Le dolían
todos los huesos. No había parte de su cuerpo que no estuviera empapada a pesar
del impermeable que vestía. La humedad era total y las olas entraban por la
borda empujadas por la marea y por la marejada, que encabritada, arreciaba
desde el Norte. El barco estaba repleto de peces en la bodega, y un momento
antes habían capturado merluzas y atunes rojos de norme tamaño. Dos rajas
profundas en el dorso de cada mano reseñaban la dificultad del último lance. Ya
la sangre no salía a borbotones como un rato antes, pero el flujo del líquido
vital seguía siendo importante. Buscó un trapo o algo equivalente y encontró un
paño grande, que aunque chorreando, partió en dos y anudó fuerte una mitad en
la mano izquierda, y luego el otro trozo en la mano derecha.
Ahora todo parecía más fácil a pesar de que las olas de cinco metros empequeñecían
a la embarcación que con maestría el capitán ponía al abrigo del rompeolas que
aparecía y desaparecía, como por arte de magia allá en frente, a más de una
milla de distancia. Él había visto, años atrás, cómo el mar hacía volcar grandes
barcos y los arrastraba hacia remolinos, que succionándolos engullían todo lo
que contenían. Una gran ola rompió sobre cubierta llenándolo todo de agua
salada y poniendo al barco al pairo, que parecía un juguete en manos de un niño
en la bañera. ¡Todos a cubierta, todos a cubierta, deprisa y recen lo que sepan!
– vociferó el capitán. ¡Achiquen el agua, conecten las bombas de achique, deprisa!
-Continuó gritando a toda voz.
Aquello era un desenfreno, las dos ataduras de las manos, habían
desaparecido y la sangre manaba de nuevo, a raudales, manchando todo de rojo.
El mar enseñaba ya de forma continua sus poderes y el navío parecía un cascarón
presto a ser destrozado por las olas que rompían por todas partes haciendo de
la embarcación una diana fácil. Ahora las bombas funcionaban a destajo, la
angustia era total. Un rayo desplegó sus dominios de levante a poniente,
deslumbrando al horizonte. Otro cayó sobre el mar a media milla a estribor,
dejando a todos ciegos y sordos por un momento que resultó eterno. El viento
arreciaba y la galerna parecía inevitable.
Recordó que la mañana había levantado brillante y que el parte
meteorológico definía que nada preocupante se encontraba a menos de 1000 km. Todo
en la nave era buen humor y ya pensaban los marineros y el capitán en el
regreso y en compartir con los suyos la Navidad. Los fandangos se oían por
doquier. Uno se estiró con “Lo dicen los marineros, cuando salgo a navegá…”
Luego vinieron las risas y los villancicos, todos al unísono cantaban “Pero mira
como beben los peces en el río….”. Pero aquello había surgido de golpe, como en
las películas. Primero el mar fue perdiendo azul y ganando gris, luego todo se
llenó de nubes que aparecían desde el Norte. El sol desapareció como en un
eclipse, nubes, bruma, misterio insondable. Se diría que alguien poderoso no
quería que pasaran la Navidad con sus familias, disfrutando de los beneficios
de la venta de pescado en la lonja de Isla Cristina. Su cargamento era
fantástico, atunes de más de 200 kg, y un tropel de merluzas que por arte del
mismísimo diablo se habían puesto a su alcance en un abrir y cerrar de ojos.
Aquello no era ni siquiera improbable, ya que los bancos de atunes distaban de
los de merluza de gran tamaño. Llevaba sacados con el gancho cinco grandes
atunes, cuando uno gigante, que le pareció algo menos, de un tirón desplazó el
arpón rasgando el dorso de su mano izquierda como el viento lo hace con el
papel, yéndose a enganchar en el dorso de la otra mano. El dolor fue
insoportable y perdió el conocimiento. Una ola de grandes dimensiones embarcó
al gran túnido y ambos, pez y marinero, rodaron por la borda hasta llegar al
gran cúmulo de enormes peces que allá se amontonaban. Un compañero se acercó y,
como pudo, arrancó de la piel el arpón y colocó sendos torniquetes en las
muñecas del marinero.
En aquel estado comatoso se preguntaba que cómo había podido suceder
todo tan deprisa. Una ola por babor llegaba amenazante, cuando la embarcación
fue izada a seis metros rodeada de espuma fluorescente. Los fuegos fatuos, las
luces de San Telmo acudían a sus sueños. Nada era real, ni las continuas salpicaduras
contra su cara; tal parecía que alguien del más allá lanzaba jarras gigantescas
de agua y de sangre, pidiendo que despertara de aquella horrible pesadilla antes
de zozobrar.
Otro rayo mucho más cercano le sacó de su coma angustioso y trasladó a
un infierno más profundo, como si del Dante se tratara. Una ola enorme ponía
fin a su pesadilla, deslizaba el barco como una tabla de surf en la Polinesia.
Cuatrocientos metros en la cresta de la ola parecían interminables y el gran
dique se encontraba cada vez más cerca. Otro soplo del huracán y la ola voló más
lejos haciendo encallar al navío sobre las dunas a 150 metros tierra adentro.
La embarcación se quebró en dos, la muerte parecía imparable. Todos salieron
desplazados hacia la proa, chocando sobre las toneladas de redes que allí
permanecían apiladas.
Llovía torrencialmente cuando despertó de nuevo, ya no había viento y
el huracán no gritaba contra la cubierta o la cabina medio destrozada que había
perdido los cristales y el tejadillo. No lejos, la silueta de una ciudad, que
le resultaba conocida, le enviaba saludos de bienvenida y le aseguraba que
estaba vivo. Otro compañero moribundo lo llamaba y a voces pedía un confesor.
Sus huesos rotos, habían taladrado la pierna y se entreveían por los agujeros
de su impermeable arruinado por la tormenta. El dolor le pareció insoportable y
vomitó bilis. Se acordó de su madre y rezó una avemaría por su compañero,
mientras llamaba de forma desgarrada a otros barcos, que habían sabido mejor
que ellos escapar del horror de la galerna. Él no creía en los milagros, pero recordando
un dicho de su abuelo, vio que la propia vida era un milagro y que llegaría a
tiempo para poder cantar con los suyos la mismísima noche víspera de Navidad.
Llamó a la puerta y una cara desencajada besó sus labios, como si el
tiempo ya no existiera. Los mayores a coro gritaban Feliz Navidad papá, Feliz
Navidad abuelo. El más pequeño tiraba de la manga y balbuceaba, abuelito, queremos
que nos cuentes tu última aventura.
Nota de
autor:
He visto el
mar algo gris, acompañado de fuertes vientos, en esta tarde lluviosa de
diciembre, tiempo de Navidad, y la tormenta pasó por mis musas. Luego llegaron
otras musas pidiendo que todo amainara, que la paz fuera un encuentro donde la
tormenta feneciera y la vida brotara como sueño necesario para que los abrazos
calienten al alma necesitada
A la altura de Málaga. Volviendo a Madrid. 26 de diciembre
de 2017
Un relato poético y con un fondo de tristeza que refleja la dureza de la vida en alta mar. Por mis lazos familiares maternos sé cuán sufrida es la vida de los pescadores y cuántos riesgos corren a merced del siempre cambiante talante del mar.
ResponderEliminarUn beso.