domingo, 6 de enero de 2019

La ceremonia del Agua (Tartessos II)



Los días pasaban rápidamente. Cron ganaba en estima entre los hombres y mujeres del poblado. Era un cazador consumado, conocía las artes de la pesca en el río, había aprendido bien las artes de ganadería y agricultura y para colmo era capaz de vivir en armonía con dos mujeres en donde ya todos consideraban que era su casa. Se sucedían las estaciones. En verano las familias con sus hijas núbiles, prestas a ser preñadas, debían visitar al dios del agua para asegurar que sus fluidos las hicieran fértiles.
Se acercaba el solsticio de verano. La diosa de la noche, la gran luminaria a la que llamaban Luna brillaba majestuosa como nunca en el horizonte. Tenía una cara que no paraba de sonreír. Aquella noche Hana tuvo su primera regla. Todo parecía indicar que la vida se abría camino y llenaba de felicidad aquel hogar. Perro también había encontrado una compañera con la que había tenido descendencia. Aquella pareja y sus cachorros habían salvado varias veces con sus ladridos al poblado del ataque de lobos hambrientos.
Una gran comitiva se dirigía hacia el mar, despacio. Al frente iba Cron, cuyos sabios y vigilantes pasos aseguraban caminos libres de bandidos y de las trampas que aguardaban a los animales. El viaje se hizo largo ya que a las jóvenes también les acompañaba el ganado, algunas mujeres embarazadas y el deambular inestable de los ancianos y “barrigas verdes”. Se diría que se estaba produciendo una diáspora y que sólo los desahuciados quedarían en el poblado junto a unos pocos guerreros.
Muchas historias circulaban entre los peregrinos que decían que se dirigían hacia un lugar inmenso donde vivían muchas personas y donde existían muchos puestos en las calles donde se vendía y compraba de forma compulsiva. Algunos de los que ya conocían Saltés susurraban, por tres veces, el nombre de Argán el pacificador. En un alto en el camino, un parlanchín a voz en grito recuerda que todos bendecían el día en que el enviado de los dioses, llegara en barco desde donde nace la aurora, trayendo nuevas ideas, nuevas semillas, nuevos animales.
Sí –decía, llegaron Argán y sus hombres atraídos por los minerales de tierra pero también atraídos por las bellezas de las mujeres de esta tierra. Marcharon oliendo la tierra hacia donde nacen dos ríos: uno de color rojo, y otro junto a las minas de un poblado que llamaban Tharsis, donde brillaba el mineral amarillo que encierra cobre y pequeñas trazas de oro y plata. Luego los dos ríos se abrían en brazos e islas para desembocar casi juntos en Saltés donde el tiempo era luminoso y agradable, no envidiando en nada al mismísimo paraíso. También comentaban que no lejos florecían otros poblados junto a un gran lago donde llevaban sus aguas otros grandes ríos, donde Argán también fue feliz y sembró la felicidad.
Algunos viejos casi ciegos recordaban en una salmodia cansina que Argán se había desposado con una indígena, la cual falleció en el parto de un niño, al que pusieron también Argán y al que debían guardar respeto durante generaciones. También rezaban aquella salmodia que el destino había sido implacable con el que les había dado la felicidad, ya que provocó su muerte en una travesía costeando hacia las islas lejanas del Gran Norte a la búsqueda de unas piedras de las que obtenían un mineral que llamaban estaño.
También el parlanchín decía ansiosamente que en Saltés había mucho ganado y pesca abundante, que Saltés y su vecina la ciudad sin nombre, donde había un gran templo dedicado a un dios de otras tierras, proporcionaban comida en abundancia.
No paraba de relatar. Cron, Chan y Hana prestaban toda su atención. ¡Peregrinos, escuchad a dos tres días de camino, junto al gran mar de agua salda existe un lago que se extiende hacia levante, donde viven los dioses de los dólmenes, donde florecen espigas enormes y frutas exquisitas! Nadie se ponía de acuerdo relatando donde había más actividad mercantil. Unos comentaron que en las costas junto a un gran río florecía otra Saltés.
