miércoles, 31 de octubre de 2018

Éxodo 7 - Un mar verde


Un mar verde, se extendía sin horizonte frente a sus ojos. Su mirada buscaba una referencia, un árbol, un matorral, algo que le permitiera marcar una dirección, un destino. El sol mortecino se encontraba sobre su cabeza haciendo imposible saber dónde estaba el norte. La sombra de su cuerpo simétrica estaba reducida casi a la mínima expresión, indicando que el invierno ya iba de paso. El viento extraía del momento melodías y silencios que perfumaban escondrijos de almas enamoradas. Agotado se sentó bajo su gran sombrero de tallos que el gran jefe le regalara después de muchas lunas. Ahora aquella gran cofia alargaba sus pensamientos y lo protegía del frío y la humedad. El nivel de agua mediaba en su cantimplora cuando dos grandes rapaces se asomaron sobre su cabeza. Volaban en grandes círculos aprovechando rachas de viento. Tan pronto eran meros puntos en el cielo como gigantes alados en los que se contaban todas sus plumas.
Solo silencio y verde tras verde definían la soledad, grandeza y belleza del momento. La brisa a borbotones llenaba aquel espacio de grandes musgos que recibía a la primavera con todo su esplendor. Media docena de buitres se unió a la escena. El festín cadavérico parecía eminente. Ni siquiera su enorme sombrero, que agitaba vigorosamente gritando, conseguía alejarlos. Un viento frío se adueñó de la escena durante un buen rato. Ahora solo silencio. Unas gotas, colándose por los entresijos del sombrero mojaron su cabeza; un torrente de agua caía ahora torrencialmente nublando el horizonte. Las rapaces habían desistido y permanecían más allá, ocultas por las nubes, probablemente donde el viento parecía traer ecos de primavera del sur lejano.
Bajo el agua se movió durante días, hacía lo que él pensaba debía ser el sur. El paisaje era otro, pequeños matorrales habían sucedido a las grandes extensiones de musgo. Le pareció observar en la lejanía un animal, quizás un cervatillo, enganchado en unos matorrales. En su esfuerzo por zafarse había quedado extenuado y se había roto el cuello. Ahora se moría despacio en sus estertores. Se acercó a él y con precisión le evitó más sufrimiento. Un líquido rojizo manaba con fuerza mientras las patas con movimientos violentos señalaban que la muerte ya estaba muy cerca y la noche acercaba sus miedos. Buscó cobijo bajo unos grandes matorrales. Una entrada a una pequeña cueva apareció ante sus ojos. Olía a espanto allí dentro. La Luna debería haber sacado de los sueños del invierno al gran depredador. No estará lejos -pensó-. Atraído por el olor de la sangre arrastrará hacia la cueva al cervatillo para ponerlo a buen recaudo si no quiere que los perros asilvestrados den buena cuenta de él. Agua y granizo golpeaban con fuerza a los matorrales levantando sonidos de tambor. Se aferró fuerte a un palo largo y puntiagudo que además de báculo le servía para sentirse fuerte frente a quien osara atacarlo. Al fondo, la cueva parecía abrirse en una sala de gran tamaño. Prestó atención y le pareció oír que se acercaban rugidos.
Una breve leyenda contada de generación en generación hablaba  de un druida y un gran padre. Aquella leyenda había sido su compañera durante muchas noches de invierno. Su abuelo primero y luego su madre prodigaban hablar de la lucha feroz que un druida había tenido con un gran padre. Ahora tendría la oportunidad de entrar en la leyenda  peleando o muriendo.
El rugido le puso la piel de gallina. En frente, erguido, un gran padre de casi dos hombres de largo enseñaba sus poderes e intimidaba con sus rugidos al mismísimo dios de los truenos. Al fondo de la cueva otro gran padre parecía intranquilo y también rugía. Allí no había escapatoria. Aquel palo no serviría más que para herir a una de las bestias y las probabilidades de utilizarlo varias veces para atravesar el corazón eran ínfimas. Huir o morir, lo demás era irrelevante. Moviéndose de espaldas despacio hacia la salida de la cueva, tropezó con una piedra, cayendo y rodando con el palo en la mano. Era presa fácil. Intentó ponerse en pie, pero el gran padre se le echó encima.
Seis venablos soplaron en el aire y se clavaron sobre la cabeza, garganta, corazón y brazos. Una mole de 300 kg aplastó al druida que ya soñaba presentaba sus ofrendas a los dioses de la noche.
Despertó, el frío era menos intenso: El fuego al crepitar rompía el silencio de la cueva, que ahora parecía menos solitaria con las sombras y el movimiento del fuego. Solo los restos de algunos cuerpos y su olor nauseabundo hacían molesta la estancia en la gruta. El miedo incitaba a salir, pero la lluvia caía torrencialmente fuera y numerosos rayos habían puesto límite a aquel valle durante las primeras horas de una noche inolvidable y salvadora.

