jueves, 6 de septiembre de 2018

El miedo en altamar y la Navidad



Le dolían todos los huesos. No había parte de su cuerpo que no estuviera empapada a pesar del impermeable que vestía. La humedad era total y las olas entraban por la borda empujadas por la marea y por la marejada, que encabritada, arreciaba desde el Norte. El barco estaba repleto de peces en la bodega, y un momento antes habían capturado merluzas y atunes rojos de norme tamaño. Dos rajas profundas en el dorso de cada mano reseñaban la dificultad del último lance. Ya la sangre no salía a borbotones como un rato antes, pero el flujo del líquido vital seguía siendo importante. Buscó un trapo o algo equivalente y encontró un paño grande, que aunque chorreando, partió en dos y anudó fuerte una mitad en la mano izquierda, y luego el otro trozo en la mano derecha.
Ahora todo parecía más fácil a pesar de que las olas de cinco metros empequeñecían a la embarcación que con maestría el capitán ponía al abrigo del rompeolas que aparecía y desaparecía, como por arte de magia allá en frente, a más de una milla de distancia. Él había visto, años atrás, cómo el mar hacía volcar grandes barcos y los arrastraba hacia remolinos, que succionándolos engullían todo lo que contenían. Una gran ola rompió sobre cubierta llenándolo todo de agua salada y poniendo al barco al pairo, que parecía un juguete en manos de un niño en la bañera. ¡Todos a cubierta, todos a cubierta, deprisa y recen lo que sepan! – vociferó el capitán. ¡Achiquen el agua, conecten las bombas de achique, deprisa! -Continuó gritando a toda voz.
Aquello era un desenfreno, las dos ataduras de las manos, habían desaparecido y la sangre manaba de nuevo, a raudales, manchando todo de rojo. El mar enseñaba ya de forma continua sus poderes y el navío parecía un cascarón presto a ser destrozado por las olas que rompían por todas partes haciendo de la embarcación una diana fácil. Ahora las bombas funcionaban a destajo, la angustia era total. Un rayo desplegó sus dominios de levante a poniente, deslumbrando al horizonte. Otro cayó sobre el mar a media milla a estribor, dejando a todos ciegos y sordos por un momento que resultó eterno. El viento arreciaba y la galerna parecía inevitable.
Recordó que la mañana había levantado brillante y que el parte meteorológico definía que nada preocupante se encontraba a menos de 1000 km. Todo en la nave era buen humor y ya pensaban los marineros y el capitán en el regreso y en compartir con los suyos la Navidad. Los fandangos se oían por doquier. Uno se estiró con “Lo dicen los marineros, cuando salgo a navegá…” Luego vinieron las risas y los villancicos, todos al unísono cantaban “Pero mira como beben los peces en el río….”. Pero aquello había surgido de golpe, como en las películas. Primero el mar fue perdiendo azul y ganando gris, luego todo se llenó de nubes que aparecían desde el Norte. El sol desapareció como en un eclipse, nubes, bruma, misterio insondable. Se diría que alguien poderoso no quería que pasaran la Navidad con sus familias, disfrutando de los beneficios de la venta de pescado en la lonja de Isla Cristina. Su cargamento era fantástico, atunes de más de 200 kg, y un tropel de merluzas que por arte del mismísimo diablo se habían puesto a su alcance en un abrir y cerrar de ojos. Aquello no era ni siquiera improbable, ya que los bancos de atunes distaban de los de merluza de gran tamaño. Llevaba sacados con el gancho cinco grandes atunes, cuando uno gigante, que le pareció algo menos, de un tirón desplazó el arpón rasgando el dorso de su mano izquierda como el viento lo hace con el papel, yéndose a enganchar en el dorso de la otra mano. El dolor fue insoportable y perdió el conocimiento. Una ola de grandes dimensiones embarcó al gran túnido y ambos, pez y marinero, rodaron por la borda hasta llegar al gran cúmulo de enormes peces que allá se amontonaban. Un compañero se acercó y, como pudo, arrancó de la piel el arpón y colocó sendos torniquetes en las muñecas del marinero.
En aquel estado comatoso se preguntaba que cómo había podido suceder todo tan deprisa. Una ola por babor llegaba amenazante, cuando la embarcación fue izada a seis metros rodeada de espuma fluorescente. Los fuegos fatuos, las luces de San Telmo acudían a sus sueños. Nada era real, ni las continuas salpicaduras contra su cara; tal parecía que alguien del más allá lanzaba jarras gigantescas de agua y de sangre, pidiendo que despertara de aquella horrible pesadilla antes de zozobrar.
Otro rayo mucho más cercano le sacó de su coma angustioso y trasladó a un infierno más profundo, como si del Dante se tratara. Una ola enorme ponía fin a su pesadilla, deslizaba el barco como una tabla de surf en la Polinesia. Cuatrocientos metros en la cresta de la ola parecían interminables y el gran dique se encontraba cada vez más cerca. Otro soplo del huracán y la ola voló más lejos haciendo encallar al navío sobre las dunas a 150 metros tierra adentro. La embarcación se quebró en dos, la muerte parecía imparable. Todos salieron desplazados hacia la proa, chocando sobre las toneladas de redes que allí permanecían apiladas.
Llovía torrencialmente cuando despertó de nuevo, ya no había viento y el huracán no gritaba contra la cubierta o la cabina medio destrozada que había perdido los cristales y el tejadillo. No lejos, la silueta de una ciudad, que le resultaba conocida, le enviaba saludos de bienvenida y le aseguraba que estaba vivo. Otro compañero moribundo lo llamaba y a voces pedía un confesor. Sus huesos rotos, habían taladrado la pierna y se entreveían por los agujeros de su impermeable arruinado por la tormenta. El dolor le pareció insoportable y vomitó bilis. Se acordó de su madre y rezó una avemaría por su compañero, mientras llamaba de forma desgarrada a otros barcos, que habían sabido mejor que ellos escapar del horror de la galerna. Él no creía en los milagros, pero recordando un dicho de su abuelo, vio que la propia vida era un milagro y que llegaría a tiempo para poder cantar con los suyos la mismísima noche víspera de Navidad.

Llamó a la puerta y una cara desencajada besó sus labios, como si el tiempo ya no existiera. Los mayores a coro gritaban Feliz Navidad papá, Feliz Navidad abuelo. El más pequeño tiraba de la manga y balbuceaba, abuelito, queremos que nos cuentes tu última aventura.



Nota de autor:
He visto el mar algo gris, acompañado de fuertes vientos, en esta tarde lluviosa de diciembre, tiempo de Navidad, y la tormenta pasó por mis musas. Luego llegaron otras musas pidiendo que todo amainara, que la paz fuera un encuentro donde la tormenta feneciera y la vida brotara como sueño necesario para que los abrazos calienten al alma necesitada

A la altura de Málaga. Volviendo a Madrid. 26 de diciembre de 2017

1 comentario:

  1. Un relato poético y con un fondo de tristeza que refleja la dureza de la vida en alta mar. Por mis lazos familiares maternos sé cuán sufrida es la vida de los pescadores y cuántos riesgos corren a merced del siempre cambiante talante del mar.
    Un beso.

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