Los días pasaban rápidamente. Cron ganaba en estima
entre los hombres y mujeres del poblado. Era un cazador consumado, conocía las
artes de la pesca en el río, había aprendido bien las artes de ganadería y
agricultura y para colmo era capaz de vivir en armonía con dos mujeres en donde
ya todos consideraban que era su casa. Se sucedían las estaciones. En verano
las familias con sus hijas núbiles, prestas a ser preñadas, debían visitar al
dios del agua para asegurar que sus fluidos las hicieran fértiles.
Se acercaba el solsticio de verano. La diosa de la
noche, la gran luminaria a la que llamaban Luna brillaba majestuosa como nunca
en el horizonte. Tenía una cara que no paraba de sonreír. Aquella noche Hana
tuvo su primera regla. Todo parecía indicar que la vida se abría camino y
llenaba de felicidad aquel hogar. Perro también había encontrado una compañera con
la que había tenido descendencia. Aquella pareja y sus cachorros habían salvado
varias veces con sus ladridos al poblado del ataque de lobos hambrientos.
Una gran comitiva se dirigía hacia el mar, despacio.
Al frente iba Cron, cuyos sabios y vigilantes pasos aseguraban caminos libres
de bandidos y de las trampas que aguardaban a los animales. El viaje se hizo
largo ya que a las jóvenes también les acompañaba el ganado, algunas mujeres
embarazadas y el deambular inestable de los ancianos y “barrigas verdes”. Se
diría que se estaba produciendo una diáspora y que sólo los desahuciados quedarían
en el poblado junto a unos pocos guerreros.
Muchas historias circulaban entre los peregrinos que
decían que se dirigían hacia un lugar inmenso donde vivían muchas personas y
donde existían muchos puestos en las calles donde se vendía y compraba de forma
compulsiva. Algunos de los que ya conocían Saltés susurraban, por tres veces,
el nombre de Argán el pacificador. En
un alto en el camino, un parlanchín a voz en grito recuerda que todos bendecían
el día en que el enviado de los dioses, llegara en barco desde donde nace la
aurora, trayendo nuevas ideas, nuevas semillas, nuevos animales.
Sí –decía, llegaron Argán y sus hombres atraídos por
los minerales de tierra pero también atraídos por las bellezas de las mujeres
de esta tierra. Marcharon oliendo la tierra hacia donde nacen dos ríos: uno de
color rojo, y otro junto a las minas de un poblado que llamaban Tharsis, donde
brillaba el mineral amarillo que encierra cobre y pequeñas trazas de oro y
plata. Luego los dos ríos se abrían en brazos e islas para desembocar casi
juntos en Saltés donde el tiempo era luminoso y agradable, no envidiando en
nada al mismísimo paraíso. También comentaban que no lejos florecían otros
poblados junto a un gran lago donde llevaban sus aguas otros grandes ríos,
donde Argán también fue feliz y sembró la felicidad.
Algunos viejos casi ciegos recordaban en una
salmodia cansina que Argán se había desposado con una indígena, la cual
falleció en el parto de un niño, al que pusieron también Argán y al que debían
guardar respeto durante generaciones. También rezaban aquella salmodia que el
destino había sido implacable con el que les había dado la felicidad, ya que
provocó su muerte en una travesía costeando hacia las islas lejanas del Gran
Norte a la búsqueda de unas piedras de las que obtenían un mineral que llamaban
estaño.
También el parlanchín decía ansiosamente que en
Saltés había mucho ganado y pesca abundante, que Saltés y su vecina la ciudad
sin nombre, donde había un gran templo dedicado a un dios de otras tierras, proporcionaban
comida en abundancia.
No paraba de relatar. Cron, Chan y Hana prestaban
toda su atención. ¡Peregrinos, escuchad a dos tres días de camino, junto al
gran mar de agua salda existe un lago que se extiende hacia levante, donde viven
los dioses de los dólmenes, donde florecen espigas enormes y frutas exquisitas!
Nadie se ponía de acuerdo relatando donde había más actividad mercantil. Unos
comentaron que en las costas junto a un gran río florecía otra Saltés.