Un sacerdote que acompañaba a la comitiva dijo: Allí se mueven las dunas taponando pequeñas lagunas que impiden el camino de un brazo de río hacia el mar. Es un brazo de agua de unos 70 estadios de largo, donde las más bellas mujeres se bañan llenando de purpurina las escamas de peces mágicos y agarrándose a las aletas de los grandes peces que se dirigen hacia el interior del gran mar, hacia tierras lejanas de levante. Ese brazo une el mar con el lago Ligustinus y separa el nuevo Tartessos del antiguo. Allí –culminó su relato el sacerdote, poniendo voz de trueno, hace muchísimas generaciones vivieron unos brujos que mataron a todo un pueblo y por las noches el agua canta el recuerdo y las olas del mar mueven la arena tapando cada día más las ruinas de aquel pueblo con este poema
Desde el horizonte del mar,
Una ondulación avanza, se quiebra.
La ola gigante intentará sin cesar,
recuperar para el agua
la primera tumba del planeta

Después de un día de marcha por las marismas, a lo lejos, rodeado por brazos de agua, se divisó un poblado enorme donde la actividad era febril. Algunos, los más viejo ya habían estado en aquella tierra a la que llamaban Saltés. En las proximidades del gran poblado grandes rebaños de vacas y toros custodiaban sus laterales obligando a todos a dirigirse hacia la puerta del recinto. Unos vigilantes se acercaron a la comitiva y a voces preguntaron por el guía o jefe de aquella peregrinación. Cron se adelantó junto a unos ancianos y se identificó como Jefe y les comentó que se dirigían hacia el gran poblado para pasar allí la noche y después irían al cercano mar para participar en la ceremonia del agua.
El poblado estaba dividido en áreas o zonas destinadas a los diferentes oficios. Hacia levante se situaban los agricultores, en el sur los pescadores, al norte los ganaderos y a poniente los que trabajaban con telas y con fuego. Cerca del borde del agua, Cron observó un edificio peculiar que estaba rodeado por enormes piedras que le recordaron las que viera junto al dolmen varias estaciones antes del gran terremoto. Aquellos litos gigantescos parecían apuntar fielmente hacia la tierra de los “barrigas verdes”, hacia poniente, levante y hacia mediodía. No dudó ni siquiera un momento que aquellas grandes piedras servirían para marcar de forma certera, el cambio de las estaciones. Cerca, en el borde del agua, unos grandes troncos clavados en el cieno permitían que las canoas y otras embarcaciones se acercaran a tierra trayendo pescados y mariscos desde aguas vecinas, pero también cantidades ingentes de minerales que se encontraban río arriba a dos o tres jornadas de marcha.
Unos tambores señalaron de forma trepidante que los peregrinos debían apresurarse y presentarse junto al edificio de las piedras enormes al gran guardián, al gran jefe de Saltés, para pagar sus tributos antes de participar en la gran ceremonia. La luz del sol poniente teñía de rojo los cuerpos de los peregrinos y de los guardianes de la ceremonia haciendo el momento irrepetible. Hana miraba a todas partes aprendiendo rápidamente qué hacer y cómo moverse por aquel gran poblado. Los peregrinos de la ceremonia del agua esperaban aquel momento mágico que bendeciría a su descendencia por generaciones. Muchos plantaron sus tiendas a las afuera del gran poblado, mientras que otros fueron acogidos en viviendas hechas de adobe por familias sin hijos; los menos, durmieron a la intemperie debajo de tiendas improvisadas con palos y ramas junto a troncos de encinas, pinos y alcornoques.
Aquella noche se desató un viento huracanado que procedía del mar. La tarde había ido oscureciéndose paulatinamente. Al llegar la noche se abrieron los cielos y empezó a llover torrencialmente. El aparato eléctrico era escalofriante, al diluvio se sumaba la pleamar con un altísimo coeficiente por la cercanía de la Luna llena en sinfonía con miles de rayos que iluminaban a fantasmas del templo erigido a un dios de los pueblos que se acercan desde afuera. Y que algunas noches vocifera con voces de truenos profundos haciendo enfadar a los que arriba también habitan.
Llovió toda la noche de forma tan intensa que bajaban torrentes inmensos de agua desde la tierra de los “barrigas verde” arrastrando hacia el mar a todo lo que se ponía a su paso. Amanecía cuando el torrente arrancó de sus ataduras a varias tiendas que se precipitaban hacia el mar junto con sus dueños. Algunos lograban agarrarse a duras penas a raíces y a troncos de árboles. En la orilla del mar una anciana se debatía moviendo desesperadamente sus manos para no hundirse, mientras que un niño de corta edad era absorbido por el remolino que creaba el torrente de agua y barro que procedía de tierra adentro al entrar en el mar.
