domingo, 29 de enero de 2017

La bruma, la casa y el río

     No sé por qué quería escribir una historia de terror. Así que un día, después de ciertos momentos que se me antojan de terror, me dio la ventolera y zás. No cabe duda que te puede recordar a una película o algo que viste hace años, pero no he querido hacer una mala copia, aunque quizás me haya salido. Pero luego, releyendo, sentí que el final me había quedado bastante triste y creo que los tiempos no están para tristezas, así que días después me inventé un epílogo. Si crees que el fin de la historia termina antes del epílogo, me parece bien, además de para mí escribo para ti, si quieres seguir la historia me parecerá estupendo pues como yo crees que siempre puede una historia tener dos finales.

               
La bruma permanecía desde hacía horas, junto al río. Se diría que las ramas de los árboles remedaban viejos espantapájaros a los que les habían crecido los dedos y sus uñas. Llevaba un buen rato disfrutando de aquel paisaje velado, cuando algo diminuto se movió delante suya, como a dos metros. Las hojas del suelo se apiñaban formando capas apretadas en tonos pardos y marrones que hacían difícil reconocer lo que se movía. Le pareció que las hojas crujían levemente a cada paso que daba aquel ser mágico que pululaba imparablemente rápido. Luego, cuando algo imperceptible le hizo resbalar levemente, lo perdió de vista.
¿Qué había sido? ¿Qué había visto? ¿Era como un gusano articulado, minúsculo, de color marrón? ¿Algo parecido a un dedo con una uña larga a la que se pegaba una gasa? Miró hacia atrás, su sexto sentido le decía que no estaba sólo. Pero allí no había más que bruma y árboles desnudos rodeados en su base de un sinfín de hojas que la brisa, ahora, salpicaba con gotas de rocío sobre una superficie blanquecina que recordaba a la escarcha.
La humedad, cortante como un cuchillo, penetró entre las rendijas de su abrigo e hizo el momento aún si cabe más inquietante. ¿Por qué no habría cogido una bufanda? –se recriminó. Podría haber permanecido más tiempo en aquel bosquecillo entre las hojas, curioseando, buscando, investigando – pensó. Con las manos en los bolsillos, cabizbajo, caminaba lentamente, dando puntapiés a los montones de hojas, para ver si aparecía lo que le había desconcertado hacía sólo un momento.
Después de unos cuantos pasos observó que el humo que escapaba por la chimenea caía como una nube densa sobre el tejado de su casa. Era como si algo lo atrajera o retuviera, como una malla imperceptible que abrazaba aquella masa imaginaria de algodón.
El viento creciente hizo más evidente la sensación de humedad gélida y aceleró el paso. Luego, cuando abra la niebla, saldría y buscaría lo que se le antojaba tan misterioso – pensó. La ventisca arreciaba y ya el aire gélido hacía imposible permanecer por más tiempo junto al río, fuera de casa.
Abrió la puerta y se apresuró a entrar; un aroma a leña ardiendo, a hogar le reconfortó. ¡Hogar, dulce hogar! -recitó en voz alta. A lo lejos una lechuza pareció repetir como un eco aquel “Hogar, dulce hogar”. Las lechuzas solían dormitar de día, pero quizás la bruma impenetrable había ocultado la luz en la profundidad del bosque, prolongando la sensación de oscuridad y de noche –recapacitó.
La sensación de frio volvió a su cuello y se frotó las manos y los brazos con intensidad. Echó dos buenos troncos al fuego y se aprestó a calentar un cazo con agua para preparar un té. ¿Dónde estaría su tetera? Hacía tiempo que la buscaba, pero siempre sucedía algo que impedía encontrarla. Recordó de pronto las buenas charlas alrededor de la mesa camilla junto a sus hijos y su mujer, antes de que aquella enfermedad terminara con casi todos.
Un pequeñajo de casi tres años balbuceó ¡Papá, tengo frío y hambre! Hijo respondió, sí, hace mucha humedad y el frío corta como una navaja, pero he puesto dos buenos trozos de madera que calentarán enseguida la casa. Se acercó a su hijo para abrazarlo, cuando de golpe una ventana de la casa saltó en pedazos. Corrió a buscar un cartón y cinta adhesiva para cerrar aquel hueco por donde penetraba una columna de humo helado. Aquello le pareció muy raro y obra de algún bandido que quería importunar aquellos días de retiro y meditación. Con prestancia tapó el hueco y avivó el fuego. Luego recogió los trozos de cristal y de madera y volvió a pensar en la nube y el ser que se movía entre las hojas, mitad gusano, mitad insecto. Nada conocido coincidía con lo que creía haber visto.
La Navidad se acercaba y casi no había almacenado fruta, aceite, harina, azúcar. Mañana cuando se levante la niebla ensillaré mi caballo y me acercaré al pueblo a comprar viandas y arreglar la ventana -pensó.
Aquella noche no durmió bien, repetidas veces vio moverse a aquellos “dedos” que trepaban por las paredes como gusanos veloces y despertó entre pesadillas mirando al niño que plácidamente descansaba a su lado. Si se daba prisa en 90 minutos estaría de vuelta y el niño aún habitaría en el mundo de los sueños –se dijo.