Un sacerdote que acompañaba a la comitiva dijo: Allí
se mueven las dunas taponando pequeñas lagunas que impiden el camino de un
brazo de río hacia el mar. Es un brazo de agua de unos 70 estadios de largo,
donde las más bellas mujeres se bañan llenando de purpurina las escamas de
peces mágicos y agarrándose a las aletas de los grandes peces que se dirigen
hacia el interior del gran mar, hacia tierras lejanas de levante. Ese brazo une
el mar con el lago Ligustinus y separa el nuevo Tartessos del antiguo. Allí –culminó
su relato el sacerdote, poniendo voz de trueno, hace muchísimas generaciones
vivieron unos brujos que mataron a todo un pueblo y por las noches el agua
canta el recuerdo y las olas del mar mueven la arena tapando cada día más las
ruinas de aquel pueblo con este poema
Desde el horizonte
del mar,
Una ondulación
avanza, se quiebra.
La ola gigante
intentará sin cesar,
recuperar para el
agua
la primera tumba
del planeta
Después de un día de marcha por las marismas, a lo
lejos, rodeado por brazos de agua, se divisó un poblado enorme donde la
actividad era febril. Algunos, los más viejo ya habían estado en aquella tierra
a la que llamaban Saltés. En las proximidades del gran poblado grandes rebaños
de vacas y toros custodiaban sus laterales obligando a todos a dirigirse hacia
la puerta del recinto. Unos vigilantes se acercaron a la comitiva y a voces preguntaron
por el guía o jefe de aquella peregrinación. Cron se adelantó junto a unos ancianos
y se identificó como Jefe y les comentó que se dirigían hacia el gran poblado
para pasar allí la noche y después irían al cercano mar para participar en la
ceremonia del agua.
El poblado estaba dividido en áreas o zonas
destinadas a los diferentes oficios. Hacia levante se situaban los
agricultores, en el sur los pescadores, al norte los ganaderos y a poniente los
que trabajaban con telas y con fuego. Cerca del borde del agua, Cron observó un
edificio peculiar que estaba rodeado por enormes piedras que le recordaron las
que viera junto al dolmen varias estaciones antes del gran terremoto. Aquellos
litos gigantescos parecían apuntar fielmente hacia la tierra de los “barrigas
verdes”, hacia poniente, levante y hacia mediodía. No dudó ni siquiera un momento
que aquellas grandes piedras servirían para marcar de forma certera, el cambio
de las estaciones. Cerca, en el borde del agua, unos grandes troncos clavados
en el cieno permitían que las canoas y otras embarcaciones se acercaran a
tierra trayendo pescados y mariscos desde aguas vecinas, pero también cantidades
ingentes de minerales que se encontraban río arriba a dos o tres jornadas de
marcha.
Unos tambores señalaron de forma trepidante que los
peregrinos debían apresurarse y presentarse junto al edificio de las piedras enormes
al gran guardián, al gran jefe de Saltés, para pagar sus tributos antes de
participar en la gran ceremonia. La luz del sol poniente teñía de rojo los
cuerpos de los peregrinos y de los guardianes de la ceremonia haciendo el momento
irrepetible. Hana miraba a todas partes aprendiendo rápidamente qué hacer y
cómo moverse por aquel gran poblado. Los peregrinos de la ceremonia del agua
esperaban aquel momento mágico que bendeciría a su descendencia por
generaciones. Muchos plantaron sus tiendas a las afuera del gran poblado,
mientras que otros fueron acogidos en viviendas hechas de adobe por familias
sin hijos; los menos, durmieron a la intemperie debajo de tiendas improvisadas
con palos y ramas junto a troncos de encinas, pinos y alcornoques.
Aquella noche se desató un viento huracanado que
procedía del mar. La tarde había ido oscureciéndose paulatinamente. Al llegar
la noche se abrieron los cielos y empezó a llover torrencialmente. El aparato
eléctrico era escalofriante, al diluvio se sumaba la pleamar con un altísimo
coeficiente por la cercanía de la Luna llena en sinfonía con miles de rayos que
iluminaban a fantasmas del templo erigido a un dios de los pueblos que se
acercan desde afuera. Y que algunas noches vocifera con voces de truenos
profundos haciendo enfadar a los que arriba también habitan.
Llovió toda la noche de forma tan intensa que bajaban
torrentes inmensos de agua desde la tierra de los “barrigas verde” arrastrando
hacia el mar a todo lo que se ponía a su paso. Amanecía cuando el torrente arrancó
de sus ataduras a varias tiendas que se precipitaban hacia el mar junto con sus
dueños. Algunos lograban agarrarse a duras penas a raíces y a troncos de
árboles. En la orilla del mar una anciana se debatía moviendo desesperadamente
sus manos para no hundirse, mientras que un niño de corta edad era absorbido
por el remolino que creaba el torrente de agua y barro que procedía de tierra
adentro al entrar en el mar.
