viernes, 21 de abril de 2017

Aprendiz


Hoy he volado más allá de las colinas de poniente. Se diría que el viento me empujó suave pero firme hasta donde nunca antes había llegado. Abajo, divisaba algunos caminos de tierra que partían de chozas donde ladraban algunos perros. Siempre me asombró la capacidad de los perros de adivinar cosas, de reaccionar frente a situaciones que no son perceptibles para los humanos y aun siquiera para nosotros. La lluvia fue en algunos momentos testigo de aquel viaje que dejará marcas imperecederas en mi cerebro.
La mañana había levantado temprano, fría, filtrando las últimas sombras de la noche en una lucha feroz con su propia existencia. El gran grupo despertaba tranquilo, sin prisas, un tanto amedrentado por la escarcha que empezaba a fulgurar con las primeras luces de la mañana.
El “Jefe”, el más sabio, el de las cien aventuras y mil viajes miraba a lo lejos y desplegaba su cuerpo con movimientos y contracciones inverosímiles que permitían a las plumas timoneras catar la dirección y la fuerza de la brisa que también amanecía. No lejos, otros compañeros, algunos aún muy bisoños, miraban atentos y remedaban casi de forma caricaturesca aquel ritual deslumbrante. Fue algo mágico, la gran bola de fuego se adivinó en el horizonte mostrando el borde rojizo potente que incendió su cabeza. Al momento y casi sin esfuerzo se encontraba parado a 100 metros del suelo, disfrutando en contra del viento con su buen hacer y enseñando sus poderes.
La mañana traía hasta nosotros olores frescos de jara y marisma, desde la laguna de los patos, donde el viento siempre sopla, perfumaba las madrigueras de los más dormilones, de los que nunca vuelan.
Había estirado diez veces cada extremidad y movido con celeridad mis articulaciones quizás más de cien. Todo hacía presagiar que el arranque era inminente. Delante los más versados, junto a ellos los veteranos, cerrando el cortejo otros vigilantes que custodiarían a los que como yo, colocados en las dos grandes ramas de la gran V nos estrenábamos en aquella nueva experiencia. El sol se desprendió del horizonte como una gran burbuja roja que inundaba nuestras alas y les daba un color e irisaciones inusitadas. Recordé brevemente el vuelo de quince metros del primer día; los esfuerzos angustiosos e infructuosos de mantenerme en el aire flotando y de no caer rompiéndome un ala al intentar parar el golpe, de las caídas menores los días que siguieron en mi aprendizaje. Hoy la prueba sería muy dura: navegar con el viento y contra él, en lo más alto, donde el cielo se hace todo azul.
La explosión del momento inició la danza de las alas en un desenfreno extravagante. Ya volábamos que digo 100, 500 desenfrenando novedades. Dolían las extremidades y hasta la última pluma. Llovía delicado y refulgente en poniente hacía donde íbamos. Allá abajo levantaba también la naturaleza en un canto rápido.
Volábamos vigilantes, la tierra lejana, casi enana, cuando fuimos absorbidos por una gran nube que se movía a velocidad vertiginosa. El estruendo fue inmenso. Había aparecido rugiendo, inesperado y se había tragado a un compañero como a unos 50 metros de donde yo estaba, salpicándome tozos de su alma y manchándome de rojo amanecer. La gran turbina decapitó a otros dos. Uno de nosotros perdió una de las alas y en torbellino fue aspirado por un embudo gigantesco. Los más aterrados dejaban de mover sus extremidades y caían vertiginosos hacia el abismo que se abría bajo ellos.
Pasadas las colinas de poniente, desde donde también sopla el viento con gran fuerza, aterrizamos bruscamente, aterrados, llorando en un espanto sin fin. Nadie hablaba, nadie miraba, nadie respiraba. La niebla invadía todo haciendo el momento aún más irreal. Todos revisábamos nuestros cuerpos, nuestras alas, evaluando pérdidas y heridas. ¡Y había que volar de nuevo! ¡A casa!
La tarde avanzaba profunda cuando ya regresábamos desde poniente, cansinos, dolidos, con la lluvia cortante azotando nuestras caras. Se ponía  el sol, entre las nubes poderosas que en lo ensombrecían, cuando aterrizamos sobre la arboleda. Me aflojé el hábito y separé las alas. ¡Esto de ser aprendiz de ángel -me dije- prometía ser muy duro, realmente muy duro!


Nota de autor:

Siempre he creído en los ángeles custodios. Niños salvados in extremis, liberados de las situaciones más inverosímiles, en el último suspiro. Vida tras vida, niño tras niño, pero a veces los renglones se tuercen y llega la tragedia. Momentos desesperados e inesperados donde nada puede hacerse. Ellos también aprenden y yo creo que empiezan como hombres, como mujeres, en ejércitos numerosos, volando hasta llenar de experiencia sus momentos difíciles e incluso morir físicamente en el intento, antes de hacerse verdaderamente ángeles. 

4 comentarios:

  1. Realmente agotador el trabajo de un ángel custodio, con tanto descerebrado por ahí que ni se cuida ni tiene cuidado con los demás.
    Genial relato, Paco, me ha impactado el final que no esperaba. Creí que tu protagonista era un ave del parque de Doñana.
    Enhorabuena.
    Besos.

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    1. Me he escapado tres veces de morir y debo de tener a los pobres ángeles de la guarda tocando el arpa para ver si me tranquilizo. Probablemente estaba escrito que debía dirigir tu tesis y escribir en el blog.
      Doñana es un buen sitio para pájaros y para aprendices, pero hay muchos furtivos que hacen casi insoportable volar en Doñana aunque sea en primavera, una pena.

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  2. ¡Hola me encanto tu relato! te sigo desde mis blogs AventuraEnLibros: http://aventuraenlibros1797.blogspot.mx/ y Cinefilo, una forma de vida♥
    http://cinefilounaformadevida1897.blogspot.mx/

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    1. Gracias, Diana. Intentaré pasarme por tus blogs.
      Un saludo.

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