miércoles, 3 de octubre de 2018

Éxodo 2-Andando sobre el hielo


Éxodo 2. Andando sobre el hielo

Una extensión enorme helada apareció en la lejanía. Nada aseguraba que fuera suficientemente firme para poder andar sobre ella sin que se rajara y, abriendo sus fauces, succionara a más de uno y cortara “los sueños del sur”. Los vigías andaban despacio, golpeando suavemente durante horas con palos afilados la costra helada. Sería importante que la noche no llegara hasta que estuvieran todos en el otro extremo de la gran llanura. Allí dormirían esperando a las primeras luces del amanecer, para dirigirse a través de las montañas a otro valle, quizás más cálido y algo más prometedor que aquella soledad helada.

El hielo era grueso, a veces se adivinaban perfiles de animales, de peces, que habían quedado prisioneros congelados a un metro de la superficie haciendo el momento aún más angustioso. Crujidos graves obligaban a veces a desplazarse varios metros hacia uno u otro lado buscando la seguridad en la superficie helada. Una verdadera bandada de humanos se deslizaba formando un frente en forma de V con dos largos brazos. El cansancio hacía estragos. No podían detenerse allí en medio de la nada, mientras el día avanzaba inexorablemente. Las montañas se mostraban sigilosas algo más cerca y el borde de la superficie helada se adivinaba porque el Sol no se reflejaba como en el hielo. El grupo avivó la marcha.

Cada vez eran más frecuentes los crujidos del hielo y de nuevo empezó a caer aguanieve que debilitaba la superficie helada y hacía temer por la existencia del grupo y en particular por la de aquellos más rezagados. Una enorme raja se abrió junto a nosotros. Recordaba los dos bordes de una herida congelada por el hielo. De nuevo el caos, las carreras, el miedo de no saber, de no poder llegar. El frío ya no era importante, el pánico lo inundaba todo. Había que saltar sobre los bloques que se desgajaban y guardar el equilibrio. Algunos aprendieron a quedarse inmóviles en el centro de su superficie, pero la quietud duraba poco, ya que otros imitando esta acción se apresuraban a desplazarse al centro haciendo que el bloque se moviera de forma incontrolable lanzando al agua a los que permanecían cercanos a los bordes. El agua estaba verdaderamente gélida, ya que los que caían gritaban de forma aterradora y se movían con dificultad al cabo de varios segundos. Una corriente desplazaba despacio los bloques con algunos de la tribu en su superficie hacia lo ignoto, pero aquello era mejor que ser tragado por el hielo, como había ocurrido ya varias veces en la última hora.

La imagen no dejaba a nadie indiferente. ¡Era increíble, no podía ser! a diez tiros de piedra un gran bloque conducía, paralelo a nuestro camino, a un gran oso blanco. Todos despertamos del aletargamiento y nos pusimos en guardia. El gran oso no tardaría en echarse al agua y nadar hacia uno de los témpanos en donde nos encontrábamos flotando hacia la nada. ¡Los dioses no podían ser tan crueles y abandonarnos en aquella mala suerte tan certera! Una de las mujeres portaba en brazos a un niño debilitado que sangraba por la nariz emitiendo un olor que alertaba al oso que se movía inquieto sobre el pequeño iceberg. La bestia se lanzó al agua helada y comenzó andar. Dos hombres con palos de caza rodeaban a la mujer y al niño y se aprestaban a la lucha. El oso no subiría a aquel bloque –pensaban.

El plantígrado se acercaba presto. Todos recordábamos escenas de antaño, donde los osos atacaban a focas o incluso a los humanos demostrando agilidad, astucia y fiereza. Un zarpazo a ciegas tiró a uno de los guerreros. Un palo de caza clavado sobre un brazo del oso hirió en el pecho a un anciano que también protegía a la madre y su retoño. El rugido feroz heló la sangre y la existencia de los que allí estábamos. Con presteza el otro guerrero clavó el otro palo en la espalda de la bestia. Un nuevo grito al viento gélido llegó hasta las montañas; el niño yacía partido en dos en las fauces del gran oso, que a la vez luchaba por quitarse lo que laceraba terriblemente su espalda. El témpano parecía el movimiento de la risa en el vientre de la nada. Uno tras otros los que allá estaban iban cayendo al agua y nadaban como mal podían hacia los otros témpanos, sin poder llegar, congelados de dolor y de espanto. La madre golpeaba con un cuchillo casi sin hoja los ojos de la bestia y gritaba al viento su maternidad castrada. Su pecho sangraba dolores ancestrales que hacían aún más violento sus golpes cegadores. El oso dejó caer de la boca uno de los brazos del niño momentos antes de desplomarse sobre el vértice del témpano. El hielo se rompió en dos trozos llevándose al animal y a la madre que agarraba con un brazo su cuello y tiraba del cuerpo del niño con la otra mano. El averno del silencio se abrió sobre los pocos que llegaban a pisar tierra firme. Muchos se desplazaban despacio, movidos por la corriente sobre bloques helados, insuficientes para todos.


1 comentario:

  1. Un relato crudo donde la vida y la muerte se mezclan sin mirar edades. Estamos acostumbrados a la sobreprotección y en esta historia que un niño sea la víctima de un oso puede resultar cruel, pero la supervivencia esa así, los más débiles son los primeros en caer.
    Besos.

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