Chan y Cron se miraban atónitos. Habían transcurrido
doce años desde que el destino los atrapara en aquella habitación cuyas paredes
eran redondeadas y en donde no había ni un solo adorno, solo luces de colores
que parpadeaban de forma continua. Aparecían y desaparecían símbolos que les
recordaron algunos que vieran en la pared de la choza de la sordomuda, pero
sobre los que nunca se atrevieron a preguntar. Flotaban abrazados dulcemente y
se besaban. En el otro extremo del habitáculo Hana abrazaba a su perro y le
decía cosas al oído. Perro movía intensamente su cola. Cron se movió hacia Hana
y recordó todo lo sucedido durante aquellas estaciones. Miles de escenas se
sucedían una tras otra. El abrazo primero, la cópula inolvidable, la puerta que
los succionó hacia el interior, la vida junto al río, la gran extensión de
agua, la canoa, la sordomuda, su primera hija, la pesca, la huida, los perros
asilvestrados, la tierra que se tragaba a los guerreros…. y de nuevo el Gran Huevo.
Se movió somnoliento y posó su mano sobre una luz
que tintineaba. Las líneas de luces se detuvieron por un momento en aquel
holograma y nuevas figuras aparecieron en la pantalla virtual. Poco a poco Cron
fue cautivado por el sueño. Los otros tres seres queridos dormitaban ingrávidos
en un ambiente dulce, templado, donde todo era nada. Estaba sobre el suelo,
estrechando entre sus brazos a Chan, cuando despertó. Tenía hambre y ya no
flotaba. Su cerebro había sido visitado por muchos duendes durante su sueño
profundo. En el display virtual
aparecían nuevos signos incomprensibles. Coordenadas terrestres: latitud
37,420; longitud -6.856, calendario solar A19B600385CD, año terrestre 1150 a.C.
Después empezó a aparecer información del mundo exterior, composición del aire,
temperatura, velocidad del viento, humedad. Nuevos dígitos informaban de lo
sucedido en los últimos 1200 años. Un gran maremoto muy cercano, erupciones
volcánicas, terremotos de enorme intensidad habían desplazado el polo magnético
ligeramente desde la última vez que el Gran Huevo se pusiera en marcha. Todo
era incomprensible a sus ojos. Perro se sentía seguro y permanecía acurrucado
junto a su dueña. Ladró suavemente al ver como la pareja de adultos se movía
por el habitáculo despertando a Hana que se incorporó. Los símbolos captaron su
atención. Se parecían algunos a los que le enseñara a leer su maestra, la
sordomuda. Aparecían juntas e identificó algunas palabras y números: Dolmen,
lago Ligustino, Saltés. Otras le resultaron desconocidas, pero no sabía cómo
podrían pronunciarse. Padre e hija se miraron despacio y se hicieron aún más
cómplices. Hana le relató que no estaban lejos de donde había ocurrido el gran
movimiento de tierra que dejó visible al Gran Huevo. Despertaron a Chan y le
comentaron lo sucedido. Un botón se activó y se abrió la puerta invisible,
surgiendo de nuevo la plataforma flotante. Casi imperceptible les invitaba a
salir del huevo. Todo era casi idéntico a lo ocurrido hacía once años, cuando
se amaron profundamente. Recogieron sus enseres y abandonaron despacio el gran
huevo.
Una mirada atrás y les pareció perfecto: blanco como
los pequeños cristales salados que se formaban junto al mar cuando el agua
desaparecía después de varios días por el calor. De nuevo se repitió la escena
de hacía años: el fango tragaba rápido al gran huevo. En muy poco tiempo ya
había desaparecido cubierto por una capa de tierra seca.
Caminaban silenciosamente. El paisaje era similar al
que él recordaba del día anterior cuando se vieron sorprendidos por el
terremoto, aunque junto a sus viejas conocidas las encinas había unos árboles de
gran porte plagados de unas bolas negras pequeñas aceitosas.
Como a cinco tiros de piedra les pareció ver al dolmen. Casi todas las
piedras del exterior habían desaparecido y una capa gruesa de tierra cubría la
mayoría de sus paredes dejando casi oculta la entrada. Se acercaron despacio.
Una gran piedra tapaba la boca del recinto.
Un tan-tan lejano les puso alerta. Decidieron moverse hacia poniente.
La tarde se acercaba cuando grandes extensiones de gramíneas se abrieron
delante de sus ojos. Algunos seres de orejas largas salían de sus madrigueras a
oler la tarde y mordisquear tréboles y otras plantas, algunas de ellas
totalmente desconocidas para sus ojos. Cron buscó un lugar propicio para hacer
fuego. Preparó lo necesario y movió vertiginosamente un palo de algo más de
medio brazo de longitud hasta que empezó a humear. ¡Cuántas veces había hecho
aquella ceremonia que le conducía a crear el fuego salvador! Comieron conejo
hasta quedar ahítos. El sueño les cubrió y recordó todo lo que
incomprensiblemente había sucedido durante la última luna.