domingo, 28 de octubre de 2018

Éxodo 6 - La huida



Noche cerrada. En su mano un arco y un carcaj lleno de flechas señalaban que algo era inminente. La espera había sido larga y llena de vida y emociones. Una bandada de grandes rumiantes había aparecido a medio día de la tribu y era impensable que aquel regalo de los seres del cielo  se dejara escapar. Había demostrado su puntería derribando, de sendos flechazos, a dos grandes machos que se aprestaban a atacar. El azar también le había acercado hacia unos pequeños caballos que le permitirían recorrer grandes distancias, buscando a su antigua tribu.

Se asomó. Nadie por los alrededores, solo algunos aullidos de la noche eran testigos de su vigilia. Se debatía ante la duda de quedarse o marchar. Allí tenía un trato privilegiado, los miembros de la tribu le respetaban y admiraban. El gran druida era mayor y no tardaría en morir, con lo que él sería entonces otro gran druida que viviría para hacer más fácil la vida.

Un sinfín de imágenes bailaron en su mente como lo hace el fuego en las noches de verano. Sus amigos, las placas de hielo, la mujer con el niño y el oso, aquella noche, su brazo, la caza..., su nueva compañera, el hijo que se movía en su vientre. Una llamada poderosa rompía con aquellos sueños y daba voces. El señor de los truenos le esperaba y con él quien sabe si algún miembro antiguo de su tribu.

Salió despacio y cubrió las pezuñas del caballo con pieles. Ni el ruido, ni la nieve frenarían su viaje. Debía moverse rápido y sin descanso. Huía rápido en la dirección de las gemelas. Aquellas dos luminarias de la noche que parecían hermanas, se movían en el firmamento despacio, pero se movían. Su padre ya le habló de aquello y que era preferible buscar una mancha blanca en el cielo donde miles de luces abrían sus fuegos para mantener alejada la oscuridad y el miedo.


