Éxodo 2. Andando
sobre el hielo
Una extensión enorme helada apareció en la lejanía. Nada
aseguraba que fuera suficientemente firme para poder andar sobre ella sin que
se rajara y, abriendo sus fauces, succionara a más de uno y cortara “los sueños
del sur”. Los vigías andaban despacio, golpeando suavemente durante horas con
palos afilados la costra helada. Sería importante que la noche no llegara hasta
que estuvieran todos en el otro extremo de la gran llanura. Allí dormirían
esperando a las primeras luces del amanecer, para dirigirse a través de las montañas
a otro valle, quizás más cálido y algo más prometedor que aquella soledad
helada.
El hielo era grueso, a veces se
adivinaban perfiles de animales, de peces, que habían quedado prisioneros
congelados a un metro de la superficie haciendo el momento aún más angustioso.
Crujidos graves obligaban a veces a desplazarse varios metros hacia uno u otro
lado buscando la seguridad en la superficie helada. Una verdadera bandada de
humanos se deslizaba formando un frente en forma de V con dos largos brazos. El
cansancio hacía estragos. No podían detenerse allí en medio de la nada,
mientras el día avanzaba inexorablemente. Las montañas se mostraban sigilosas
algo más cerca y el borde de la superficie helada se adivinaba porque el Sol no
se reflejaba como en el hielo. El grupo avivó la marcha.
Cada vez eran más frecuentes los
crujidos del hielo y de nuevo empezó a caer aguanieve que debilitaba la
superficie helada y hacía temer por la existencia del grupo y en particular por
la de aquellos más rezagados. Una enorme raja se abrió junto a nosotros.
Recordaba los dos bordes de una herida congelada por el hielo. De nuevo el
caos, las carreras, el miedo de no saber, de no poder llegar. El frío ya no era
importante, el pánico lo inundaba todo. Había que saltar sobre los bloques que
se desgajaban y guardar el equilibrio. Algunos aprendieron a quedarse inmóviles
en el centro de su superficie, pero la quietud duraba poco, ya que otros
imitando esta acción se apresuraban a desplazarse al centro haciendo que el
bloque se moviera de forma incontrolable lanzando al agua a los que permanecían
cercanos a los bordes. El agua estaba verdaderamente gélida, ya que los que
caían gritaban de forma aterradora y se movían con dificultad al cabo de varios
segundos. Una corriente desplazaba despacio los bloques con algunos de la tribu
en su superficie hacia lo ignoto, pero aquello era mejor que ser tragado por el
hielo, como había ocurrido ya varias veces en la última hora.
La imagen no dejaba a nadie
indiferente. ¡Era increíble, no podía ser! a diez tiros de piedra un gran
bloque conducía, paralelo a nuestro camino, a un gran oso blanco. Todos
despertamos del aletargamiento y nos pusimos en guardia. El gran oso no
tardaría en echarse al agua y nadar hacia uno de los témpanos en donde nos
encontrábamos flotando hacia la nada. ¡Los dioses no podían ser tan crueles y
abandonarnos en aquella mala suerte tan certera! Una de las mujeres portaba en
brazos a un niño debilitado que sangraba por la nariz emitiendo un olor que
alertaba al oso que se movía inquieto sobre el pequeño iceberg. La bestia se
lanzó al agua helada y comenzó andar. Dos hombres con palos de caza rodeaban a
la mujer y al niño y se aprestaban a la lucha. El oso no subiría a aquel bloque
–pensaban.
El plantígrado se acercaba presto.
Todos recordábamos escenas de antaño, donde los osos atacaban a focas o incluso
a los humanos demostrando agilidad, astucia y fiereza. Un zarpazo a ciegas tiró
a uno de los guerreros. Un palo de caza clavado sobre un brazo del oso hirió en
el pecho a un anciano que también protegía a la madre y su retoño. El rugido
feroz heló la sangre y la existencia de los que allí estábamos. Con presteza el
otro guerrero clavó el otro palo en la espalda de la bestia. Un nuevo grito al
viento gélido llegó hasta las montañas; el niño yacía partido en dos en las
fauces del gran oso, que a la vez luchaba por quitarse lo que laceraba
terriblemente su espalda. El témpano parecía el movimiento de la risa en el
vientre de la nada. Uno tras otros los que allá estaban iban cayendo al agua y
nadaban como mal podían hacia los otros témpanos, sin poder llegar, congelados de
dolor y de espanto. La madre golpeaba con un cuchillo casi sin hoja los ojos de
la bestia y gritaba al viento su maternidad castrada. Su pecho sangraba dolores
ancestrales que hacían aún más violento sus golpes cegadores. El oso dejó caer
de la boca uno de los brazos del niño momentos antes de desplomarse sobre el
vértice del témpano. El hielo se rompió en dos trozos llevándose al animal y a
la madre que agarraba con un brazo su cuello y tiraba del cuerpo del niño con
la otra mano. El averno del silencio se abrió sobre los pocos que llegaban a pisar
tierra firme. Muchos se desplazaban despacio, movidos por la corriente sobre bloques
helados, insuficientes para todos.
Un relato crudo donde la vida y la muerte se mezclan sin mirar edades. Estamos acostumbrados a la sobreprotección y en esta historia que un niño sea la víctima de un oso puede resultar cruel, pero la supervivencia esa así, los más débiles son los primeros en caer.
ResponderEliminarBesos.