Después de haber
escrito una historia fantástica hace unos días, me he sentido animado y he dado
luz a otra, probablemente más aburrida, pero si quieres más farmacéutica, más
boticaria. Mi querida Kirke me ha mostrado que ella es un poco bruja y por tanto
hacedora de encantos y venenos que tan pronto sanan como quitan vida, si no es
que te convierten en animales prodigiosos que luego aman o renacen en su
existencia. Los farmacéuticos, al menos los antiguos, nos hemos sentido dueños
del conocimiento de las plantas, de sus valores y propiedades. Nos hemos
sentido chamanes y hacedores del bien a través de los espíritus que en ellas se
encuentran. En un mar de prisas y de no saber hacer, hoy todo eso parece
olvidado, pero a mí, hace ya muchas generaciones, me salvaron la existencia.
Vida que genera vida
Aquel olor en el ambiente no le resultó desconocido. Miró a
la lejanía y atisbó algunos nubarrones; el viento olía a tormenta seca. Se
aprestó a encender la gran hoguera. Aquella ceremonia sólo la hacían los elegidos.
Desde que el viejo chamán le enseñara años atrás, no había dejado de hacerlo,
sólo, día tras día, incluso cuando una picadura de un escorpión lo puso a las
puertas de la muerte. Pero aquello era algo más que mantener alejados a los
señores de la noche. Aquello era la vida, el calor que mantenía unida a su
tribu, el símbolo de la existencia y del espíritu luminoso en las profundidades
ignotas de la oscuridad.
Una sonrisa se encendió en su cara,
pero un relámpago la apagó al instante. El rayo había caído cerca. Un estampido
colosal llenó la cueva y el eco hizo temblar algunas tinajas llenas de agua que
se almacenaban al fondo, junto a montones de semillas que se desparramaron por
el suelo e hicieron vibrar a sonajeros de conchas que esperan a la primavera
para entretener a los más pequeños en sus burdas cunas.
De nuevo volvió a sonreír, pronto
llegarían las grandes lluvias que harían posible el milagro de cada cuatro
estaciones y todo se llenaría de vida y de alegría. Se imaginó a pequeños
corriendo por aquí y por allá, tocándolo todo, jugando y sembrando júbilo.
Habían sido tiempos difíciles; poco que comer y un espíritu maligno que había
raptado a su chamán, a sus padres y a una veintena de niños famélicos con sus madres.
Tampoco los hombres que marcharon lejos a buscar otros nichos habían regresado
y de aquello ya hacía casi siete lunas. Se diría que allí no había otra cosa
que su esperanza. Recordó brevemente aquella vez que con otros de la tribu
cruzó un brazo ancho de agua salada que separaba dos grandes cordilleras. Iban
a la búsqueda de plantas silvestres que crecían en la otra orilla a una luna de
camino. Aquellas plantas mejoraban la salud y hacían fuertes y fértiles a las
hembras y a los guerreros que las tomaban al salir la luna llena.
Un hilillo de humo arrancó de la
punta de una rama lisa junto a sus pies y se lanzó como empujado por un resorte
a soplar suave, pero acertadamente hasta que la yesca empezó a arder. Luego con
la mano izquierda acercó unos palitos y más hierba seca, todo iba como de
costumbre. El viento arreciaba y debía darse prisa. Luego llenaría con grasa su
escudilla y encendería también el hogar al fondo de la cueva, antes de que las
mujeres y los niños volvieran de recoger raíces y pequeñas ramas.
Miró a lo lejos y adivinó un grupo
que se acercaba de prisa. Más allá, mirando a las colinas, el rayo había creado
una antorcha que haciéndose cada vez más brillante armonizaba con los rayos del
sol que se colaban entre las nubes. Si el viento no menguaba, la lengua de
fuego se extendería peligrosamente por el valle alejando pequeños animales y
aniquilando algunas plantas y raíces que servían de sustento en aquellos días
–se dijo.