lunes, 22 de octubre de 2018

Éxodo 5 - El encuentro en las estrellas


Después de la tormenta de aguanieve la calma parecía omnipresente. Los vientos de la tarde habían limpiado el horizonte, las montañas aún se adivinaban en la oscuridad. No recordaba haber visto un atardecer tan sereno. Ahora la noche relucía extraordinaria. Sus ojos se perdieron una y cien veces registrando estrellas. Aquello le pareció interesante, tantos años mirando al firmamento y nunca había apreciado nada más que aquellos puntos lejanos y brillantes parecían colgados y parpadeantes, que a veces él podía unir formando dibujos y figuras. Miró de nuevo al cielo y le costó, por la creciente densidad de estrellas, reconocer a las de siempre, aquellas tres que en invierno, mirando al sur, estaban alineadas, bueno casi alineadas. Ahora andaban casi por poniente y era curioso que noche a noche se movieran como si alguien poderoso tirara de ellas o las empujara con sus soplos. Le gustaría hablar con él –pensó. Ese ser tan poderoso sabría mucho de remedios e incluso podría enseñarle plantas que crecerían en las estrellas o en el propio firmamento y que servirían para sanar la locura que producía la gran luminaria de la noche, aquella que tan pronto menguaba hasta desaparecer para luego crecer y crecer hasta hacerse redonda y brillante, primero rojiza y después blanquecina.
De pronto, dos líneas brillantes de gran intensidad cruzaron el firmamento de norte a sur. Parecía como si el cielo le mostrara el camino pendiente. Otros pequeños, pero vivos chispazos se movían rápidos entre estrellas haciendo el momento aún más grandioso.
En el interior de la gran cabaña su compañera se debatía en diálogos de sueños con la criatura que llevaba en su interior. Su mente se desviaba continuamente buscando explicaciones de vida que relacionase el ayuntamiento con la preñez. Siempre había visto el ciclo de la vida en los animales y en la naturaleza que se abría al cesar los fríos intensos, pero aquello era distinto, ya que él parecía ser partícipe de aquel milagro.
Una enorme luz más potente que la gran estrella del día en el estío llenó de pronto todo el cielo. Aquello era sin duda una señal, una gran señal. Nunca en su ya larga vida había presenciado cosa semejante. Retiró la vista de la gran explosión y cubrió la cara con sus manos, precipitándose al interior de la cabaña. La luz penetrante se hizo permanente durante días, parecía además que una brisa llegaba despacio hasta su cara. Durante varias jornadas la noche no visitó al día y todo permanecía luminoso y brillante, pero a la vez extraño. Algunos de la tribu habían quedado ciegos al mirar al cielo. Los animales se sentían raros, descubriendo y buscando escondrijos para huir de la luz eterna y cegadora. La piel fina, casi transparente, de un corderito que encontró en el interior de una oveja muerta le serviría para proteger sus ojos de aquel horror deslumbrante que no amainaba, cuando tuviera que salir a buscar alimento o para hablar con Hug. Mientras que rascaba la piel con su cuchillo de hueso, un pensamiento le cautivó durante un buen rato. Aquello no podía ser más que un anticipo, una llamada. Tenía que prepararlo todo y huir hacia el sur, como huían las luces de la noche. Aquella gran explosión anunciaba el fin. Subiría a las montañas, para hablar con el que seguramente tiraba de las estrellas y de camino le preguntaría por su antigua tribu y su antigua compañera.

martes, 9 de octubre de 2018

Éxodo 4 - El camino es casi eterno


Éxodo 4. El camino es casi eterno
La brisa helada de la mañana se colaba desde el exterior, haciendo insuficiente el abrigo con las pieles y la hoguera y golpeaba sus mejillas y sus glúteos mientras hacía el amor con su nueva compañera. Una ráfaga de sensaciones alejó su mente del momento y aminoró sus ímpetus. Hacía ya muchas lunas y habían pasado tantas estaciones que ya superaban el número de los dedos de sus manos y sus pies desde que fuera raptado aquella noche pavorosa y se integrara en aquella su nuevo clan. Sus conocimientos sobre plantas y remedios le habían supuesto la admiración de todos y el reconocimiento y la amistad estrecha con Hug. Ambos constituían un tándem fantástico; se complementaban y asesoraban en tiempos de abundancia y carestía. Parecía como si se conocieran desde niños. Incluso una de sus hijas, la mayor, Agua de Risa, calentaba sus noches y hacía fuerte su sentimiento de hombre y de nuevo miembro de la tribu. Su compañera lo besó en la boca y se entregó totalmente a él, la noche se volvió íntima y ruidosa.
Los dos yacían dormidos junto a la hoguera. De pronto un vacío enorme llenó su alma. El recuerdo de los suyos y de su antigua compañera, que llevaba en su seno un hijo, erizó su cuerpo. Agua de Risa tomó su mano y la colocó sobre su vientre. Un movimiento brusco en el interior de las entrañas, hizo que retirara bruscamente la mano ante la respuesta de la vida. Recordó el viaje sobre el hielo y muchos sinsabores y desgracias. ¿Dónde estarían ahora? ¿Habrían conseguido sobrevivir a las penurias de tanta desgracia?¿Qué sería del Sur? ¿Existía realmente el Sur? Se levantó y dirigió hacia afuera de la cabaña. Hacía frío y los días eran aún más cortos que las noches. Pronto llegarían los animales poderosos de grandes cuernos que ayudarían con su piel, leche y carne a hacer más llevadera la existencia durante los próximos meses. El llanto de un recién nacido lo sacó del mundo de los sueños. Su madre le ofreció el pezón al que se aferró con fuerza acallando sus reclamos.
La luz de la mañana no tardaría en irrumpir. Los matices rojos inundarían el despertar de la naturaleza. Su pensamiento estaba en los hielos y en algunos de los de su antigua tribu. Había tenido suerte y la suerte tendría que ayudarlo a encontrarlos. Estaba resuelto, al llegar la primavera saldría a la búsqueda de los compañeros de antes. Tenía que hablar con Hug y pedirle ayuda y asesoramiento. Las palabras del gran druida sonaban con violencia en su cerebro: “El camino es casi eterno. No sois pájaros y necesitareis varias, muchas estaciones para que lo que añoráis, lo que soñáis, abra vuestros ojos y os invite al descanso y al medro. Mientras tanto vigilad, marchad día tras día hacia el sur. Cruzad muchos valles y montañas y no desesperéis. La muerte es rápida, pero vosotros debéis serlo más”

