jueves, 3 de enero de 2019

Los barrigas verdes y la fiesta del agua (Tartessos I)



Chan y Cron se miraban atónitos. Habían transcurrido doce años desde que el destino los atrapara en aquella habitación cuyas paredes eran redondeadas y en donde no había ni un solo adorno, solo luces de colores que parpadeaban de forma continua. Aparecían y desaparecían símbolos que les recordaron algunos que vieran en la pared de la choza de la sordomuda, pero sobre los que nunca se atrevieron a preguntar. Flotaban abrazados dulcemente y se besaban. En el otro extremo del habitáculo Hana abrazaba a su perro y le decía cosas al oído. Perro movía intensamente su cola. Cron se movió hacia Hana y recordó todo lo sucedido durante aquellas estaciones. Miles de escenas se sucedían una tras otra. El abrazo primero, la cópula inolvidable, la puerta que los succionó hacia el interior, la vida junto al río, la gran extensión de agua, la canoa, la sordomuda, su primera hija, la pesca, la huida, los perros asilvestrados, la tierra que se tragaba a los guerreros…. y de nuevo el Gran Huevo.
Se movió somnoliento y posó su mano sobre una luz que tintineaba. Las líneas de luces se detuvieron por un momento en aquel holograma y nuevas figuras aparecieron en la pantalla virtual. Poco a poco Cron fue cautivado por el sueño. Los otros tres seres queridos dormitaban ingrávidos en un ambiente dulce, templado, donde todo era nada. Estaba sobre el suelo, estrechando entre sus brazos a Chan, cuando despertó. Tenía hambre y ya no flotaba. Su cerebro había sido visitado por muchos duendes durante su sueño profundo. En el display virtual aparecían nuevos signos incomprensibles. Coordenadas terrestres: latitud 37,420; longitud -6.856, calendario solar A19B600385CD, año terrestre 1150 a.C. Después empezó a aparecer información del mundo exterior, composición del aire, temperatura, velocidad del viento, humedad. Nuevos dígitos informaban de lo sucedido en los últimos 1200 años. Un gran maremoto muy cercano, erupciones volcánicas, terremotos de enorme intensidad habían desplazado el polo magnético ligeramente desde la última vez que el Gran Huevo se pusiera en marcha. Todo era incomprensible a sus ojos. Perro se sentía seguro y permanecía acurrucado junto a su dueña. Ladró suavemente al ver como la pareja de adultos se movía por el habitáculo despertando a Hana que se incorporó. Los símbolos captaron su atención. Se parecían algunos a los que le enseñara a leer su maestra, la sordomuda. Aparecían juntas e identificó algunas palabras y números: Dolmen, lago Ligustino, Saltés. Otras le resultaron desconocidas, pero no sabía cómo podrían pronunciarse. Padre e hija se miraron despacio y se hicieron aún más cómplices. Hana le relató que no estaban lejos de donde había ocurrido el gran movimiento de tierra que dejó visible al Gran Huevo. Despertaron a Chan y le comentaron lo sucedido. Un botón se activó y se abrió la puerta invisible, surgiendo de nuevo la plataforma flotante. Casi imperceptible les invitaba a salir del huevo. Todo era casi idéntico a lo ocurrido hacía once años, cuando se amaron profundamente. Recogieron sus enseres y abandonaron despacio el gran huevo.
Una mirada atrás y les pareció perfecto: blanco como los pequeños cristales salados que se formaban junto al mar cuando el agua desaparecía después de varios días por el calor. De nuevo se repitió la escena de hacía años: el fango tragaba rápido al gran huevo. En muy poco tiempo ya había desaparecido cubierto por una capa de tierra seca.
Caminaban silenciosamente. El paisaje era similar al que él recordaba del día anterior cuando se vieron sorprendidos por el terremoto, aunque junto a sus viejas conocidas las encinas había unos árboles de gran porte plagados de unas bolas negras pequeñas aceitosas.
Como a cinco tiros de piedra les pareció ver al dolmen. Casi todas las piedras del exterior habían desaparecido y una capa gruesa de tierra cubría la mayoría de sus paredes dejando casi oculta la entrada. Se acercaron despacio. Una gran piedra tapaba la boca del recinto.
Un tan-tan lejano les puso alerta. Decidieron moverse hacia poniente. La tarde se acercaba cuando grandes extensiones de gramíneas se abrieron delante de sus ojos. Algunos seres de orejas largas salían de sus madrigueras a oler la tarde y mordisquear tréboles y otras plantas, algunas de ellas totalmente desconocidas para sus ojos. Cron buscó un lugar propicio para hacer fuego. Preparó lo necesario y movió vertiginosamente un palo de algo más de medio brazo de longitud hasta que empezó a humear. ¡Cuántas veces había hecho aquella ceremonia que le conducía a crear el fuego salvador! Comieron conejo hasta quedar ahítos. El sueño les cubrió y recordó todo lo que incomprensiblemente había sucedido durante la última luna.
