Éxodo (1). Escapando de la muerte y la miseria.
Había salido
el sol y sus rayos se entremezclaban con la bruma de la mañana recién amanecida.
Se adivinaban a lo lejos las copas de algunos árboles en el contraste del haz
hiriente sobre las colinas del horizonte.
El camino se
había hecho largo desde que el último caballo cayera extenuado subiendo por
aquellos caminos agrestes donde la nieve se mezclaba con el barro helado fruto
de las nevadas pasadas. Algunos animales pequeños asomaban sus hocicos por pequeños
agujeros en respuesta al olor que pasaba, buscando algo que pudiera ser comido.
Se diría que
aquello era el intento último de escapar a la muerte y a la miseria. El frío
venía siendo observador cotidiano desde que él fuera un niño. Las pieles de antaño
no eran suficientes y una llamada imperiosa los empujaba hacia el sur siguiendo
el rastro de pájaros que desde hacía varias lunas veían cruzar el cielo formando
inmensas bandadas que también buscaban nuevos nichos. Se diría que una llamada
general convocaba a miles de especies. “¡Hacia el sur! ¡Hacia el sur!" El
graznar lejano de las grandes ocas era inconfundible, se intuía una vez tras
otra "¡Al sur, vamos al sur!"
Todo era
blanco a lo lejos y algunos movimientos de sombras furtivas obligaban a estar
alerta. Viajaban en paralelo a miles de cabezas que buscaban pastos frescos,
seguridad para sus crías al abrigo del hielo y del viento exterminador. Ellos
eran descendientes de las lunas de antaño, de los pintores de ancestros, de los
suspiros de muchos. Grandes fiebres habían seleccionado a los más fuertes y
solo unos cuantos verían aquella tierra que prometía ser lo que antaño había
sido la que abandonaron fruto de la desesperación y la muerte de sus
antecesores.
Nadie sabía
nada. Las palabras del último gran druida momentos antes de exhalar un último
suspiro habían sido terminantes: “El camino es casi eterno. No sois pájaros y
necesitareis varias, muchas estaciones para que lo que añoráis, lo que soñáis,
abra vuestros ojos y os invite al descanso y al medro. Mientras tanto vigilad,
marchad día tras día hacia el sur. Cruzad muchos valles y montañas y no
desesperéis. La muerte es rápida, pero vosotros debéis serlo más”. Aquellas
palabras se clavaban una y otra vez en su existencia. Debía ser fuerte. Nadie
como él había sabido salir inerte varias veces del ataque de los lobos o de
aquellas visitas de los grandes osos o de las reyertas con tribus vecinas que
quisieron hacerse dueños de la laguna donde recogían agua o de aquellas plantas
cuyas semillas, después de ser molidas, permitían hacer masas con las que
alimentarse varias jornadas. Las palabras del druida sonaron de nuevo en su
cerebro y sin demora aceleró el paso alertando a aquellos observadores, a
aquellos vigilantes que marchaban en avanzada, delante.
Surgieron de
la nada, famélicos, anhelantes, portando palos con puntas de flecha en sus
extremos. Tres crías de bisonte cayeron mal heridas, pero también lo hicieron
dos de los nuestros. El hambre no hacía asco a nada que se moviera. La lucha
fue armónica, se mezclaban los ecos de los bufidos con los gritos de unos y los
quejidos de otros. Se vino la tarde y muchos logramos escapar del horror del
dolor y la nada. Los fantasmas arrastraban sus capturas hacia sus secretos. No
lejos el humo delataba que un festín haría pronto pasto de dentelladas certeras
los cuerpos capturados.
Las últimas huellas
del día urgían huir de aquel lugar lleno de tristezas y duquelas. Pero aquello
no era nuevo. La supervivencia demandaba oscuros designios, aunque locura había
ido más lejos de lo esperado, de lo acordado. Generaciones atrás había tenido
lugar un gran encuentro de jefes donde el acuerdo había sido firme y unánime
“respeto por todo aquello que se mueva como nosotros”. Los trasgresores debían
pagar lo que habían hecho con su propia existencia.
Nada ocurrió
en los días que sucedieron al ataque por sorpresa. El viento soplaba gélido
haciendo aún más costosa la marcha de los que quedábamos. Los vigilantes
descubrían posibles asentamientos con agua cercana, donde muchos animales, o al
menos algunos, abrevarían. Pero nada debía frenar aquel éxodo. Todo apremiaba a
seguir huyendo hacia la luz del sur, el frío intenso no podía poner fin a tanto
esfuerzo. Sin embargo, nada parecía frenar la llegada de un invierno extremo
con días cada vez más cortos, donde nada sino ellos se arrastraban hacia
lejanos horizontes, donde no sería necesario calentar el hielo para que todos
pudieran beber, donde algo más que raíces secas y heladas permitirían una vida
honrosa que asegurara la supervivencia.
Una historia de supervivencia llena de descripciones bellas y que aun así muestran muy bien una vida dura donde la muerte acecha con múltiples formas.
ResponderEliminarEsperaré la continuación.
Un beso.