lunes, 8 de octubre de 2018

Éxodo 3 - El rapto y el brujo


Éxodo 3. El rapto y el brujo
La noche llegó rápida. Un desfiladero abierto entre montañas había alejado a los que yendo en cabeza habían sorteado a los crujidos del hielo, al agua helada, al desequilibrio y al gran padre enfurecido. Grandes fogatas iluminaban ojos asustados que derramaban dolor y miedo. Muchos se abrazaban y unos pocos roían, junto al fuego, pequeñas raíces y restos quemados de tripas de compañeros que acababan de morir. ¡El hambre no tenía escusas! Se diría que el caos había sido total, más de 40 de ellos debían navegar sin destino sobre los témpanos rogando  al dios de la oscuridad que el sol amaneciera pronto. ¡El silencio era cómplice, la noche amante de lo desconocido!
Amanecían los primeros rayos, cuando despertó. Una sombra sigilosa se movía a su espalda. Casi imperceptible llegaba a sus oídos un respirar acelerado y el tambor de su corazón que palpitaba intensamente. Su mujer y su hijo dormían profundamente, alguien rebuscaba entre los sacos de las plantas mágicas. Se movió imitando que dormía y una breve rendija entre sus párpados dejó llegar a sus retinas la silueta de dos figuras que le eran desconocidas. Movió bajo las pieles su mano muy despacio, buscando encontrar su cuchillo de hueso. Una piedra enorme aplastó su brazo con un ruido seco, mientras que una mano fuerte y astuta tapaba su boca evitando que su grito de dolor despertara a los durmientes y un cuchillo enrojecía su hoja con algunas gotas que brotaban de su cuello. Tiraron de él en silencio y vio que de la fogata quedaban rescoldos; veinte hombres se apostaban junto al desfiladero dando seguridad a los dos que arriesgaban con su vida el rapto del chamán. Se alejaron rápido hacia donde la luz era ya realidad. Montaban unas bestias veloces, pequeñas y menos corpulentas, pero similares que los caballos que perdieron en la travesía hacia el sur y que le recordaron unas pinturas de las cuevas que de niño visitara con su padre, cuando aquel le iniciara en la aventura de cazar y de aprender a comer y guardar comida para las épocas de escasez.
La cueva le abrió la puerta del recuerdo de varias estaciones atrás cuando abandonaron las tierras del norte. Un guerrero se dirigió a él en una lengua de la que no entendió nada. Los rasgos eran distintos de los suyos y muchos niños y mujeres, desde el otro lado de la cueva, miraban fijamente esperando encontrar respuestas. Un hombre mayor, pero aún vigoroso, portando un bastón y pieles teñidas se acercó y le habló en diferentes lenguas y dialectos hasta que algunas palabras le parecieron familiares. Su brazo enrojecido le dolía profundamente. Se llevó la mano a la herida y le pareció tocar bajo la piel un trozo de hueso puntiagudo. La piedra había aplastado sus huesos y algo dentro, roto, le impedía moverlo. Despacio, cabizbajo, sin mirar, dirigió un saludo que muchos no entendieron, pero que cambiaron la expresión del gran personaje. Un gesto imperceptible, seguido de un movimiento rápido le dejó inconsciente.
Se tocó la cabeza con dificultad y un bulto prominente y doloroso le recordó donde estaba y qué había ocurrido. Habían pasado al menos dos días desde que los desconocidos le raptaran. No entendía nada y no sabía por qué aún seguía vivo. Aquella parte de la cueva era diferente. Grandes pinturas de caza y una gran piedra le informaron que se encontraba en la estancia del druida o del gran jefe. Pero ¿por qué estaba allí y gracias a qué ancestro protector permanecía vivo? El hombre mayor se sentó cerca y le habló en una lengua antigua que de niño oyera al abuelo de su maestro. Acercó un saco y cogió unas semillas de aspecto desconocido, pero de olor familiar. Con maestría apretó una entre sus manos y movió los dedos hasta obtener una papilla herbal que aplicó sobre la herida de su cabeza y del brazo. Poco después, cuando una sensación de hormigueo llenaba sus sentidos apreció que el brujo cogía su brazo entre las piernas y con fuerza dando un gran tirón encajó los huesos rotos produciendo un dolor insoportable, que le dejó sin sentido y transportó a las fronteras del reino de los vivos. Fiebres y duendes de los sueños velaron por él durante una luna. Cuando volvió a la vida se encontró solo, junto a una hoguera que daba calidez a aquel reducto donde se encontraba. Las sombras del fuego movían a los bisontes y ciervos del techo de la cueva, que parecía corrían asustados por las llamas de la hoguera. Recordó a su tribu y se preguntó qué sería de ellos ¡Tenía que hablar con el gran brujo cuanto antes!
La Luna brillaba completa sobre un charco medio helado, cuando el brujo entró en la tienda. Una sonrisa se dibujó en su cara, a la que el visitante respondió con otra. Portaba grandes collares de semillas y huesos pintados que hacían majestuosa su presencia y su figura. No había podido hablar con él desde que recolocara sus huesos. Movía sus manos intentando hacer imágenes y su boca emitía palabras simples que definían sus imágenes. El brujo se dirigió a él en la misma jerga, antes de que le golpeara y perdiera el sentido. Despacio fueron revisando palabras hasta que entendió que la vida estaba en él gracias a la protección del druida, porque aquel ser importante había rápidamente sabido que él era también un chamán. Con los dedos le explicó su camino y el de su tribu hacia el sur buscando un nuevo nicho, el ataque del gran oso en el témpano, su papel tan necesario para proteger y guiar a los suyos, y que su encuentro había sido fortuito y lejano a la idea de invadir, competir, luchar, ocupar sus tierras y robar ganado.
Él no tenía nada que ofrecer sino agradecimiento y conocimiento. Ya al rato intercambiaban palabras sobre plantas y remedios. La noche se había hecho corta y el sueño había vencido al fuego y a las palabras. Ambos dormían plácidamente cuando un gran guerrero entró en la estancia y a voces despertó al mago y alertó a todos de que la mañana ya levantaba. Le pareció por sus gestos, señas y caras que un gran rebaño de animales fornidos y con cuernos se encontraba a dos jornadas del poblado. Todos tendrían que preparar la cacería y el mago requería de sus conocimientos y ayuda para orientar a la tribu sobre cuándo actuar y cómo. El panorama había cambiado rápidamente, de enemigo a necesario. Pero él seguía pensando en los suyos, en su hembra que tiempos atrás hiciera más dulce la oscuridad en el silencio de las noches.


