Treinta jinetes descienden de sus monturas. El polvo les
cubre desde la cabeza a los pies. Sus caballos están exhaustos, tienen las
narices y los pulmones colapsados por el esfuerzo, ya no es posible mantenerlos
a galope ni un segundo más. Les esperan unas barcas en la barra del Terrón
junto a la desembocadura del Piedras. Las luces vigías de la atalaya no ha
dejado de parpadear en toda la noche. Sus homónimas de la costa también han estado
despiertas. Las noticias son confusas. Los fenicios han abandonado viejos
nichos hace décadas y ahora se esfuerzan por hacer que toda aquella tierra sea
suya. Gades se ha convertido en el puerto más importante fenicio de esta zona
del Sinus Tartessico y quiere ser
ella y nadie más que ella quien controle las factorías de la costa y las minas.
Aniquilar el control que tiene Tartessos es su única meta y ese objetivo pasa
por hacer una gran purga entre los jefes y en el propio pueblo. Hace varias
lunas en Ad Rubra, un templo con la imagen del poder que representa ha sido
destruido por fenicios sin escrúpulos que no dejan de pregonar que Baal es el
más grande, el señor de la Guerra, y que Melkart y Astarté controlan la vida y
la muerte. También hace tiempo en el nuevo Tartessos los sacerdotes de Baal se
han dirigido hacia los dólmenes del río de aguas rojas y a otros más arriba
camino de la minas, masacrando y haciéndose dueños de los vivos y de los
muertos. En la costa, en las factorías de la pesca, maltratan a los pescadores
de las arenas y a los nietos de aquellos que dominaron Saltés o a los de las
orillas del Anas. Ya el comercio de la mar está en manos de Fenicia y con él
todo el mineral que viene de las minas.
Ahora o nunca. Ahora o Tartessos
será Fenicia; ahora o el oro y la plata vestirán tronos de los Asirios. Ya no
hay esclavos celtas o de allende el mar tenebroso; ya en las minas hay
trabajadores de Tartessos fustigados por los látigos de los capataces comprados
por el oro de fenicia y el incienso de sus sacerdotes.
Cron espera en una de las barcas
junto a diez de sus hombres de confianza, entre ellos algunos sacerdotes
vejados en los dólmenes. Van esbozados con capas que los protegen del frío y de
ser reconocidos. Un saludo breve y una señal hacen que ya los remos se muevan
al compás y que las barcas boguen rápidas hasta la Ribera. Allí nuevos caballos
esperan antes de que las luces de la alborada sepan nada. Hay unos cobertizos
tierra adentro donde el agua brota en pocillos junto a campos donde crece el
mimbre, donde rebaños de cabras han dado leche y parido algún cabritillo para
alimentar a ese grupo nutrido de hombres en cuyas manos y mentes está el futuro
de Tartessos.
Una gran hoguera ocupa el centro
del reducto. Varios sirvientes y guerreros trabajan en organizar el asadero. La
noche está aún cerrada, pero a lo lejos empieza el negro a convertirse en gris
sobre las lomas del Cebollar donde crecen bulbos picantes que los lugareños
usan para hacer sopas calientes o las más lejanas que llaman del Ojo.
Todos se acomodan sobre el suelo.
Hay hombres y representantes de los pueblos mineros y de las zonas agrícolas.
No faltan sacerdotes de los templos tartessicos, vigilantes sagrados de los
dólmenes, videntes, magos y guerreros. Cron toma la palabra y saluda ceremonioso
a los asistentes, agradeciendo a aquellos que están preparando la comida. Todos
sin embargo miran desconfiados a un joven que no ha sido presentado. Cron comenta
que es hijo de Aran al que algunos llaman Antonio y otros Arganio, que es
diestro con el arco y que su madre lo instruyó en las lenguas de oriente y las
de las orillas lejanas del Mar Nuestro, no lejos de las grandes desiertos de
arena de tierra adentro hasta el gran delta del río eterno de los faraones.
Algunos hablaban reposadamente,
otros enrojecidos con los grandes vasos del cuello repletos de sangre piden
venganza y que se actúe vertiginosamente contra Gades, a quién todo el mundo
culpa. Cron matiza los impulsos y propone mandar emisarios al enclave portuario
para hablar y tratar con los descendientes de los marinos que el conociera. No
faltan insultos emitidos entre dientes y apagados por el vino caliente
perfumado con canela de tierras helenas o por las chuletas de los cabritos
asados bajo aromas de romero y de tomillo. Los puñales y falcatas esperan lejos
de las manos de los asistentes. En un mapa improvisado en el suelo junto a la
gran hoguera, Arganio va tomando fielmente instrucciones dictadas por Cron.
