sábado, 12 de enero de 2019

El levantamiento contra los fenicios (Tartessos IV)


Treinta jinetes descienden de sus monturas. El polvo les cubre desde la cabeza a los pies. Sus caballos están exhaustos, tienen las narices y los pulmones colapsados por el esfuerzo, ya no es posible mantenerlos a galope ni un segundo más. Les esperan unas barcas en la barra del Terrón junto a la desembocadura del Piedras. Las luces vigías de la atalaya no ha dejado de parpadear en toda la noche. Sus homónimas de la costa también han estado despiertas. Las noticias son confusas. Los fenicios han abandonado viejos nichos hace décadas y ahora se esfuerzan por hacer que toda aquella tierra sea suya. Gades se ha convertido en el puerto más importante fenicio de esta zona del Sinus Tartessico y quiere ser ella y nadie más que ella quien controle las factorías de la costa y las minas. Aniquilar el control que tiene Tartessos es su única meta y ese objetivo pasa por hacer una gran purga entre los jefes y en el propio pueblo. Hace varias lunas en Ad Rubra, un templo con la imagen del poder que representa ha sido destruido por fenicios sin escrúpulos que no dejan de pregonar que Baal es el más grande, el señor de la Guerra, y que Melkart y Astarté controlan la vida y la muerte. También hace tiempo en el nuevo Tartessos los sacerdotes de Baal se han dirigido hacia los dólmenes del río de aguas rojas y a otros más arriba camino de la minas, masacrando y haciéndose dueños de los vivos y de los muertos. En la costa, en las factorías de la pesca, maltratan a los pescadores de las arenas y a los nietos de aquellos que dominaron Saltés o a los de las orillas del Anas. Ya el comercio de la mar está en manos de Fenicia y con él todo el mineral que viene de las minas.
Ahora o nunca. Ahora o Tartessos será Fenicia; ahora o el oro y la plata vestirán tronos de los Asirios. Ya no hay esclavos celtas o de allende el mar tenebroso; ya en las minas hay trabajadores de Tartessos fustigados por los látigos de los capataces comprados por el oro de fenicia y el incienso de sus sacerdotes.
Cron espera en una de las barcas junto a diez de sus hombres de confianza, entre ellos algunos sacerdotes vejados en los dólmenes. Van esbozados con capas que los protegen del frío y de ser reconocidos. Un saludo breve y una señal hacen que ya los remos se muevan al compás y que las barcas boguen rápidas hasta la Ribera. Allí nuevos caballos esperan antes de que las luces de la alborada sepan nada. Hay unos cobertizos tierra adentro donde el agua brota en pocillos junto a campos donde crece el mimbre, donde rebaños de cabras han dado leche y parido algún cabritillo para alimentar a ese grupo nutrido de hombres en cuyas manos y mentes está el futuro de Tartessos.
Una gran hoguera ocupa el centro del reducto. Varios sirvientes y guerreros trabajan en organizar el asadero. La noche está aún cerrada, pero a lo lejos empieza el negro a convertirse en gris sobre las lomas del Cebollar donde crecen bulbos picantes que los lugareños usan para hacer sopas calientes o las más lejanas que llaman del Ojo.
Todos se acomodan sobre el suelo. Hay hombres y representantes de los pueblos mineros y de las zonas agrícolas. No faltan sacerdotes de los templos tartessicos, vigilantes sagrados de los dólmenes, videntes, magos y guerreros. Cron toma la palabra y saluda ceremonioso a los asistentes, agradeciendo a aquellos que están preparando la comida. Todos sin embargo miran desconfiados a un joven que no ha sido presentado. Cron comenta que es hijo de Aran al que algunos llaman Antonio y otros Arganio, que es diestro con el arco y que su madre lo instruyó en las lenguas de oriente y las de las orillas lejanas del Mar Nuestro, no lejos de las grandes desiertos de arena de tierra adentro hasta el gran delta del río eterno de los faraones.
