El frío era inusual desde hacía ya algunas estaciones. El
cielo descargaba sin descanso desde la última estación unos copos que vestían con
una espesa capa blanca las proximidades de la cueva, como si unos árboles que
habitaban junto a la ribera se adelantaran algunas lunas llenándolo de millones
de semillas voladoras. Centenares de estaciones separaban aquella escena del
terrible terremoto, que junto con el ataque de los neandertales y la explosión
de agua casi exterminó a la tribu.
De aquella gruta exterior
prácticamente no quedaba más que el recuerdo y una gran piedra manchada de
negro, similar a la que se encontraba en la gran cueva de ceremonias, donde se
celebraba el fin del día más corto del año. La tribu se había desplazado hacia
el sur, buscando tierras más cálidas y generosas, no lejos de donde
generaciones atrás, magos y druidas se reunían en las noches llenas de
estrellas y de intensos encuentros. Un conjunto de cuevas, escondidas de los
senderos, permitía a casi 60 personas alojarse con comodidad, esperando la
visita de la gran luminaria del día que les calentaba y alumbraba y, cómo no, a
la de la noche que les hacía soñar y esperar momentos irrepetibles. Se diría
que la tribu había ganado en diversidad, ya que las mujeres, al igual que los
hombres, respondían a estereotipos diversos como si en un desenfreno del
solsticio de la estación calurosa, semillas del cielo hubieran sembrado al clan
con homúnculos que recordaban a los neandertales ya desaparecidos y a los tatarabuelos
de las tatarabuelas de Joks y Gam. Algunos chicos que corrían junto a las
charcas tenían narices anchas y frentes poderosas, otros eran más ágiles,
aunque sus brazos y piernas estaban más poblados de pelos que los que jugaban afuera
con los tirapiedras.
Todo hacía presumir que la gran
mayoría se preparaba para la gran fiesta, aunque muchos no sabían qué era lo
que se celebraba. Junto al fuego, al fondo de la gran gruta de las ceremonias,
reservado de la luz exterior, en grandes pellejos que mujeres habilidosas
habían cosido y reforzado con pequeñas y fuertes raíces, se hacía generoso un
líquido rojizo que habían obtenido lunas atrás de una bayas dulces pisando,
primero, las mujeres y aprisionando con grandes piedras, después, los
guerreros. Aquella ceremonia del líquido mágico que hacía brotar carcajadas,
nuevas ideas y pequeños duendes que tras volar a la magia los hacía dormir, la
habían instaurado Gam y Jocks muchas generaciones atrás, más de las que se
podían contar juntando todos los dedos de las manos y los pies.
Desafortunadamente, desde hacía tiempo, el líquido que se obtenía al final de
la estación calurosa era cada vez más escaso y sin tal líquido la ceremonia no
podría celebrarse. Debería ser que los duendes bebían mucho o que los dieses de
la ira seguían enfadados.
Los días ya más largos emulaban a
las noches y allá a tres tiros de tirapiedras se observaban cuatro enormes
piedras alargadas, traídas con gran esfuerzo desde donde sale el fuego del
cielo. Entre ellas, un solo día, cada cuatro estaciones, un rayo de luz lograba
posarse sobre la marca sagrada, señalando la equidad del día y de la noche y
con ello el fin de los fríos y de muchas enfermedades.
Sin embargo, desde hacía varias
lunas los días aparecían sin fuerza, nublados y raras veces llegaban los
objetos a proyectar sombras sobre el suelo. Desde los clanes vecinos había
llegado el rumor que lejos, muy lejos, más allá de donde el mar se hace profundamente
azul al amanecer, una enorme explosión había rociado con polvo y cenizas todo
el firmamento, de tal forma que incluso los dioses no llegaban a ver desde lo
alto a los humanos. Sin embargo, la caza no era esquiva y un ciervo y una cría
de búfalo, ya despellejados, se asarían lentamente cuando la magia del rayo de
luz indicara que el momento crucial había llegado y que los fríos y lluvias se
retirarían por un largo periodo de tiempo.
Una mujer chamán se movía
lentamente, sus enormes carnes le impedían hacerlo de forma más rápida. Todos recordaban
que de niña era la envidia de muchos de la tribu, pero en las últimas lunas
había ganado respeto y envergadura de forma desaforada al igual que su hambre.
