jueves, 30 de marzo de 2017

Vida dando magia a la vida (VI)

 La marca sagrada

El frío era inusual desde hacía ya algunas estaciones. El cielo descargaba sin descanso desde la última estación unos copos que vestían con una espesa capa blanca las proximidades de la cueva, como si unos árboles que habitaban junto a la ribera se adelantaran algunas lunas llenándolo de millones de semillas voladoras. Centenares de estaciones separaban aquella escena del terrible terremoto, que junto con el ataque de los neandertales y la explosión de agua casi exterminó a la tribu.
De aquella gruta exterior prácticamente no quedaba más que el recuerdo y una gran piedra manchada de negro, similar a la que se encontraba en la gran cueva de ceremonias, donde se celebraba el fin del día más corto del año. La tribu se había desplazado hacia el sur, buscando tierras más cálidas y generosas, no lejos de donde generaciones atrás, magos y druidas se reunían en las noches llenas de estrellas y de intensos encuentros. Un conjunto de cuevas, escondidas de los senderos, permitía a casi 60 personas alojarse con comodidad, esperando la visita de la gran luminaria del día que les calentaba y alumbraba y, cómo no, a la de la noche que les hacía soñar y esperar momentos irrepetibles. Se diría que la tribu había ganado en diversidad, ya que las mujeres, al igual que los hombres, respondían a estereotipos diversos como si en un desenfreno del solsticio de la estación calurosa, semillas del cielo hubieran sembrado al clan con homúnculos que recordaban a los neandertales ya desaparecidos y a los tatarabuelos de las tatarabuelas de Joks y Gam. Algunos chicos que corrían junto a las charcas tenían narices anchas y frentes poderosas, otros eran más ágiles, aunque sus brazos y piernas estaban más poblados de pelos que los que jugaban afuera con los tirapiedras.
Todo hacía presumir que la gran mayoría se preparaba para la gran fiesta, aunque muchos no sabían qué era lo que se celebraba. Junto al fuego, al fondo de la gran gruta de las ceremonias, reservado de la luz exterior, en grandes pellejos que mujeres habilidosas habían cosido y reforzado con pequeñas y fuertes raíces, se hacía generoso un líquido rojizo que habían obtenido lunas atrás de una bayas dulces pisando, primero, las mujeres y aprisionando con grandes piedras, después, los guerreros. Aquella ceremonia del líquido mágico que hacía brotar carcajadas, nuevas ideas y pequeños duendes que tras volar a la magia los hacía dormir, la habían instaurado Gam y Jocks muchas generaciones atrás, más de las que se podían contar juntando todos los dedos de las manos y los pies. Desafortunadamente, desde hacía tiempo, el líquido que se obtenía al final de la estación calurosa era cada vez más escaso y sin tal líquido la ceremonia no podría celebrarse. Debería ser que los duendes bebían mucho o que los dieses de la ira seguían enfadados.
Los días ya más largos emulaban a las noches y allá a tres tiros de tirapiedras se observaban cuatro enormes piedras alargadas, traídas con gran esfuerzo desde donde sale el fuego del cielo. Entre ellas, un solo día, cada cuatro estaciones, un rayo de luz lograba posarse sobre la marca sagrada, señalando la equidad del día y de la noche y con ello el fin de los fríos y de muchas enfermedades.
Sin embargo, desde hacía varias lunas los días aparecían sin fuerza, nublados y raras veces llegaban los objetos a proyectar sombras sobre el suelo. Desde los clanes vecinos había llegado el rumor que lejos, muy lejos, más allá de donde el mar se hace profundamente azul al amanecer, una enorme explosión había rociado con polvo y cenizas todo el firmamento, de tal forma que incluso los dioses no llegaban a ver desde lo alto a los humanos. Sin embargo, la caza no era esquiva y un ciervo y una cría de búfalo, ya despellejados, se asarían lentamente cuando la magia del rayo de luz indicara que el momento crucial había llegado y que los fríos y lluvias se retirarían por un largo periodo de tiempo.