miércoles, 3 de octubre de 2018

Éxodo 2-Andando sobre el hielo


Éxodo 2. Andando sobre el hielo

Una extensión enorme helada apareció en la lejanía. Nada aseguraba que fuera suficientemente firme para poder andar sobre ella sin que se rajara y, abriendo sus fauces, succionara a más de uno y cortara “los sueños del sur”. Los vigías andaban despacio, golpeando suavemente durante horas con palos afilados la costra helada. Sería importante que la noche no llegara hasta que estuvieran todos en el otro extremo de la gran llanura. Allí dormirían esperando a las primeras luces del amanecer, para dirigirse a través de las montañas a otro valle, quizás más cálido y algo más prometedor que aquella soledad helada.

El hielo era grueso, a veces se adivinaban perfiles de animales, de peces, que habían quedado prisioneros congelados a un metro de la superficie haciendo el momento aún más angustioso. Crujidos graves obligaban a veces a desplazarse varios metros hacia uno u otro lado buscando la seguridad en la superficie helada. Una verdadera bandada de humanos se deslizaba formando un frente en forma de V con dos largos brazos. El cansancio hacía estragos. No podían detenerse allí en medio de la nada, mientras el día avanzaba inexorablemente. Las montañas se mostraban sigilosas algo más cerca y el borde de la superficie helada se adivinaba porque el Sol no se reflejaba como en el hielo. El grupo avivó la marcha.