Al fondo de la cueva, las sombras
que proyectaba la gran hoguera de la entrada, se movían veloces. Las mujeres
que habían quedado en la gruta se agitaban veloces preparando, recogiendo no sé
qué antes de que el grupo recolector llegara. La potente hoguera junto a la
puerta ya sugería las proximidades de la noche. Aseguró una lianas que
mantendrían las defensas contra el viento y, si llovía, evitarían que se
apagara el fuego protector.
El silencio heló su existencia y
sintió incertidumbre y frío. La cintura de su compañera había crecido, y como
había visto en otras ocasiones, también ocurriría el milagro en unas pocas
lunas. Pero no siempre venían bien las cosas, muchas mujeres morían en el parto
y los niños con ellas –pensó. Era algo que las mujeres llevaban muy en secreto,
se diría que la estación de las flores las poseía y que como magia su cintura
crecía y crecía, para de pronto deshincharse y aparecer al atardecer casi
arrastrándose con una criatura entre sus brazos que no paraba de chupar de los
pezones y de llorar cuando no lo hacía. Él había visto el nacimiento de
cervatillos, a lo lejos entre la maleza, pero el de los nuevos miembros de su
tribu era tema tabú. Sólo las mujeres mayores cuidaban de las jóvenes antes de
que ellas se perdieran entre los árboles buscando algún sitio, alguna rama
donde poder agarrarse para poder parir con fuerza.
En las noches frías sus cuerpos
habían viajado juntos por un sinfín de rincones. No entendía que era lo que
hacía que se buscaran hasta unirse en un yo profundo. Desde hacía cinco lunas,
cuando ella vomitaba los huevos y algunas semillas que el daba, no había vuelto
a disfrutar a soñar con aquello. No paraba de anhelar sus abrazos y los
rincones de su cuerpo, pero intuía que algo inmenso crecía en el seno de la
mujer que amaba y eso era algo muy
importante, quizás su primer hijo o su primera hija. Se lo imaginó cazando a su
lado y aprendiendo las artes de las plantas y del fuego.
Ya se escuchaban en la cueva el
ruido de pasos y las risas de los niños pequeños jugando y saludando a los
recién llegados. La recolección había sido parca y solo tres pieles venían
medio llenas con raíces y una con semillas, muchas de ellas ya fruto del ataque
de pequeños animalitos, como los que picaban y hacían molestas heridas, y que
también eran cada día más escasos. Tendrían que salir pronto a buscar más
comida si querían sobrevivir a la estación de las lluvias y del frío.
Se acercó a la boca de la gruta y
se llenó de espanto. A lo lejos el fuego crecía sin freno y barría sin piedad
lo que encontraba. Un sinfín de centellas llenaba el cielo encendiendo nuevas
hogueras y haciendo trepidar el suelo. Corrió al hogar y llamó a todos con un
profundo gruñido. Los espíritus deberían estar contentos para que ellos también
lo estuvieran -señaló. Algunas pocas mujeres preñadas se movieron torpemente
hacia el brujo que iniciaba algo mágico, inentendible, que en sólo dos
ocasiones de su vida había invocado desde que se hiciera responsable de la
tribu. La noche se antojaba larga y peligrosa.
A pesar de la profundidad de
aquel reducto y la lumbre vigorosa del hogar, las centellas exteriores salpicaban
de luz las caras horrorizadas de los niños que se apretaban contra sus madres. Algunas
ramas y semillas ardieron con estrépito y llenaron de humo y aroma la totalidad
de la cueva. Aquel olor a plantas serenaría a los espíritus de sus ancestros,
del cielo, y del fuego y devolvería la paz a los seres de la noche. Fuera el
viento rugía con fuerza haciendo el momento aún más increíble. Un remolino
colosal arrancaba árboles ardientes y los elevaba lejos, llenado todo de fuego.
La ceremonia se hizo íntima. Todos murmuraban repitiendo las palabras del
joven chamán una u y otra vez hasta caer exhaustos. Dos de los guerreros
tomaron sus palos de caza y los hicieron chocar con estrépito acallando el
ruido exterior de la tormenta. Otro golpeaba unas pieles tensas creando un
vibrar profundo que avivaba el éxtasis. Algunas mujeres jugaban con manojos de
caracolas unidas por pequeñas ataduras creando un momento insuperable.