Se vistió casi a ciegas, iluminado levemente por trazas de luz que se colaban por la ventana de cartón improvisada. Cogió la silla de montar y se dirigió a la cuadra. Allí estaba su caballo, algo aterido pero brillante que relinchó al verle. Lo ensilló, apretó la cincha y puso un serón doble sobre la grupa. Sin más demora espoleó al caballo que de un brinco se adentró en el bosque, cuando ya clareaba.
La espesura se hizo penetrante y la neblina permaneció durante un gran rato sujetada entre los árboles mientras que algunos gusanos parecían pulular frenéticos por el suelo. Arreció la marcha, ya el pueblo no tardaría en aparecer en el horizonte. Inquieto se movió sobre su montura y clavando espuelas se puso al galope. Las patas del caballo levantaban restos de la primera nevada y barro helado. La sensación era extraña, solitaria, irrepetible, terrible.
De pronto el pueblo apareció en la lejanía como entretejido en un paño que reducía su volumen a dos dimensiones. Se acercó un poco más, pero no vio a nadie en las calles. Después de un rato, algo se movió lentamente a lo lejos, parecía un anciano. Sí, era el propietario de la tienda. Con un grito el jinete llamó la atención del anciano, el cual con un aspaviento le indicó que esperara. El anciano se movía lentamente, como si se arrastrara y cuando estuvo cerca musitó algo ininteligible. ¿Necesita ayuda? -preguntó el jinete. ¡Vete, vete! gritó entrecortadamente el anciano, agarrándose la garganta como si se le fuera la vida. Una redecilla parecía apretar su cuerpo y su garganta impidiéndole hablar con claridad.
Se alejó del anciano horrorizado. Lo que veía le parecía una pesadilla inexplicable. Entró en el pueblo y se dirigió hacia la tienda de comestibles. En el interior encontró un infierno alba, algo dantesco, miles de telas de araña rodeaban a muchos de los objetos que allí se encontraban. Buscó fruta, harina, azúcar, aceite y con los guantes desnudó el blanco que envolvía a los paquetes y a la garrafa. Corrió hacia el caballo y colocó las viandas en el serón. No tenía tiempo, tenía que regresar a la casa enseguida, ya arreglaría la ventana en otro momento -pensó. Restos de redecillas permanecían en sus guantes y apuntaban en sus espuelas.
Saltó sobre el caballo y galopó sin descanso hacia su casa. Las espuelas se clavaron un sinfín de veces sobre su montura que sangraba gélida sufriendo un frío penetrante que le impedía ir más rápido.
El jinete interiorizó el miedo y pensó en el niño. Sobreponiéndose creyó que nada podía pasarle, sólo había transcurrido una hora y el niño seguiría durmiendo. Menos mal que no lo había llevado con él. La imagen del anciano y sus estertores se clavarían en su retina y el niño tendría pesadillas terribles durante muchas noches –pensó.
Ya penetraba en el bosque cuando a lo lejos vio moverse algo, como una gran red sutil que tapaba el paso. Tiró de las riendas y el caballo giró veloz a la derecha. Pasó cerca de la casa, pero nada le inquietó en extremo, excepto la nube de la chimenea que parecía penetrar como un hilillo en la casa por una rendija de la ventana.
Intentó entrar por la puerta, pero algo elástico se lo impidió. Giró la llave, pero nada. La única forma era romper el cartón de la ventana y penetrar por ella. Gritó al niño para que se alejara de la ventana, pero nada recibió en respuesta. Se subió al caballo y se coló en la vivienda reptando por el ventanuco. Todo estaba lleno de masas blancas rodeadas de telas como de gasa. Con sus manos enguantadas las destrozaba de forma acalorada, pero nada frenaba su crecimiento.
Llamó al niño y le pareció oír un murmullo debajo de la cama, en la que se encontraba un amasijo de sábanas. Allí estaba el chico con las manos llenas de una pelusilla blanca que a modo de guantes parecía llenarlo todo. Unos dedos entretejían rápido por doquier creando redes inmovilizadoras. Miró sus botas y las encontró ya cubiertas por aquel musgo albino. Con sus manos lo retiró como embrujado, con una ferocidad creciente y tiró un puñado de aquella masa blanca sobre los dedos tejedores. La actividad en la casa era increíble, por un lado el hombre destruyendo, por otro el niño pataleando y manteniendo a raya a aquellos seres increíbles que vestían todo de color nieve.
Tiró del niño hacia sí, pero a pesar de su esfuerzo no consiguió sacarlo de debajo de la cama. Ahora él también parecía estar cada vez más atrapado y de nada valían los cortes rápidos que realizaba con unas tijeras que había encontrado. Le costaba cada vez más mover las manos y observó con horror que ya no quedaba prácticamente sitio debajo de la cama y alrededor del niño. Busco en sus pantalones y encontró una caja. Prendió una cerilla y la casa fulguró como un rayo y rugieron viejos fantasmas produciendo un calor insoportable. Tapó su cara y la del niño con ropa de cama y se movió rápido hacia la puerta. Nada consiguió abrirla. Era como si estuviera toda la casa atrapada por la nube.
El fuego había cesado y hacía calor, mucho calor en la casa. Parte de su cuerpo olía a quemado, lo mismo el pelo del niño. Se sintió impotente y sin saber que hacer se dejó caer al suelo, mientras una pelusilla blanca anidaba de nuevo sobre sus botas y un frío imparable inundaba de nuevo toda la vivienda.
En el coche, volviendo a Madrid. Tres de enero de 2017.