Los primeros rayos aparecieron en el horizonte. Recogieron raíces de sabor dulce y unos saquitos de aquileas y manzanilla. Le dolía una mano y recordó, por la sordomuda, que aquella planta acallaba a los duendes que desde dentro del cuerpo clavaban pequeñas agujas produciendo pinchazos dolorosos. Un río apareció tras una colina. Sus aguas viajaban hacia el sur, perpendicularmente a poniente.
Un gran rato de marcha les llevó a un gran poblado en el que el ruido bullía entre unas chozas extrañas unas junto a otras, que por grupos delimitaban pequeños caminos que desembocaban en un gran redondel en el centro del poblado. Aquellas ya no eran chozas como las que él conocía. Sus paredes parecían más firmes y echas con un material del color de la arcilla con la que algunos en el poblado de la costa hacían vasijas para contener agua. A fuera muy cerca, algunos animales permanecían reunidos entre grandes palos que formaban un cercado. Le llamó la atención la presencia de unos animales de grandes ubres que daban leche y carne y se parecían a los que él llamaba cabras, pero tenían una piel ensortijada, eran blancos algunos, otros rojos pero siempre menos inquietos. Mientras miraba oyó hablar a dos hombres que portaban en su mano derecha unos palos largos oscuros, semejantes a los palos de caza, pero que terminaban en una punta oscura y en su mano izquierda un disco grande que brillaba. La jerga no les resultó totalmente desconocida. El saludo era similar al que oyera en el recinto sagrado antes del terremoto pero algo menos gutural. Lo ensayó para sí. En voz muy baja y por señas indicó al resto de la familia que guardaran silencio. Hana hizo lo mismo con su perro, que la miraba atentamente con su único ojo.
Como a dos tiros de piedra de donde estaban guarnecidos, observó que dos mujeres, vestidas con pieles y telas de diferentes colores, arrastraban unas ramas delante de una puerta cubierta por una tela gruesa, desplazando hojas y ramas que el viento había movido durante la noche. Tenía que encontrar algo para Chan y Hana, ya que su aspecto actual, sería pasto de miradas y preguntas inquisidoras. Miró a un grupo de hombres que se encontraban en la encrucijada de dos pequeños caminos que terminaban en el amplio redondel entre las viviendas. Dos de ellos intercambiaban enseres por una cabra vieja. Le pareció ver largos cuchillos curvos hechos del material de la punta de sus flechas ajustados a palos largos, raíces, peces de río, una red. Estrechaban sus manos en señal de acuerdo, mientras los otros parecías estar de acuerdo con el trueque moviendo de arriba a abajo sus cabezas.
Se alejaron un poco, la plazuela se llenó de gente, unos traían raíces, otros semillas, frutos y frutas que él no conocía pero que la gente tocaba y cambiaba por objetos y alimentos. Cron pensó que las pieles que vestía, aunque eran más cortas, no parecían muy diferentes de las que portaban los hombres vigías apostados a la entrada del poblado, así que se dirigió a una de las mujeres que ofrecías telas cosidas formando una especie de vestido, portando raíces dulces, y dos saquitos de flores de manzanilla y aquilea. Saludó como mejor pudo y tocando las telas mostró lo que llevaba. La mujer, lo miró de forma inquisidora y accedió al intercambio. Aquellas ropas servirían para que Chan y Hana pudieran moverse por el poblado sin demandar excesiva atención.
Mientras que Chan y Hana se vestían con las nuevas ropas y guardaban sus vestidos cortos de piel, la plazuela se llenó de gente. En grandes sacos unos traían raíces, otros semillas, frutas y frutos que él no conocía. La gente las tocaba, olía y las cambiaba por objetos y alimentos. Vio como una mujer daba un montón de frutas y objetos planos del color de la arcilla a cambio de un conejo vivo. Este hecho le pareció curioso y no entendía que nadie se prestara a tales intercambios. Tendría que aprender los secretos del trueque y el valor real de las cosas; él sabía recolectar drupas y bayas silvestres y no había animal de orejas larga que se le escapara. Era verdad que las frutas que él veía eran mucho mayores que las que conocía.
Tenía que probarlas. Con disimulo, Cron registró la bolsa que colgaba de su cintura. Dos piedras doradas aparecieron entre sus dedos. Las miró cuidadosamente y las guardó lejos de posibles curiosos y prefirió esperar. Cuando vivía en las tierras de los pescadores, estas piedras amarillas eran muy apreciadas. De aquí sacaban los que trabajaban con el fuego láminas que no se oscurecían jamás y que modelaban en forma de aros, para que los más potentados los llevaran. Ya se enteraría de lo que realmente valían. 