Cada vez eran más frecuentes los crujidos del hielo y de nuevo empezó a caer aguanieve que debilitaba la superficie helada y hacía temer por la existencia del grupo y en particular por la de aquellos más rezagados. Una enorme raja se abrió junto a nosotros. Recordaba los dos bordes de una herida congelada por el hielo. De nuevo el caos, las carreras, el miedo de no saber, de no poder llegar. El frío ya no era importante, el pánico lo inundaba todo. Había que saltar sobre los bloques que se desgajaban y guardar el equilibrio. Algunos aprendieron a quedarse inmóviles en el centro de su superficie, pero la quietud duraba poco, ya que otros imitando esta acción se apresuraban a desplazarse al centro haciendo que el bloque se moviera de forma incontrolable lanzando al agua a los que permanecían cercanos a los bordes. El agua estaba verdaderamente gélida, ya que los que caían gritaban de forma aterradora y se movían con dificultad al cabo de varios segundos. Una corriente desplazaba despacio los bloques con algunos de la tribu en su superficie hacia lo ignoto, pero aquello era mejor que ser tragado por el hielo, como había ocurrido ya varias veces en la última hora.

La imagen no dejaba a nadie indiferente. ¡Era increíble, no podía ser! a diez tiros de piedra un gran bloque conducía, paralelo a nuestro camino, a un gran oso blanco. Todos despertamos del aletargamiento y nos pusimos en guardia. El gran oso no tardaría en echarse al agua y nadar hacia uno de los témpanos en donde nos encontrábamos flotando hacia la nada. ¡Los dioses no podían ser tan crueles y abandonarnos en aquella mala suerte tan certera! Una de las mujeres portaba en brazos a un niño debilitado que sangraba por la nariz emitiendo un olor que alertaba al oso que se movía inquieto sobre el pequeño iceberg. La bestia se lanzó al agua helada y comenzó andar. Dos hombres con palos de caza rodeaban a la mujer y al niño y se aprestaban a la lucha. El oso no subiría a aquel bloque –pensaban.

El plantígrado se acercaba presto. Todos recordábamos escenas de antaño, donde los osos atacaban a focas o incluso a los humanos demostrando agilidad, astucia y fiereza. Un zarpazo a ciegas tiró a uno de los guerreros. Un palo de caza clavado sobre un brazo del oso hirió en el pecho a un anciano que también protegía a la madre y su retoño. El rugido feroz heló la sangre y la existencia de los que allí estábamos. Con presteza el otro guerrero clavó el otro palo en la espalda de la bestia. Un nuevo grito al viento gélido llegó hasta las montañas; el niño yacía partido en dos en las fauces del gran oso, que a la vez luchaba por quitarse lo que laceraba terriblemente su espalda. El témpano parecía el movimiento de la risa en el vientre de la nada. Uno tras otros los que allá estaban iban cayendo al agua y nadaban como mal podían hacia los otros témpanos, sin poder llegar, congelados de dolor y de espanto. La madre golpeaba con un cuchillo casi sin hoja los ojos de la bestia y gritaba al viento su maternidad castrada. Su pecho sangraba dolores ancestrales que hacían aún más violento sus golpes cegadores. El oso dejó caer de la boca uno de los brazos del niño momentos antes de desplomarse sobre el vértice del témpano. El hielo se rompió en dos trozos llevándose al animal y a la madre que agarraba con un brazo su cuello y tiraba del cuerpo del niño con la otra mano. El averno del silencio se abrió sobre los pocos que llegaban a pisar tierra firme. Muchos se desplazaban despacio, movidos por la corriente sobre bloques helados, insuficientes para todos.


martes, 2 de octubre de 2018

Éxodo 1 - Escapando de la muerte y la miseria


Éxodo (1). Escapando de la muerte y la miseria.

Había salido el sol y sus rayos se entremezclaban con la bruma de la mañana recién amanecida. Se adivinaban a lo lejos las copas de algunos árboles en el contraste del haz hiriente sobre las colinas del horizonte.

El camino se había hecho largo desde que el último caballo cayera extenuado subiendo por aquellos caminos agrestes donde la nieve se mezclaba con el barro helado fruto de las nevadas pasadas. Algunos animales pequeños asomaban sus hocicos por pequeños agujeros en respuesta al olor que pasaba, buscando algo que pudiera ser comido.

