a las hembras. Él había observado cómo también crecían los
vientres de estos seres, pero en ellos la preñez no duraba más caras llenas del
dios de la noche que los dedos de una mano.
Pensaba en todo esto, cuando una
bocina le sacó a la realidad del momento. Un cortejo se acercaba lento, vestían
sus componentes hojas de grandes árboles entre las que aparecían sus falos
erguidos que habían sido previamente frotados con el jugo de aquellas trompetas
florales blancas. Para poder acceder a aquella ceremonia, los más fuertes
peleaban hasta la extenuación con palos en sus manos y grandes gorros a los que
habían atado fuertemente las cuernas de un gran macho.
Las mujeres desnudas esperaban el
momento sagrado que año tras año aseguraba que la tribu medraría. Allá en la
lejanía las bocinas reanudaban los mugidos de los grandes astados. Las luces
tempranas de la mañana reflejaban irisaciones imposibles de los cuerpos de las
mujeres que desde la madrugada habían sido cubiertos con polvo de estrellas - pequeños
espéculos que se encontraban junto a las rocas a unos días de distancia - y que
eran mezclados con el jugo aceitoso de unos frutos pequeños, amargos y
astringentes que por allí crecían.
La comitiva mostraba un aspecto
impresionante. Nunca tantos jóvenes habían accedido juntos al regalo de los
dioses. Las estaciones habían sido generosas y la tribu había crecido al amparo
de la bonaza del tiempo y la carencia del exterminio de las grandes fiebres que
antaño aniquilara prácticamente a los descendientes de Hog.
Año tras año la escena era
envidiada por los más jóvenes. Los adolescentes no invitados se aliviaban tras
las matas hasta que un líquido blanco fluía de sus penes y los dejaba exhaustos.
Ella miraba curiosa, ocultándose tras unas matas, al joven que tiempo atrás le
había ofrecido algunas frutas silvestres, deseando formar parte del grupo de
desnudas que esperaba a la comitiva. Aún tendría que moverse la gran luminaria
en el cielo y filtrar por dos veces sus rayos entre las dos grandes piedras verticales
para poder tener acceso a sus manos y a la prominencia que a veces se erguía en
él como un milagro.
Sus ojos se cruzaron. La fuerza
del destino rompió el tabú y el momento oculto. Se abrazaron. ¡Allí no hacían
falta espéculos, ni grasa, ni ceremonias! Sus cuerpos se fundieron y rodaron
lentamente por la ladera, como corren algunos cardos empujados por el viento.
Dos grandes ramas plumosas de un árbol amortiguaron el golpe contra el Gran
Huevo que permanecía oculto. El olor feromonal abrió la puerta que ningún
brujo, mago o druida fuera capaz de hacerlo durante muchas generaciones y un
viento huracanado los succionó como si fueran hormigas y encerró al amor dentro
del habitáculo.
Fuera el cortejo seguía los ritos
de la estación, dentro el amor alcanzaba su camino virtuoso en una ingravidez
extrema. Nadie reparó en una luz vertiginosa que se alejaba a contraluz hacia
el infinito. La Gran cara blanca brillaba ahora roja, ninguno de los moradores
de los campos vecinos recordaba haber presenciado nada igual, iba su silueta
muriendo, desapareciendo. ¡Nada bueno podía desprenderse de aquel hecho
insólito!
Todo lo acontecido en el Gran Huevo permanecía oculto.
Treinta de septiembre de 2018, volviendo de Estepona.
Vaya, este relato bien podría ser el sonido de fondo de un documental de la 2. Se nota que está bien documentado.
ResponderEliminarBesos.