Se dirigieron a la plazuela. Todos sintieron curiosidad al ver al hombre que había estado haciendo el trueque junto a una mujer joven y guapa y una chica que mostraba su adolescencia. Todos creyeron que eran caminantes que se dirigían hacia el Sur, hacia la costa. Una mujer le ofreció a Chan una fruta redonda rajada para que la probara. Se quedó extrañada. La miró sin saber qué hacer. La mujer le dijo por señas que abriera la fruta con los dedos haciendo fuerza. Chan remedó a la mujer y la fruta se abrió toda llena de pequeños granos rojos que incitaba a probarla. Un sabor profundo agridulce le llenó la boca. Cron sacó una piel de conejo de su zurrón que usaba para taparse las orejas en tiempo de mucho frío y se la ofreció a la mujer. Ella reusó y miró de nuevo a Chan e intuyó que estaba embarazada. Señaló a su barriga y Chan movió la cabeza afirmativamente. Luego miró a la niña y al momento se vio encandilada. Movida por hilos invisibles dejó su puesto de frutas e invitó al trio y a su perro que le siguieran hasta su vivienda.
La escena le recordó a Chan la de años atrás cuando fueron acogidos por la sordomuda, en la costa. Unas esteras cubrían el suelo. La “cabaña” era mucho mayor y más resistente que las que ellos recordaban de su antigua tribu y la que habitaron junto al gran mar salado. Tenía incorporada una zona donde se podía asar y cocinar. Unas telas separaban ambientes. Les ofreció agua y les señaló los utensilios de cocina por si querían cocinar algo. Chan miró una especie de cazo metálico fuerte con un mango que contenía un líquido grasoso en su interior. Ella deletreó la palabra freír, esbozó una sonrisa y empezó a hablar. Hana la miraba atentamente y memorizaba palabra por palabra, frases enteras. Después de un buen rato de escuchar a la mujer Hana se dirigió a ella y le comentó que venían de lejos, que una gran tragedia había asolado a su poblado y que buscaban un lugar donde asentarse y poder vivir. Cron y Chan se miraban absortos sin entender bien lo que allí ocurría. La mujer dijo que se llamaba Luz del Día y que vivía sola, pues el último invierno raptó la vida de sus tres hijos y compañero.
Sacó ropa para Cron y cubrió el cuerpo de Chan con un vestido de colores vivos. Hana se vistió con una túnica corta que los muchachos de ambos sexos usaban hasta convertirse en hombres o mujeres después de abrir mucho sus ojos y dar las gracias en el habla de la tierra de los pescadores mientras abrazaba a Luz del Día. La mujer le contestó con unas señas. Hana creyó ver en ella rasgos que le recordaban a los de Ave Rápida, la sordomuda, cuando le enseñaba secretos junto al fuego.
Todos en el poblado observaban como crecía el interior de Chan y como la viuda asediaba con regalos continuos a Cron a quien llamaba Onio. Su apasionamiento por él crecía día a día. Por las noches interrumpía el abrazo de los esposos acurrucándose sobre la espada de Cron buscando sus atributos. La hospitalidad de Luz del Día era pagada por con creces por Cron noche a noche. Nada de aquello parecía extraño en aquel poblado donde muchos hombres tenían dos o más esposas y era una bendición tener muchos hijos.
Había llegado el calor y Hana apuntaba ya maneras de mujer. Ya bajo sus ropas los pezones sugerían que pronto podrían ser fuente de leche, aunque sus caderas todavía recordaban a las de las adolescentes. Varios chicos la deseaban fervientemente, pero era tabú tocar a las hembras que no habían tenido la menarquia y más aún s no había un acuerdo de ayuntamiento o boda entre las familias.
Las bocinas habían anunciado días atrás que el Dios Sol ya les visitaría cada día más temprano, durante más tiempo y con más fuerza. Se decía que lejos a tres días de camino en las montañas habían encontrado grandes vetas de mineral amarillo.
Chan ayudada por otras mujeres del poblado había tenido un niño grande que llamaron Tonio. Luz de Día también había quedado embarazada hacía 4 lunas, cuando los dioses del día y de la noche equilibraron sus fuerzas. Cron era muy querido por todos, pues contribuía a que reinara la alegría y la concordia en el poblado y los dioses recompensaban con nuevos miembros a la tribu para perpetuar su existencia. Tonio crecía sano protegiendo su madre la cuna con unas telas suaves que evitaban el ataque por las noches de los mosquitos. Junto al río, en las zonas donde el agua remansaba, en algunas chozas un poco apartadas del poblado, moraban familias con niños a los que llamaban “barrigas verdes”. Este sobrenombre era fruto del color verdoso y de la hinchazón del vientre que producían las fiebres causadas por las picaduras de aquellos seres tan molestos que se ensañaban con los animales y los hombres particularmente las tardes y noches sin viento donde reinaba el calor.

Volviendo de Huelva, noviembre de 2018.

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