Poco a poco el sopor se fue
adueñando de todos hasta que sólo él quedó despierto. Su hembra resplandecía
con matices azules, amarillos y rojizos que llegaban desde el hogar, mientras
que su vientre parecía cambiar lentamente de tamaño y de forma empujado por
algo que se movía en el interior.
El viento arreciaba, nada movería
al grupo a arriesgarse en plena noche, ni siquiera si ella se pusiera con
dolores de parto, -pensó. Miró fuera, las últimas luces de la noche estaban
desapareciendo y con ellas la tormenta, mientras sus pensamientos llamaban a
los espíritus de sus ancestros para que protegiera a la tribu, a su esposa y su
hijo. El espíritu de la noche, ya más tranquilo, incitaba a dormir. Poco a poco
fue cayendo en las redes de los sueños y las pesadillas.
Los días pasaban lentamente, la
tormenta de fuego había arrasado los campos vecinos y la leña y las ramas eran
cada vez más escasas. Aquella noche, hizo el rito de la hoguera con la mitad de
las ramas. Miró a la noche y la encontró tranquila. Todos dormían y él se
entregó a su alma. En el cielo las estrellas crepitaban haciendo un cielo
hermoso. El cansancio se apoderó de él y se entregó a sus ancestros.
Un ruido silencioso lo sacó de
sus sueños y puso alerta. Junto a su cama de pieles, dormía tranquila su mujer,
con el vientre cada vez más voluminoso. Buscó un cuchillo de mango de hueso que
había fabricado muchas lunas atrás, cuando sus manos y su cuerpo le hicieron
hombre. El fuego del hogar se había transformado en rescoldos, y fuera, la
hoguera, no era nada más que una columna de humo. Dos ojos brillaron en la
penumbra y el pánico le apretó aún más contra su cama y su ser querido. Aquello
se movía sigiloso, husmeando a veces, otras reptando, acercándose a aquel que
olía a miedo, a aquel que adivinaba su víctima, a su enemigo.
Un rugido inmenso llenó la cueva
y una masa dos veces su tamaño se irguió y apresto al ataque. Con destreza
clavó sobre el pecho de la fiera el cuchillo haciendo brotar un manantial de
sangre. Un zarpazo le lanzó hacia el fondo, mientras su antebrazo se movía
solitario en el suelo de la cueva. Todo fue un espanto. Las mujeres corrían,
los niños gritaban, los guerreros clavaban sus palos en los ojos de la fiera
que agonizaba. Al fondo el chamán se desangraba. La hembra gritó de dolor y se
acercó al hatillo, escondido bajo unas piedras. Buscó unas hojas en el fondo,
un polvo blanco y unas ataduras que había visto tejer a su hombre con restos de
tejidos de animales. La sangre manchaba todo por doquier, pero las hojas, el
polvo y la presión de la ligadura habían logrado reducir, poco a poco, aquel
arroyo de color rojizo que brotaba del amputado brazo. Mientras, el chamán
hablaba con los espíritus del más allá en un sueño profundo del que ella no fue
capaz de sacarlo.
La tribu parecía deambular
durante la última luna ante de que noche y día igualaran su distancia. Nadie
encendía hogueras, el señor del fuego aún dormía, y solo los guerreros
apostados y vigilantes mantenían a raya a los espíritus y animales de la noche,
mientras el peleaba incansable con la muerte.
El sol bajo del equinoccio
penetraba hasta el fondo de la cueva encendiendo, contagiando todo del verde
esmeralda de algunos frutos y semillas que se esparcían por el suelo. Parecía
que las almas de la tribu trepaban rayo arriba hacia el firmamento en el
silencio de las pesadillas del durmiente. Un llanto pequeño, apagado se posó
sobre su alma. Sin saber cómo, el calor de un cuerpecito movió su aliento y su
brazo. Pero allí no había nada, solo dolor en una mano inexistente. Un beso se
posó en sus ojos y un olor amado abrió su vida a la esperanza. Sobre su pecho
un niño de pocos meses buscaba los pezones de su madre y lloraba.
Enero 2017
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