Se diría que aquello era el intento último de escapar a la muerte y a la miseria. El frío venía siendo observador cotidiano desde que él fuera un niño. Las pieles de antaño no eran suficientes y una llamada imperiosa los empujaba hacia el sur siguiendo el rastro de pájaros que desde hacía varias lunas veían cruzar el cielo formando inmensas bandadas que también buscaban nuevos nichos. Se diría que una llamada general convocaba a miles de especies. “¡Hacia el sur! ¡Hacia el sur!" El graznar lejano de las grandes ocas era inconfundible, se intuía una vez tras otra "¡Al sur, vamos al sur!"

Todo era blanco a lo lejos y algunos movimientos de sombras furtivas obligaban a estar alerta. Viajaban en paralelo a miles de cabezas que buscaban pastos frescos, seguridad para sus crías al abrigo del hielo y del viento exterminador. Ellos eran descendientes de las lunas de antaño, de los pintores de ancestros, de los suspiros de muchos. Grandes fiebres habían seleccionado a los más fuertes y solo unos cuantos verían aquella tierra que prometía ser lo que antaño había sido la que abandonaron fruto de la desesperación y la muerte de sus antecesores.

Nadie sabía nada. Las palabras del último gran druida momentos antes de exhalar un último suspiro habían sido terminantes: “El camino es casi eterno. No sois pájaros y necesitareis varias, muchas estaciones para que lo que añoráis, lo que soñáis, abra vuestros ojos y os invite al descanso y al medro. Mientras tanto vigilad, marchad día tras día hacia el sur. Cruzad muchos valles y montañas y no desesperéis. La muerte es rápida, pero vosotros debéis serlo más”. Aquellas palabras se clavaban una y otra vez en su existencia. Debía ser fuerte. Nadie como él había sabido salir inerte varias veces del ataque de los lobos o de aquellas visitas de los grandes osos o de las reyertas con tribus vecinas que quisieron hacerse dueños de la laguna donde recogían agua o de aquellas plantas cuyas semillas, después de ser molidas, permitían hacer masas con las que alimentarse varias jornadas. Las palabras del druida sonaron de nuevo en su cerebro y sin demora aceleró el paso alertando a aquellos observadores, a aquellos vigilantes que marchaban en avanzada, delante.

Surgieron de la nada, famélicos, anhelantes, portando palos con puntas de flecha en sus extremos. Tres crías de bisonte cayeron mal heridas, pero también lo hicieron dos de los nuestros. El hambre no hacía asco a nada que se moviera. La lucha fue armónica, se mezclaban los ecos de los bufidos con los gritos de unos y los quejidos de otros. Se vino la tarde y muchos logramos escapar del horror del dolor y la nada. Los fantasmas arrastraban sus capturas hacia sus secretos. No lejos el humo delataba que un festín haría pronto pasto de dentelladas certeras los cuerpos capturados.

Las últimas huellas del día urgían huir de aquel lugar lleno de tristezas y duquelas. Pero aquello no era nuevo. La supervivencia demandaba oscuros designios, aunque locura había ido más lejos de lo esperado, de lo acordado. Generaciones atrás había tenido lugar un gran encuentro de jefes donde el acuerdo había sido firme y unánime “respeto por todo aquello que se mueva como nosotros”. Los trasgresores debían pagar lo que habían hecho con su propia existencia.

Nada ocurrió en los días que sucedieron al ataque por sorpresa. El viento soplaba gélido haciendo aún más costosa la marcha de los que quedábamos. Los vigilantes descubrían posibles asentamientos con agua cercana, donde muchos animales, o al menos algunos, abrevarían. Pero nada debía frenar aquel éxodo. Todo apremiaba a seguir huyendo hacia la luz del sur, el frío intenso no podía poner fin a tanto esfuerzo. Sin embargo, nada parecía frenar la llegada de un invierno extremo con días cada vez más cortos, donde nada sino ellos se arrastraban hacia lejanos horizontes, donde no sería necesario calentar el hielo para que todos pudieran beber, donde algo más que raíces secas y heladas permitirían una vida honrosa que asegurara la supervivencia.