No escasean pequeñas barcas que afloran de otras tierras con remeros
de pieles curtidas, que hablan otras lenguas, pero que buscan aventuras, amor,
libertad, comerciar y aprender de lo que otros puedan enseñarles. Cron que ya
ha vivido muchos más equinoccios y ceremonias del agua que dedos tiene entre sus
manos y pies, decide partir hacia levante comandando una flotilla de diez
barcos dotados de velas triangulares y remeros. Le han dicho que allí, a una
luna de crucero con vientos favorables viven hombres que llegaron de muy lejos,
de donde el Sol levanta, muchos hombres con narices aguileñas que viven del
trueque, pero que conocen de la magia del fuego y de las serpientes, que tratan
con un material al que llaman Alabastri.
También conocen de una masa mineral que caliente puede estirarse y formar
placas transparentes que te aíslan del frío y del viento y que reflejan los
rostros como lo hace el agua de los charcos cristalinos. Esos hombre dominan el
cultivo de nuevas plantas y de nuevas masas para hacen un pan más blanco, más
tierno, más nuestro de cada día. Queda Saltés bajo la custodia de Tonio y de
otros hijos de Argán y Hana y de aquellos que fueron bendecidos por las aguas
fluorescentes durante las ceremonias de aquellas noches de verano.
La sequía ha hecho estragos. Chan ha muerto y con ella otros muchos.
Una terrible epidemia de ratas y bubones ha matado a miles de almas junto a los
grandes arenales, donde ciervos y grandes gatos de orejas pinceladas viven atardeceres
enrojecidos por el sol que se esconde donde el mar termina con la tierra. La
epidemia avanza y la muerte arrasa. Aguas pestilentes han envenenado los pozos
y Saltés está sedienta. La peste avanza por doquier. Saltés ya no es Saltés, ya
es tierra peregrina de Tartessos. Sus palacios y templos están siendo pasto de
la arena que el viento hiciera de las rocas y del silencio que arrastra lodo y
veneno. Llegan temporales o grandes maremotos que enterrarán por milenios tus
secretos.
Muchos, los más poderosos se mueven más allá, a dos-tres día de camino
por la costa hacia una zona donde el mar canta sus miedos cada noche. ¡Aquí
murió la sordomuda, la que interpretaba los signos y hacía vocablos y palabras
con sentido, la que escribía sobre tablillas de arcilla y sobre telas con
plumas de aves impregnadas con tintes de colinillas, aquí vivieron los brujos
impensables! –se oye al viento susurrar cuando cambia la marea.
Van llegando navegantes desde aquellas tierras de levante, atraídos
por el juego del oro y de la plata y la magia del trueque y el comercio. Crece
Tartessos. Allí en aquellas costas se desarrolla una actividad frenética que
une a los moradores de la costa con nuevas costumbres, nuevos dioses, nuevas
forma de vivir y sentir.
Muchos trabajan en una epopeya digna del que abriera la puerta del Sinus Atlántico. Allá junto a los
grandes arenales, han excavado un canal de 70 estadios de largo, un brazo del
río permite que los barcos de este imperio metalúrgico se muevan seguros, al
abrigo de las tempestades hacia el gran lago Ligustino. Surgen pequeños
astilleros, laboratorios de nuevas formas que cruzan el mar con avidez y que
son capaces de transportar mercancías y hombres. Estas nuevas embarcaciones
resisten el embate de los vientos embravecidos que antaño tragaban sin descanso
lo que osaba enfrentarse a los deseos de los dioses. El gran lago ya no es tan
profundo. El agua queda retenida en las grandes plantaciones de cereales que
los tirios promovieron hace tiempo.
Vuelve Cron con sus hombres después de muchas lunas. Han pisado
tierras lejanas, la otra orilla del gran mar interior que crea Sinus inmensos, donde todo es nuevo. Han
vivido estaciones de fructíferos intercambios, de acuerdos victoriosos. Vuelve el
druida, el mago, el descubridor a la llamada de la tierra de Saltés que ya no
existe, a las suplicas de Chan, que envejeciera hasta morir de tanta ausencia
de caricias y de palabras amorosas en el eco del oleaje suave del estuario, o a
los gritos de sus hijos que no saben cómo esperarle en los nuevos palacios de
Tartessos junto a los grandes arenales, no lejos de la marismas, de los ciervos
y linces que pintan atardeceres con los pinceles de su existencia.
Viene rodeado de otros hombres, de otros barcos que en número de medio
centenar abren caminos sobre el mar y dejan sus huellas en la tierra. No sólo llegan
guerreros, también aventureros, turios que traen presentes, figuras de alabastri, piedras zoomorfas cubiertas
con plata y oro, conchas, collares de colores, peines, anillos, pendientes. Un oleaje
fuerte los desplaza de la ruta prefijada. Se diría que el mar quiere recuperar
lo que hace varios milenios le fue robado.