Una mujer chamán se movía lentamente, sus enormes carnes le impedían hacerlo de forma más rápida. Todos recordaban que de niña era la envidia de muchos de la tribu, pero en las últimas lunas había ganado respeto y envergadura de forma desaforada al igual que su hambre. Sus enormes pechos deberían producir leche capaz de alimentar a cinco pequeños durante ocho estaciones, pensó un muchacho al cruzar brevemente su mirada con la de ella. Dos aprendices la vestían mientras desplegaban al aire movimientos copulatorios que a muchos parecían premonitorios de lo que el sol haría con la estación que hacía florecer a la naturaleza. Pero aquello era tabú y nadie, sino un elegido, podría sembrar su vientre y abrir las grandes fuentes de leche y de vida.
Otras mujeres seleccionaban sobre grandes losas, a la luz de pequeños fuegos, plantas y raíces limpiándolas de insectos y arañas. Mientras, algunos vigías, a la luz de la luna, se apostaban junto a las grandes piedras para evitar que posibles curiosos o enemigos de otros clanes se acercaran en el momento más inoportuno. Faltaban según los más viejos pocas jornadas y nada hacía pensar que la luz de la gran candelaria se abriría camino entre la bruma para pasar entre las piedras e iluminar la marca sagrada.
Una gran nube de polvo pareció levantarse en el horizonte y correr hacia las cuevas en forma de flor que absorbía la bruma, los charcos y los árboles a su paso. Todos se refugiaban en sus respectivas cuevas, cerrando las puertas con parapetos de pieles y cañas que ataban con lianas a piedras cercanas. Llovió sin descanso, parecía que ninguno de los dioses quería nada de aquella maldita tierra sino sembrar el miedo y la muerte.
La mañana se había levantado algo más ligera y luminosa como nadie recordaba desde hacía lunas. Rayos del sol naciente, como dagas, se colaban entre las nubes y la bruma. Todo parecía indicar que la gran ceremonia se celebraría sin tardanza y que en ella una gran fuerza llenaría al clan de energía y esperanza. Mientras la tribu al completo bajaba hacia el tetralito siguiendo despacio los andares de la mujer chaman y los de sus aprendices. La luz del día ganaba en intensidad y todo se preparaba para la gran ceremonia.
El sol ya vestía en lo alto, pero la luna lucía suave, temblorosa, rojiza no lejos en el firmamento. Se diría que ambos habían caído en un encantamiento mutuo, aunque el más fuerte eliminaba poco a poco a la reina de la noche. A lo lejos las aves de la tarde parecía que también acudirían al gran rito, ya que volaban acercándose. Los lobos que día tras día se aproximaban a comer carne dura y jugar con los niños, parecía que se aprestaban a algo extraordinario. Una película invisible se apostaba entre el sol y el clan, haciendo que la temperatura se dejara engañar por los fríos de lunas atrás. La mujer chamán levantó los brazos y gimió un canto incomprensible que hizo temblar a muchos de los que allí estaban. Era como si la luna ahora metiera en sus entrañas al sol, haciendo caer la tarde a toda prisa. Un grito potente desgarró el silencio de nuevo, fuerte, hacia el cielo, mientras una corona de fuego aparecía rodeando a la luminaria de la noche. Los guerreros clavaban en sus muslos los palos de caza. El resto gemía, se clavaba las uñas y ofrecía su sangre al cielo.
Todo era quietud instantánea, recogimiento, nada se movía en el cielo ni en la tierra; solo algunas aves de la noche abrieron sus ojos y se aprestaron a la caza. Esbozos de aullidos se oyeron a lo lejos. La oscuridad se hizo total. Un nuevo grito de la mujer chamán y todo se volvió milagro, borrando despacio la oscuridad y la zozobra, mientras que las crías de búfalo acercándose a sus madres, y ya sin miedo a la noche inoportuna, mamaban con fuerza. Las aves levantaban de nuevo su vuelo hacia el horizonte hacia donde el agua sabía a sal.
Desde lo lejos un haz de luz se abría camino y cruzaba entre dos enormes piedras verticales que miraban a levante y avanzaba hacia otras algo más pequeñas y más juntas en poniente para besar acariciando la marca sagrada.


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