Deben dirigirse en grupos de a cuatro hacia destinos tan diferentes como los
dedos de la mano y allí informar, adoctrinar a otros, al pueblo tartessico,
para el ataque final. Todo debe estar bajo control y usar mensajes y
contraseñas secretas que abran la seguridad en el anonimato, pero también la
colaboración y la organización.
Allí se cuece democracia del más
alto nivel, votación a mano alzada, todo está decidido, la opinión más votada
es la que habrá que respetar. Hay que hacerse fuertes en los caminos, en las
minas, en las factorías de la costa, en los santuarios y en los dólmenes.
Saltés tiene que volver a ser la tierra prometida, el templo de Gerión mucho
antes de que Fenicia ni siquiera existiera. Saben que cualquier tropiezo significará
la muerte en toda su extensión física y espiritual. Los nietos podrían llorar
las torpezas de los abuelos trabajando en las minas como esclavos generación
tras generación.
Fuera el viento sopla con fuerza
lanzando con violencia la lluvia contra las tablas de la puerta y los
ventanucos. Nada parece que pueda inquietar aquel momento crucial. El humo, el
vino caliente y el vaho se acumulan lentamente en aquella estancia. Algunos de
los que allí se encuentran están mareados, su piel se ha puesto blanca y caen
desplomados. Con un gesto Cron señala a varios de los sirvientes que trasladen
los cuerpos hacia la entrada de la gran cabaña y que entreabran la puerta. Un
viento ciclónico lleva agua hasta sus cabezas haciendo que poco a poco recobren
el color se sus caras. Todo excepto el tiempo parece en calma. De pronto los
caballos se mueven intranquilos, algunos escarban con sus patas e intentan
zafarse de algo que se mueve en la penumbra.
Grupos de soldados y guerreros
fenicios rodean la cabaña prestos a ensartar con sus flechas al primero que ose
asomarse o salir corriendo. Todos se mueven al unísono en silencio. Una gran
manta húmeda chorreante apaga la hoguera. La noche aún si cabe está más negra.
Todos recogen sus lanzas y falcatas, otros sus arcos y cuchillos. Unos tablones
amontonados en un rincón sirven de gran coraza de los primeros que atraviesan
la puerta hacia donde el viento sopla con fuerza. Docenas de flechas se clavan
sobre las maderas haciendo posible la acción de los rebeldes, otras se cuelan
por los entresijos de los tablones y atraviesan las cotas de los hombres de Tartessos
hiriéndolos de gravedad. Nuevos tablones aparecen por la puerta de improviso y
montan un cerco en cuyo interior se sitúan Cron y sus compañeros. Dentro los
que aún no han recobrado la plenitud de las fuerzas esperan su momento.
Algunos fenicios osan acercarse a
aquella muralla de tablas que se desplaza hacia donde están los caballos.
Llueven más flechas, pero la coraza es firme. Algunas lanzas atraviesan a los
soldados fenicios. Los alrededores de la cabaña son un hervidero de lucha y
muerte.
Hana está despierta. Sus sueños
han sido determinantes. Las noticias inquietantes de los últimos días la han
desplazado con Argan a las casas palaciegas del Piedras. De madrugada despierta
a Argan y le pide que corra con sus mejores huestes hacia donde está Cron. Él
no duda ni por un momento que los sueños de Hana son verdad, sabe de los
poderes de su esposa y a galope abandona las lomas de las Tinajeras hacia el
norte.
Cincuenta fenicios rodean el
fuerte de tablas que Cron y sus valientes han improvisado y sostienen desplazándolo
lentamente, mientras otros muchos esperan una señal para atacar. Siguen
muriendo fenicios y alguno de Tartessos a travesados por las lanzas de sus
oponentes. El viento y el agua amainan. Algunas antorchas caen sobre las pajas
del cobertizo anejo a la cabaña que ya arde por uno de sus lados. Dos soldados tartessicos
asoman tímidamente sus escudos protegiendo sus cabezas, a lo que una lluvia de
flechas responde imperturbable. Uno de ellos se lanza enloquecido sobre los
arqueros y logra abatir a tres. Al instante, una cabeza cortada balancea sus
ojos, mientras que el resto del cuerpo, asaeteado por las flechas de fenicia se
desploma sobre un brazo mágico que se mueve solo. Cuatro golpistas más salen de
la gran choza portando un tablón que arde por sus extremos. Alocadamente
golpean el frente de arqueros y logran que pierdan su formación de lucha.
