Con la sonrisa en los labios,
pero la incertidumbre en el alma, mi mano, mi brazo izquierdo han empezado a
temblar esta mañana, como nunca, un poco imparable, me recordaba a mi padre, ya
de mayor.
Cerca de una hora después sigue
la sensación de un brazo cansado que ha vibrado en exceso y aprieta unas hojas,
algo inseguro, para que no se muevan por el traqueteo del coche. Mientras
escribo, sentado en la parte trasera del coche. Al fondo, María Callas destroza
la existencia con un Arias que deja a la puerta el dolor más penetrante.
El vehículo se mueve rápido,
seguro, ágil, a veces un poco impetuoso. La luz, por la ventanilla, entra a
raudales. Al fondo se adivina la silueta del Peñón, a un rato que promete el
mar a lo lejos, azul contrastando diseños de barcos de ahora y de siempre. Ya
pie a tierra, inicio un paseo despacio, junto al agua. Una bandera contrasta
con la figura del fondo.
Murmullo de gaviotas flotan en el
ambiente, y el viento lo mueve como un bumerang de nuevo hacia mí. Suenan al
fondo cañonazos de batallas navales, respiraciones forzadas de remeros fenicios
que escapan de piratas, de barcazas que se acercan a lo lejos, de cantos de
sirenas que vuelven locos a aquellos que osan pasar de las columnas que abriera
Hércules en uno de sus viajes.
Sigo paseando y casi sin darme
cuenta estoy en el otro lado y el silencio del agua me atrapa de nuevo. Susurra
cosquillas aún mi brazo, pero no me importa, estoy rodeado de ahora y de
siempre. ¡Saltés debería empezar allí donde cambia el viento, donde se unen los
dos mares, donde la Luna también silva cuando despierta a los seres de la
noche, junto al agua, en lo alto de la roca! ¡Dicen que allí en Saltés un rey
muy poderoso posee más de 100.000 cabezas de ganado, que allí es todo vergel y
felicidad, que Agamenón abrió para siempre el cuerno de la abundancia y Pandora
cerró su caja! No sé, a mí me han contado, sin embargo, que el mar se traga a
los intrépidos, y que a los que se salvan de morir ahogados, una corriente los
empuja y deja su alma en la Atlántida o Zeus sabe dónde. Será mejor no
arriesgar, aquí hay alma de vida y agua y campo y sonrisas.
Aníbal debió pasar cerca buscando
a su hermano Asdrúbal. Aunque la historia lo oculte, antes de enfrentarse a los
romanos. O serían otros cartagineses atraídos por la llamada de Fenicia. No
está esta tierra hecha para elefantes, aunque fueran pequeños, como caballos; las
irregularidades del terreno harían difícil su marcha. Yo creo que lo intentó en
dromedario o en camella, al menos al otro lado del gran río que cruza los
arenales, donde anidan millones de pájaros, donde todo es alcornocal y muchos
aligustres, buscando un río rojo como de sangre que lleva hacia las minas.
No es tiempo de romanos aún.
Muchas tribus de aquí hablan de Tartesos bajito, sin levantar los miedos de la
noche, de la fuerza mineral y de espadas indestructibles frente a palos y
piedras lanzadas por el empuje de las ondas de los lugareños.
De pronto una gaviota grazna y me
siento romano, sentado a la mesa no lejos frente al enorme canal de agua, en
Carteya. No falta el garum en mi
mesa, el garum que segó la vida de
seis pecadores cuando un atún gigantesco los arrastró al fondo de las redes y,
enganchados, sus gritos no pasaron de grandes burbujas. El viento sopla y la
arena martillea zócalos y paños protectores allí abajo en las chozas de la
playa. Una barca de remeros se acerca desde lejos con ritmo pertinaz, el
capataz, hoy, duda por donde bogar, el viento de levante arrecia y las olas
desplazan de costado, como patinando, la gran barcaza. Enseñas, bandera ondean
potentes anunciando que alguien se acerca, alguien importante que demanda una
comitiva de muchas barcas. Barcas que hace rato dejaron la galera que marchaba
rumbo a Baela Claudia.
Dos gaviotas planean a mi vera y
descargan mi ensueño, ahora árabe, luego inglés, ahora cristiano, más tarde
alguien que se acerca y pregona en castellano antiguo o en latín que aquello es
África y que allá el viento sopla encajonado, llevando agua a través del Mare
Nostrum hasta Asia. Alguien de tez morena y ojos claros denuncia que aquella
tierra no es de nadie, que es de quién quiere disfrutarla y amarla, defenderla
hasta la muerte en atardeceres perpetuos llenos de sinfonías de algas, de
dolores profundos, de pobreza y de riqueza eterna, de honores y amores sin fin
tras ojos oscuros y anhelantes.
Mientras tanto una multitud se
agolpa en la orilla, no lejos de la playa, frente a la roca, una lancha vigilante
ha descubierto una patera llena de emigrantes famélicos. A bordo vienen dos
niños muertos, muchos lloran, otros gritan desorientados, otros sonríen
mientras tiritan. Es de nuevo la historia que se abre paso, emulando burlona el
paso del estrecho por Táriq ibn Ziyad y sus huestes un rato antes de morir en
el Guadalete o de triunfar años después, campo arriba, en esta tierra profunda.
QUe bonito leerte, me ha gustado mucho y ya me quedo por tu blog, yo al tener también un blog pues te invito al mio, un saludos..
ResponderEliminarhttp://estoyentrepaginas.blogspot.com.es/
He estado liadísimo. Ahora agilizaré mis lecturas. Gracias.
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