Cron y Hana se movieron con rapidez al oír las
llamadas desesperadas de los que quedaban en manos del destino más cruel. El
padre vació de agua una canoa sumergida e improvisó un remo con una rama y un
paño. Volaban sobre el agua para recoger a los luchaban contra la resaca y el
remolino. Hana, recordando las enseñanzas de la sordomuda frente a la
desesperación, el miedo y lo desconocido, se tiró al agua y nadó con fuerza a
la espera de poder rescatar al niño. Tras largos momentos de incertidumbre
lograron sacar del agua al pequeño, aunque la mujer pereció ahogada. En su
esfuerzo, Hana había recibido un corte profundo en su mano izquierda con la
concha de unos moluscos, que allí llamaban ostiones, y sangraba copiosamente.
Cron aplicó algunas algas sobre la herida de Hana y las cubrió con una tela que
ató fuertemente a la muñeca para evitar que pudiera desangrarse.
El día se levantó radiante. El verde exuberante de
los prados, moteado con algunos animales muertos, contrastaba con el azul
amarronado de los esteros. Decenas de cabezas de ganado hacían justicia con lo
que se decía de la riqueza y opulencia creciente de Saltés, tan diferente del
poblado río arriba o los que ellos conocieron muchas estaciones atrás en la
costa y en las proximidades del dolmen.
Sonaban de nuevo las grandes bocinas avisando que se
acercaban momentos decisivos. Algunos guardianes armados formaban líneas
paralelas delante de una plataforma de tierra de muchas brazas de extensión. En
uno de los lados habían colocado sobre grandes soportes de madera una gran tarima,
que aparecía cubierta con paños de colores muy vistosos. Una comitiva de
guerreros caminaba protegiendo pomposamente a un anciano y a un joven que por
los vestidos y calzados que llevaban debían pertenecer a la más alta jerarquía.
Todos hablaban del acto heroico realizado por una
muchacha muy joven y esbelta y un hombre dotado de agilidad, destreza y buen
hacer ante el peligro. Las bocinas volvieron a sonar con más fuerza que nunca.
Las barcazas apostadas junto a la orilla de Saltés devolvían el saludo. La
multitud rugía impetuosa. Los guardas se movían entre los peregrinos buscando a
los que habían arriesgado su vida para tratar de salvar a la mujer y al niño.
En una tienda instalada de forma precisa, en una zona elevada y de difícil
acceso para el agua de los torrentes, encontraron a Chan con su hijo pequeño, a
Luz embarazada y a Cron y Hana. Todos fueron conducidos con respeto hacia donde
se encontraba Argán y el druida. Después de cruzar una gran puerta de madera, accedieron
a un corredor que terminaba en una escalera de piedra que ascendía hacia una
terraza abierta al mar y desde donde por las noches se admiraba a las estrellas
del firmamento. A uno y otro lado de la terraza aparecían lujosas habitaciones
aisladas por telas vaporosas que, cubriendo ventana y puertas, mantenían
alejados a los mosquitos que se saciaban con la sangre de los peregrinos.
En el edificio todo fue mágico.
Los ojos de Argán se cruzaron con los de Hana, mientras que el druida, un
sacerdote y Cron intercambiaban oraciones y presentes. La pasión hizo estragos
en los jóvenes que desde aquel mismo momento se juraron con sus almas amor
eterno que no les dejaría hasta la muerte.
La gran noche llenó Saltés. Un número infinito de estrellas inundaban
el firmamento de Tartessos. Pequeñas olas dejaban entrever regueros
fluorescentes de algas microscópicas que se pegaban a la proa de los barcos y a
los cuerpos de los que se iniciaban sumergiéndose en las aguas tibias del
océano. Llegaban regueros de peregrinos. Primero las mujeres núbiles, después
las mujeres embarazadas, luego las ancianas. No lejos en otra línea iban
entrando en el mar los mancebos, los casados, los ancianos y en medio de las
dos líneas Argán y el druida, seguidos de Hana y Cron.
Sonaron las bocinas y llegó la
magia y la pasión. Los cuerpos se enredaban en la orilla, se diría que el amor creaba
cíclopes acercando los ojos de los amantes. Los cuerpos y los sexos se hacían
aún más hermosos cubiertos por la fluorescencia incandescente de la noche. A
tres días de camino, junto al dolmen, se encendían luces en el huevo cósmico.
Noviembre de 2018
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