Cron y sus compañeros de viaje amarran sus barcos a media jornada del
Ligustino frente a un espolón grande y ancho que la tierra clava en el mar y
que cada año crece junto a nuevas islas de arena. Saltés, si es que vive no estará
lejos, dos días de crucero, quizás menos, pero aquí frente al espolón de tierra
hay agua potable, animales, abrigo -piensa
Cron. Estos nuevos hombres son ágiles con las manos y las ideas y crean imposibles
y creen en ellos. Ya nacen viviendas hechas con adobes y piedras traídas de los
montes cercanos, donde llueve abundante el agua y las ansias y las lunas. Ya
aparecen nuevas calles y mercado y templos. Un gran puerto que mantiene una
relación indudable con el mar interior y con los grandes ríos mineros, bulle
aún más vivo que Saltés. Nuevas minas repletas
cobre y de metales preciosos están incluso más cerca. ¡Tartesos-Gadir,
no se ha hecho esperar!
Phenicia y Tartessos, juntas, avanzan con un andar imparable. El
intercambio es certero, una nueva lengua nace y con ella una forma de escritura.
Nadie sabe quién enseña a quién. Ya existían grafos similares sobre las piedras
de los dólmenes, en los dinteles de los palacios, en los ajuares de los druidas
y santones a los que usan ahora los fenicios que comercian con el marfil y con
el vidrio. Nuevas letras junto a las antiguas aparecen en el habla de
Tartessos. Todos aprenden.
Un nuevo enclave se abre mirando a las Columnas que sostienen al viejo
mundo y a su mar interior. Desde Tiro, Egipto, Babilonia, nadie duda que allá
en el Sinus Tartéssico junto al Sinus Atlántico, se oyen las voces del
comercio y la riqueza. Cuentan los viejos del lugar que Salomón es ya el gran
socio de Tartessos. Dicen que las naves de este Rey ya no buscan a la diosa de
Java, que vuelven a Israel cada 3 años cargadas de oro, marfil, monos y
pavotes.
Llegan los comerciantes a los poblados que se asientan a una y otra
orilla del río Anas, suben hasta las fronteras del país de los cynetes,
acercándose a las zonas mineras y al peligro de los Celtas que acechan más arriba.
Llegan seguros hablando de sus dioses, de los pequeños botes y figuras de paños
y telas de colores vivos e inmejorables. Muchos allí se quedan. Otros prefieren
nuevas zonas de la costa. Sobre un cerro magnífico construyen un templo
consagrado a la diosa de los infiernos. Está este templo sobre una gruta oscura
donde moran los diablos. A su lado se abre en el estuario de Saltés, otra
ciudad vibrante, que esconde en sus tempos dioses antiguos, más antiguos que
los que veneran los íberos. Debió ser aquel terremoto que abrió la tierra
muchas generaciones atrás y que se tragó pueblos enteros; o la lluvia que drenó
y taponó con barro durante cuarenta días con sus noches antiguos lares y
templos y sacerdotes, lo que escondió el secreto de sus ídolos durante milenios.
Los comerciantes cruzan el lago Ligustino en sus barcas con sus velas
triangulares desplegadas llevando miles de aventuras y mercancías hacia nuevos
poblados, buscando nuevos nichos. Promueven allí, nuevos cultivos,
colonizaciones agrícolas intensas que hacen que el nuevo Tartessos sea una
mezcolanza inigualable de poblaciones autóctona y aláctonas. Sin embargo crece
Fenicia y crece su poder y ambición junto al Sinus Tartessius. Los reyezuelos se hacen poderosos, autoritarios
en sus polis, olvidando a sus pueblos y a los que allí moran.
Nacen leyendas que hacen de sus jefes dioses, de los hijos de los
jefes, también dioses. Nació del vértigo un niño siamés con dos cabezas y ya la
gente cuenta que porta tres, que se llama Gerión y que domina las mentes y los
sexos y que será el señor y padre del destino de Tartessos.
Vuelan los mensajes de ida y vuelta dejando improntas en los ríos y
nuevas palabras y símbolos de escrituras. Pero también vuelan malas noticias sobre
Tartessos: pueblos del Norte y piratas que llegan en sus barcos también acechan.
Desde el río Anas hacia el estuario de la antigua Saltés, a lo largo de
un acantilado de cuarenta metros, se instalan torres vigías. Son muchos los que
quieren hacerse dueños de la riqueza que Saltés antes y ahora Tartessos tiene y
controla. Un río marcado con piedras, que hacen difícil su navegación, delimita
la frontera de los cynetes del oeste y con el territorio de los de Tartessos
que se extiende más allá de la punta donde las columnas sostienen el cielo y la
boca del gran mar nuestro que baña las costas que ven nacer el sol cada mañana.
Este cauce que arranca no lejos de unas minas lleva sus aguas hacia una ciudad
amurallada, donde hay barcas en lo que los lugareños llaman La Ribera, para
luego bañar a los Cerros Tinajeros y a otras lomas donde crecen almendros
silvestres, higueras, donde pacen tranquilas piaras de cabras, junto a viejas
factorías donde se conserva el pescados y se obtiene los mejores aliños
mezclando el zumo de sus tripas con el de plantas de los montes, tomillo,
romero y jugo oleoso de las frutas de Acebuches.
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