Los primeros rayos aparecieron en el horizonte. Recogieron raíces de
sabor dulce y unos saquitos de aquileas y manzanilla. Le dolía una mano y
recordó, por la sordomuda, que aquella planta acallaba a los duendes que desde
dentro del cuerpo clavaban pequeñas agujas produciendo pinchazos dolorosos. Un
río apareció tras una colina. Sus aguas viajaban hacia el sur,
perpendicularmente a poniente.
Un gran rato de marcha les llevó a un gran poblado
en el que el ruido bullía entre unas chozas extrañas unas junto a otras, que por
grupos delimitaban pequeños caminos que desembocaban en un gran redondel en el
centro del poblado. Aquellas ya no eran chozas como las que él conocía. Sus
paredes parecían más firmes y echas con un material del color de la arcilla con
la que algunos en el poblado de la costa hacían vasijas para contener agua. A
fuera muy cerca, algunos animales permanecían reunidos entre grandes palos que
formaban un cercado. Le llamó la atención la presencia de unos animales de
grandes ubres que daban leche y carne y se parecían a los que él llamaba cabras,
pero tenían una piel ensortijada, eran blancos algunos, otros rojos pero
siempre menos inquietos. Mientras miraba oyó hablar a dos hombres que portaban
en su mano derecha unos palos largos oscuros, semejantes a los palos de caza,
pero que terminaban en una punta oscura y en su mano izquierda un disco grande
que brillaba. La jerga no les resultó totalmente desconocida. El saludo era
similar al que oyera en el recinto sagrado antes del terremoto pero algo menos
gutural. Lo ensayó para sí. En voz muy baja y por señas indicó al resto de la
familia que guardaran silencio. Hana hizo lo mismo con su perro, que la miraba
atentamente con su único ojo.
Como a dos tiros de piedra de donde estaban
guarnecidos, observó que dos mujeres, vestidas con pieles y telas de diferentes
colores, arrastraban unas ramas delante de una puerta cubierta por una tela
gruesa, desplazando hojas y ramas que el viento había movido durante la noche.
Tenía que encontrar algo para Chan y Hana, ya que su aspecto actual, sería
pasto de miradas y preguntas inquisidoras. Miró a un grupo de hombres que se
encontraban en la encrucijada de dos pequeños caminos que terminaban en el
amplio redondel entre las viviendas. Dos de ellos intercambiaban enseres por
una cabra vieja. Le pareció ver largos cuchillos curvos hechos del material de
la punta de sus flechas ajustados a palos largos, raíces, peces de río, una
red. Estrechaban sus manos en señal de acuerdo, mientras los otros parecías
estar de acuerdo con el trueque moviendo de arriba a abajo sus cabezas.
Se alejaron un poco, la plazuela se llenó de gente,
unos traían raíces, otros semillas, frutos y frutas que él no conocía pero que
la gente tocaba y cambiaba por objetos y alimentos. Cron pensó que las pieles
que vestía, aunque eran más cortas, no parecían muy diferentes de las que
portaban los hombres vigías apostados a la entrada del poblado, así que se
dirigió a una de las mujeres que ofrecías telas cosidas formando una especie de
vestido, portando raíces dulces, y dos saquitos de flores de manzanilla y
aquilea. Saludó como mejor pudo y tocando las telas mostró lo que llevaba. La mujer,
lo miró de forma inquisidora y accedió al intercambio. Aquellas ropas servirían
para que Chan y Hana pudieran moverse por el poblado sin demandar excesiva atención.
Mientras que Chan y Hana se vestían con las nuevas
ropas y guardaban sus vestidos cortos de piel, la plazuela se llenó de gente.
En grandes sacos unos traían raíces, otros semillas, frutas y frutos que él no
conocía. La gente las tocaba, olía y las cambiaba por objetos y alimentos. Vio
como una mujer daba un montón de frutas y objetos planos del color de la
arcilla a cambio de un conejo vivo. Este hecho le pareció curioso y no entendía
que nadie se prestara a tales intercambios. Tendría que aprender los secretos
del trueque y el valor real de las cosas; él sabía recolectar drupas y bayas
silvestres y no había animal de orejas larga que se le escapara. Era verdad que
las frutas que él veía eran mucho mayores que las que conocía.
Tenía que probarlas. Con disimulo, Cron registró la
bolsa que colgaba de su cintura. Dos piedras doradas aparecieron entre sus
dedos. Las miró cuidadosamente y las guardó lejos de posibles curiosos y
prefirió esperar. Cuando vivía en las tierras de los pescadores, estas piedras
amarillas eran muy apreciadas. De aquí sacaban los que trabajaban con el fuego
láminas que no se oscurecían jamás y que modelaban en forma de aros, para que
los más potentados los llevaran. Ya se enteraría de lo que realmente valían.