Epílogo

Morir en aquel momento hubiera significado felicidad pues el amor y la muerte se habían abrazado. Sin embargo, aquello era entregarse, dar por buena una situación no deseada llena de espanto –se comentaba el jinete en los estertores de un sueño profundo que invadía lentamente su alma.
Aquello parecía romper la estabilidad de la naturaleza, la biología humana y crecía demasiado de prisa. Sus pasos le habían devuelto al umbral de aquella puerta cerrada, bloqueado por un espanto inverosímil –soñó.
Una explosión bestial rompió la puerta de la casa, saltando la cerradura en pedazos al igual que los travesaños que unían los tablones que la conformaban. La grupa del caballo apareció tras la explosión, sus patas, sus pezuñas herradas golpeaban frenéticamente lo que quedaba de la puerta. Relinchando, olisqueando, buscó a su dueño y al niño y los encontró muriendo, con los ojos cerrados por las cortinas blancas debajo de la cama. Movió su cabeza y enganchó las riendas en el cuerpo del niño y del jinete que permanecían abrazados. Con cuidado tiró despacio de los cuerpos blanquecinos hasta que los sacó fuera de la casa, hacia el río.
Todo estaba enmohecido excepto una franja de 50 centímetros junto a ambas orillas. El río parecía lavar, arrastrar o impedir el crecimiento de aquel horror.
Era como si los tres salieran de un cuadro olvidado. De pronto el aire oscuro se inflamó por la llama de un estruendo ensordecedor y la casa y todo aquel moho próximo empezaron a arder. El caballo aceleró su tirar y movió los cuerpos hacia el interior del río, introduciendo su cuerpo hasta que el agua cubrió gran parte de su grupa. Nada excepto el río existía, era como si el lenguaje hubiese desaparecido para siempre, confundiendo el pasado con el presente. Se abrieron los cielos y empezó a diluviar, como hace siglos, como una venganza contra aquella nueva siembra.
La corriente empujó a los tres aguas abajo, donde ya no había bruma y la humedad irrespirable desaparecía y con él el frío aliento estremecedor de horas antes. A lo lejos la tormenta parecía abrazarlo, aniquilarlo todo. El júbilo de una nueva vida llenó el valle cuando jinete y niño despertaron por alientos y relinchos del caballo que alimentaba arco iris de libertad y nueva esperanza.
Madrid, 14 de enero de 2017

2 comentarios:

  1. Creo que el tipo de finales que uno quiere depende del estado anímico de cada cual. En cualquier caso, yo soy de las que prefiere que el final se lo sirvan en bandeja y que no me pidan a mí, como lectora, que se lo ponga.
    Que hayas decidido darle dos finales me parece muy bien. Yo me quedo con el segundo.
    Genial historia.
    Besos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Eres positiva en este momentos, otras veces menos. Al final lo que cuentan son los finales (que suelen ser felices). Gracias por lo de genial aunque alguien diría que demasiada pelusa blanca.

      Eliminar