Argan ha llegado y ataca por la
retaguardia. Nadie recuerda nada igual en las últimas generaciones. Sesenta
hombres ponen en fuga a 150 fenicios que uno a uno van manchando de sangre los
hollados que esperan las semillas del cereal de tierras tirias. La victoria es
impecable, el recuento doloroso. De los que montaban en las barcas río arriba,
de los que llegaron a caballo con Argan, la mitad ha muerto. Un breve encuentro
es suficiente para que las órdenes sean algo más que deseos y vuelan en grupo
de a cuatro hacia su destino, antes de que la noticia de muerte se mueva entre
los buitres. El día acecha y hay que galopar hasta donde la esperanza aguarda.
Antes de partir entierran a los muertos de ambos bandos. Nadie debe saber, por
ahora, lo que allí ha ocurrido; se diría que la mano izquierda debe seguir
ignorando a su homónima la derecha, si quiere seguir viviendo.
En cada poblado las mujeres esperan.
Han hecho pan, cocido un poco de carne y afilado sus cuchillos. ¡El hambre no
puede borrar todo el esfuerzo hecho! La traición de Fenicia ha encerrado a sus
hombres bajo tierra forzados por aquellos que quieren oro y si acaso plata. Ya
el cobre es menos importante, aunque sin cobre no hay bronce y sin bronce no hay comercio ni hay vida. Por
la noche en cada poblado asaltan al cuerpo de la guardia fenicia y al mismísimo
silencio. Nada es tan verdad como aquello de a quién hierro mata a hierro
muere. Las factorías de la costa sufren el embate de las olas y la furia de los
indígenas de Tartessos, de los guerreros de Saltés que quieren seguir
disfrutando de los que es suyo. Muchas embarcaciones arden fruto de los ataques
de los lugareños que juegan a ser soldados y a guerrilleros.
El pueblo ruge en las plazas.
Todos tienen en mente luchar por la libertad perdida hasta la muerte. Fuego y
hierro. Nada es bastante ahora. Las noches son eternas. Ya no quedan guardias
para proteger ni defender. Las puertas están solas pidiendo que alguien las
abra, para poder pasar o huir, para morir matando lo mismo da ser de uno u otro
bando. La crueldad se hace pasto de los mortales.
Astarté, Melkart, Baal tendrán
que esperar para desplazar a las deidades del reino de Tartessos, aunque ¡oh
paradoja! ya tiene su hueco desde centurias en el alma y la vida de muchos de
Tartessos. Fenicia-Gades se afana en poner orden, pero muere en manos de un
pueblo que cree en sí mismo porque respeta su libertad y su grandeza. Van
cayendo una a una las ocupaciones de Fenicia. Tartessos sigue siendo Tartessos
en el mundo conocido, al menos por otra centuria. El horizonte está limpio y la
esperanza es contagiosa. El pueblo ha hecho posible que Cron ahora sea inmortal
y que su nombre resuene en los altares y en las casas de Tharsis, de las
colinas Tinajeras, de Saltés, del lago Ligustino. Una a uno cada poblado, cada
dolmen, cada palacio, cada boca de una mina bendice el nombre de Cron y de sus
valientes que supieron poner freno a fenicia y a su enclave rico de Gadir. Nada
es ya tan verdad como aquello que hace que Tartessos sea un reino donde la
democracia y la libertad es la razón de su existencia. Tiro y sus hijos de
Gades deben rendir también homenaje a un pueblo vecino y vencedor que sabe lo
que es morir luchando por sus ideales y por su propia descendencia.
Mientras en medio de la victoria
y la alegría, unos ojos lloran por Arganio, al que muchos regalan en tumbas
imaginarias tesoros durante generaciones, haciendo posible el dicho de que
vivió 300 años. Muchos ya sueñan que Arganio volverá y será un gran jefe y hará
de Tartessos la nación inmortal.
Madrid, diciembre de 2018. Yendo y viniendo de Bilbao.
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