Cron y Hana se movieron con rapidez al oír las llamadas desesperadas de los que quedaban en manos del destino más cruel. El padre vació de agua una canoa sumergida e improvisó un remo con una rama y un paño. Volaban sobre el agua para recoger a los luchaban contra la resaca y el remolino. Hana, recordando las enseñanzas de la sordomuda frente a la desesperación, el miedo y lo desconocido, se tiró al agua y nadó con fuerza a la espera de poder rescatar al niño. Tras largos momentos de incertidumbre lograron sacar del agua al pequeño, aunque la mujer pereció ahogada. En su esfuerzo, Hana había recibido un corte profundo en su mano izquierda con la concha de unos moluscos, que allí llamaban ostiones, y sangraba copiosamente. Cron aplicó algunas algas sobre la herida de Hana y las cubrió con una tela que ató fuertemente a la muñeca para evitar que pudiera desangrarse.
El día se levantó radiante. El verde exuberante de los prados, moteado con algunos animales muertos, contrastaba con el azul amarronado de los esteros. Decenas de cabezas de ganado hacían justicia con lo que se decía de la riqueza y opulencia creciente de Saltés, tan diferente del poblado río arriba o los que ellos conocieron muchas estaciones atrás en la costa y en las proximidades del dolmen.
Sonaban de nuevo las grandes bocinas avisando que se acercaban momentos decisivos. Algunos guardianes armados formaban líneas paralelas delante de una plataforma de tierra de muchas brazas de extensión. En uno de los lados habían colocado sobre grandes soportes de madera una gran tarima, que aparecía cubierta con paños de colores muy vistosos. Una comitiva de guerreros caminaba protegiendo pomposamente a un anciano y a un joven que por los vestidos y calzados que llevaban debían pertenecer a la más alta jerarquía.
Todos hablaban del acto heroico realizado por una muchacha muy joven y esbelta y un hombre dotado de agilidad, destreza y buen hacer ante el peligro. Las bocinas volvieron a sonar con más fuerza que nunca. Las barcazas apostadas junto a la orilla de Saltés devolvían el saludo. La multitud rugía impetuosa. Los guardas se movían entre los peregrinos buscando a los que habían arriesgado su vida para tratar de salvar a la mujer y al niño. En una tienda instalada de forma precisa, en una zona elevada y de difícil acceso para el agua de los torrentes, encontraron a Chan con su hijo pequeño, a Luz embarazada y a Cron y Hana. Todos fueron conducidos con respeto hacia donde se encontraba Argán y el druida. Después de cruzar una gran puerta de madera, accedieron a un corredor que terminaba en una escalera de piedra que ascendía hacia una terraza abierta al mar y desde donde por las noches se admiraba a las estrellas del firmamento. A uno y otro lado de la terraza aparecían lujosas habitaciones aisladas por telas vaporosas que, cubriendo ventana y puertas, mantenían alejados a los mosquitos que se saciaban con la sangre de los peregrinos.
                En el edificio todo fue mágico. Los ojos de Argán se cruzaron con los de Hana, mientras que el druida, un sacerdote y Cron intercambiaban oraciones y presentes. La pasión hizo estragos en los jóvenes que desde aquel mismo momento se juraron con sus almas amor eterno que no les dejaría hasta la muerte.
La gran noche llenó Saltés. Un número infinito de estrellas inundaban el firmamento de Tartessos. Pequeñas olas dejaban entrever regueros fluorescentes de algas microscópicas que se pegaban a la proa de los barcos y a los cuerpos de los que se iniciaban sumergiéndose en las aguas tibias del océano. Llegaban regueros de peregrinos. Primero las mujeres núbiles, después las mujeres embarazadas, luego las ancianas. No lejos en otra línea iban entrando en el mar los mancebos, los casados, los ancianos y en medio de las dos líneas Argán y el druida, seguidos de Hana y Cron.
Sonaron las bocinas y llegó la magia y la pasión. Los cuerpos se enredaban en la orilla, se diría que el amor creaba cíclopes acercando los ojos de los amantes. Los cuerpos y los sexos se hacían aún más hermosos cubiertos por la fluorescencia incandescente de la noche. A tres días de camino, junto al dolmen, se encendían luces en el huevo cósmico.
Noviembre de 2018

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