Algunos hablaban reposadamente, otros enrojecidos con los grandes vasos del cuello repletos de sangre piden venganza y que se actúe vertiginosamente contra Gades, a quién todo el mundo culpa. Cron matiza los impulsos y propone mandar emisarios al enclave portuario para hablar y tratar con los descendientes de los marinos que el conociera. No faltan insultos emitidos entre dientes y apagados por el vino caliente perfumado con canela de tierras helenas o por las chuletas de los cabritos asados bajo aromas de romero y de tomillo. Los puñales y falcatas esperan lejos de las manos de los asistentes. En un mapa improvisado en el suelo junto a la gran hoguera, Arganio va tomando fielmente instrucciones dictadas por Cron. Deben dirigirse en grupos de a cuatro hacia destinos tan diferentes como los dedos de la mano y allí informar, adoctrinar a otros, al pueblo tartessico, para el ataque final. Todo debe estar bajo control y usar mensajes y contraseñas secretas que abran la seguridad en el anonimato, pero también la colaboración y la organización.
Allí se cuece democracia del más alto nivel, votación a mano alzada, todo está decidido, la opinión más votada es la que habrá que respetar. Hay que hacerse fuertes en los caminos, en las minas, en las factorías de la costa, en los santuarios y en los dólmenes. Saltés tiene que volver a ser la tierra prometida, el templo de Gerión mucho antes de que Fenicia ni siquiera existiera. Saben que cualquier tropiezo significará la muerte en toda su extensión física y espiritual. Los nietos podrían llorar las torpezas de los abuelos trabajando en las minas como esclavos generación tras generación.
Fuera el viento sopla con fuerza lanzando con violencia la lluvia contra las tablas de la puerta y los ventanucos. Nada parece que pueda inquietar aquel momento crucial. El humo, el vino caliente y el vaho se acumulan lentamente en aquella estancia. Algunos de los que allí se encuentran están mareados, su piel se ha puesto blanca y caen desplomados. Con un gesto Cron señala a varios de los sirvientes que trasladen los cuerpos hacia la entrada de la gran cabaña y que entreabran la puerta. Un viento ciclónico lleva agua hasta sus cabezas haciendo que poco a poco recobren el color se sus caras. Todo excepto el tiempo parece en calma. De pronto los caballos se mueven intranquilos, algunos escarban con sus patas e intentan zafarse de algo que se mueve en la penumbra.
Grupos de soldados y guerreros fenicios rodean la cabaña prestos a ensartar con sus flechas al primero que ose asomarse o salir corriendo. Todos se mueven al unísono en silencio. Una gran manta húmeda chorreante apaga la hoguera. La noche aún si cabe está más negra. Todos recogen sus lanzas y falcatas, otros sus arcos y cuchillos. Unos tablones amontonados en un rincón sirven de gran coraza de los primeros que atraviesan la puerta hacia donde el viento sopla con fuerza. Docenas de flechas se clavan sobre las maderas haciendo posible la acción de los rebeldes, otras se cuelan por los entresijos de los tablones y atraviesan las cotas de los hombres de Tartessos hiriéndolos de gravedad. Nuevos tablones aparecen por la puerta de improviso y montan un cerco en cuyo interior se sitúan Cron y sus compañeros. Dentro los que aún no han recobrado la plenitud de las fuerzas esperan su momento.
Algunos fenicios osan acercarse a aquella muralla de tablas que se desplaza hacia donde están los caballos. Llueven más flechas, pero la coraza es firme. Algunas lanzas atraviesan a los soldados fenicios. Los alrededores de la cabaña son un hervidero de lucha y muerte.
Hana está despierta. Sus sueños han sido determinantes. Las noticias inquietantes de los últimos días la han desplazado con Argan a las casas palaciegas del Piedras. De madrugada despierta a Argan y le pide que corra con sus mejores huestes hacia donde está Cron. Él no duda ni por un momento que los sueños de Hana son verdad, sabe de los poderes de su esposa y a galope abandona las lomas de las Tinajeras hacia el norte.
Cincuenta fenicios rodean el fuerte de tablas que Cron y sus valientes han improvisado y sostienen desplazándolo lentamente, mientras otros muchos esperan una señal para atacar. Siguen muriendo fenicios y alguno de Tartessos a travesados por las lanzas de sus oponentes. El viento y el agua amainan. Algunas antorchas caen sobre las pajas del cobertizo anejo a la cabaña que ya arde por uno de sus lados. Dos soldados tartessicos asoman tímidamente sus escudos protegiendo sus cabezas, a lo que una lluvia de flechas responde imperturbable. Uno de ellos se lanza enloquecido sobre los arqueros y logra abatir a tres. Al instante, una cabeza cortada balancea sus ojos, mientras que el resto del cuerpo, asaeteado por las flechas de fenicia se desploma sobre un brazo mágico que se mueve solo. Cuatro golpistas más salen de la gran choza portando un tablón que arde por sus extremos. Alocadamente golpean el frente de arqueros y logran que pierdan su formación de lucha.