Sus enormes pechos deberían producir leche capaz de alimentar a cinco pequeños
durante ocho estaciones, pensó un muchacho al cruzar brevemente su mirada con
la de ella. Dos aprendices la vestían mientras desplegaban al aire movimientos
copulatorios que a muchos parecían premonitorios de lo que el sol haría con la
estación que hacía florecer a la naturaleza. Pero aquello era tabú y nadie,
sino un elegido, podría sembrar su vientre y abrir las grandes fuentes de leche
y de vida.
Otras mujeres seleccionaban sobre
grandes losas, a la luz de pequeños fuegos, plantas y raíces limpiándolas de
insectos y arañas. Mientras, algunos vigías, a la luz de la luna, se apostaban
junto a las grandes piedras para evitar que posibles curiosos o enemigos de
otros clanes se acercaran en el momento más inoportuno. Faltaban según los más
viejos pocas jornadas y nada hacía pensar que la luz de la gran candelaria se
abriría camino entre la bruma para pasar entre las piedras e iluminar la marca
sagrada.
Una gran nube de polvo pareció
levantarse en el horizonte y correr hacia las cuevas en forma de flor que
absorbía la bruma, los charcos y los árboles a su paso. Todos se refugiaban en
sus respectivas cuevas, cerrando las puertas con parapetos de pieles y cañas
que ataban con lianas a piedras cercanas. Llovió sin descanso, parecía que
ninguno de los dioses quería nada de aquella maldita tierra sino sembrar el
miedo y la muerte.
La mañana se había levantado algo
más ligera y luminosa como nadie recordaba desde hacía lunas. Rayos del sol
naciente, como dagas, se colaban entre las nubes y la bruma. Todo parecía
indicar que la gran ceremonia se celebraría sin tardanza y que en ella una gran
fuerza llenaría al clan de energía y esperanza. Mientras la tribu al completo
bajaba hacia el tetralito siguiendo
despacio los andares de la mujer chaman y los de sus aprendices. La luz del día
ganaba en intensidad y todo se preparaba para la gran ceremonia.
El sol ya vestía en lo alto, pero
la luna lucía suave, temblorosa, rojiza no lejos en el firmamento. Se diría que
ambos habían caído en un encantamiento mutuo, aunque el más fuerte eliminaba
poco a poco a la reina de la noche. A lo lejos las aves de la tarde parecía que
también acudirían al gran rito, ya que volaban acercándose. Los lobos que día
tras día se aproximaban a comer carne dura y jugar con los niños, parecía que
se aprestaban a algo extraordinario. Una película invisible se apostaba entre
el sol y el clan, haciendo que la temperatura se dejara engañar por los fríos
de lunas atrás. La mujer chamán levantó los brazos y gimió un canto
incomprensible que hizo temblar a muchos de los que allí estaban. Era como si
la luna ahora metiera en sus entrañas al sol, haciendo caer la tarde a toda
prisa. Un grito potente desgarró el silencio de nuevo, fuerte, hacia el cielo,
mientras una corona de fuego aparecía rodeando a la luminaria de la noche. Los
guerreros clavaban en sus muslos los palos de caza. El resto gemía, se clavaba
las uñas y ofrecía su sangre al cielo.
Todo era quietud instantánea,
recogimiento, nada se movía en el cielo ni en la tierra; solo algunas aves de
la noche abrieron sus ojos y se aprestaron a la caza. Esbozos de aullidos se
oyeron a lo lejos. La oscuridad se hizo total. Un nuevo grito de la mujer
chamán y todo se volvió milagro, borrando despacio la oscuridad y la zozobra, mientras
que las crías de búfalo acercándose a sus madres, y ya sin miedo a la noche
inoportuna, mamaban con fuerza. Las aves levantaban de nuevo su vuelo hacia el
horizonte hacia donde el agua sabía a sal.
Desde lo lejos un haz de luz se
abría camino y cruzaba entre dos enormes piedras verticales que miraban a
levante y avanzaba hacia otras algo más pequeñas y más juntas en poniente para
besar acariciando la marca sagrada.
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