Se dirigieron a la plazuela. Todos sintieron
curiosidad al ver al hombre que había estado haciendo el trueque junto a una
mujer joven y guapa y una chica que mostraba su adolescencia. Todos creyeron
que eran caminantes que se dirigían hacia el Sur, hacia la costa. Una mujer le
ofreció a Chan una fruta redonda rajada para que la probara. Se quedó
extrañada. La miró sin saber qué hacer. La mujer le dijo por señas que abriera
la fruta con los dedos haciendo fuerza. Chan remedó a la mujer y la fruta se
abrió toda llena de pequeños granos rojos que incitaba a probarla. Un sabor
profundo agridulce le llenó la boca. Cron sacó una piel de conejo de su zurrón
que usaba para taparse las orejas en tiempo de mucho frío y se la ofreció a la
mujer. Ella reusó y miró de nuevo a Chan e intuyó que estaba embarazada. Señaló
a su barriga y Chan movió la cabeza afirmativamente. Luego miró a la niña y al momento
se vio encandilada. Movida por hilos invisibles dejó su puesto de frutas e
invitó al trio y a su perro que le siguieran hasta su vivienda.
La escena le recordó a Chan la de años atrás cuando
fueron acogidos por la sordomuda, en la costa. Unas esteras cubrían el suelo.
La “cabaña” era mucho mayor y más resistente que las que ellos recordaban de su
antigua tribu y la que habitaron junto al gran mar salado. Tenía incorporada
una zona donde se podía asar y cocinar. Unas telas separaban ambientes. Les
ofreció agua y les señaló los utensilios de cocina por si querían cocinar algo.
Chan miró una especie de cazo metálico fuerte con un mango que contenía un
líquido grasoso en su interior. Ella deletreó la palabra freír, esbozó una
sonrisa y empezó a hablar. Hana la miraba atentamente y memorizaba palabra por
palabra, frases enteras. Después de un buen rato de escuchar a la mujer Hana se
dirigió a ella y le comentó que venían de lejos, que una gran tragedia había asolado
a su poblado y que buscaban un lugar donde asentarse y poder vivir. Cron y Chan
se miraban absortos sin entender bien lo que allí ocurría. La mujer dijo que se
llamaba Luz del Día y que vivía sola, pues el último invierno raptó la vida de
sus tres hijos y compañero.
Sacó ropa para Cron y cubrió el cuerpo de Chan con
un vestido de colores vivos. Hana se vistió con una túnica corta que los
muchachos de ambos sexos usaban hasta convertirse en hombres o mujeres después
de abrir mucho sus ojos y dar las gracias en el habla de la tierra de los
pescadores mientras abrazaba a Luz del Día. La mujer le contestó con unas
señas. Hana creyó ver en ella rasgos que le recordaban a los de Ave Rápida, la
sordomuda, cuando le enseñaba secretos junto al fuego.
Todos en el poblado observaban como crecía el
interior de Chan y como la viuda asediaba con regalos continuos a Cron a quien
llamaba Onio. Su apasionamiento por él crecía día a día. Por las noches
interrumpía el abrazo de los esposos acurrucándose sobre la espada de Cron
buscando sus atributos. La hospitalidad de Luz del Día era pagada por con
creces por Cron noche a noche. Nada de aquello parecía extraño en aquel poblado
donde muchos hombres tenían dos o más esposas y era una bendición tener muchos hijos.
Había llegado el calor y Hana apuntaba ya maneras de
mujer. Ya bajo sus ropas los pezones sugerían que pronto podrían ser fuente de
leche, aunque sus caderas todavía recordaban a las de las adolescentes. Varios
chicos la deseaban fervientemente, pero era tabú tocar a las hembras que no
habían tenido la menarquia y más aún s no había un acuerdo de ayuntamiento o
boda entre las familias.
Las bocinas habían anunciado días atrás que el Dios
Sol ya les visitaría cada día más temprano, durante más tiempo y con más fuerza.
Se decía que lejos a tres días de camino en las montañas habían encontrado
grandes vetas de mineral amarillo.
Chan ayudada por otras mujeres del poblado había
tenido un niño grande que llamaron Tonio. Luz de Día también había quedado
embarazada hacía 4 lunas, cuando los dioses del día y de la noche equilibraron
sus fuerzas. Cron era muy querido por todos, pues contribuía a que reinara la
alegría y la concordia en el poblado y los dioses recompensaban con nuevos miembros
a la tribu para perpetuar su existencia. Tonio crecía sano protegiendo su madre
la cuna con unas telas suaves que evitaban el ataque por las noches de los
mosquitos. Junto al río, en las zonas donde el agua remansaba, en algunas
chozas un poco apartadas del poblado, moraban familias con niños a los que
llamaban “barrigas verdes”. Este sobrenombre era fruto del color verdoso y de
la hinchazón del vientre que producían las fiebres causadas por las picaduras
de aquellos seres tan molestos que se ensañaban con los animales y los hombres particularmente
las tardes y noches sin viento donde reinaba el calor.
Volviendo de Huelva, noviembre de 2018.
Un placer el; haberte hallado una historia irreal que me ha gustado
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