Argan ha llegado y ataca por la retaguardia. Nadie recuerda nada igual en las últimas generaciones. Sesenta hombres ponen en fuga a 150 fenicios que uno a uno van manchando de sangre los hollados que esperan las semillas del cereal de tierras tirias. La victoria es impecable, el recuento doloroso. De los que montaban en las barcas río arriba, de los que llegaron a caballo con Argan, la mitad ha muerto. Un breve encuentro es suficiente para que las órdenes sean algo más que deseos y vuelan en grupo de a cuatro hacia su destino, antes de que la noticia de muerte se mueva entre los buitres. El día acecha y hay que galopar hasta donde la esperanza aguarda. Antes de partir entierran a los muertos de ambos bandos. Nadie debe saber, por ahora, lo que allí ha ocurrido; se diría que la mano izquierda debe seguir ignorando a su homónima la derecha, si quiere seguir viviendo.
En cada poblado las mujeres esperan. Han hecho pan, cocido un poco de carne y afilado sus cuchillos. ¡El hambre no puede borrar todo el esfuerzo hecho! La traición de Fenicia ha encerrado a sus hombres bajo tierra forzados por aquellos que quieren oro y si acaso plata. Ya el cobre es menos importante, aunque sin cobre no hay bronce  y sin bronce no hay comercio ni hay vida. Por la noche en cada poblado asaltan al cuerpo de la guardia fenicia y al mismísimo silencio. Nada es tan verdad como aquello de a quién hierro mata a hierro muere. Las factorías de la costa sufren el embate de las olas y la furia de los indígenas de Tartessos, de los guerreros de Saltés que quieren seguir disfrutando de los que es suyo. Muchas embarcaciones arden fruto de los ataques de los lugareños que juegan a ser soldados y a guerrilleros.
El pueblo ruge en las plazas. Todos tienen en mente luchar por la libertad perdida hasta la muerte. Fuego y hierro. Nada es bastante ahora. Las noches son eternas. Ya no quedan guardias para proteger ni defender. Las puertas están solas pidiendo que alguien las abra, para poder pasar o huir, para morir matando lo mismo da ser de uno u otro bando. La crueldad se hace pasto de los mortales.
Astarté, Melkart, Baal tendrán que esperar para desplazar a las deidades del reino de Tartessos, aunque ¡oh paradoja! ya tiene su hueco desde centurias en el alma y la vida de muchos de Tartessos. Fenicia-Gades se afana en poner orden, pero muere en manos de un pueblo que cree en sí mismo porque respeta su libertad y su grandeza. Van cayendo una a una las ocupaciones de Fenicia. Tartessos sigue siendo Tartessos en el mundo conocido, al menos por otra centuria. El horizonte está limpio y la esperanza es contagiosa. El pueblo ha hecho posible que Cron ahora sea inmortal y que su nombre resuene en los altares y en las casas de Tharsis, de las colinas Tinajeras, de Saltés, del lago Ligustino. Una a uno cada poblado, cada dolmen, cada palacio, cada boca de una mina bendice el nombre de Cron y de sus valientes que supieron poner freno a fenicia y a su enclave rico de Gadir. Nada es ya tan verdad como aquello que hace que Tartessos sea un reino donde la democracia y la libertad es la razón de su existencia. Tiro y sus hijos de Gades deben rendir también homenaje a un pueblo vecino y vencedor que sabe lo que es morir luchando por sus ideales y por su propia descendencia.
Mientras en medio de la victoria y la alegría, unos ojos lloran por Arganio, al que muchos regalan en tumbas imaginarias tesoros durante generaciones, haciendo posible el dicho de que vivió 300 años. Muchos ya sueñan que Arganio volverá y será un gran jefe y hará de Tartessos la nación inmortal.


Madrid, diciembre de 2018.  Yendo y viniendo de Bilbao.


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