Hoy he volado más allá de las colinas de poniente. Se diría
que el viento me empujó suave pero firme hasta donde nunca antes había llegado.
Abajo, divisaba algunos caminos de tierra que partían de chozas donde ladraban
algunos perros. Siempre me asombró la capacidad de los perros de adivinar
cosas, de reaccionar frente a situaciones que no son perceptibles para los
humanos y aun siquiera para nosotros. La lluvia fue en algunos momentos testigo
de aquel viaje que dejará marcas imperecederas en mi cerebro.
La mañana había levantado
temprano, fría, filtrando las últimas sombras de la noche en una lucha feroz con
su propia existencia. El gran grupo despertaba tranquilo, sin prisas, un tanto
amedrentado por la escarcha que empezaba a fulgurar con las primeras luces de
la mañana.
El “Jefe”, el más sabio, el de
las cien aventuras y mil viajes miraba a lo lejos y desplegaba su cuerpo con
movimientos y contracciones inverosímiles que permitían a las plumas timoneras
catar la dirección y la fuerza de la brisa que también amanecía. No lejos,
otros compañeros, algunos aún muy bisoños, miraban atentos y remedaban casi de
forma caricaturesca aquel ritual deslumbrante. Fue algo mágico, la gran bola de
fuego se adivinó en el horizonte mostrando el borde rojizo potente que incendió
su cabeza. Al momento y casi sin esfuerzo se encontraba parado a 100 metros del
suelo, disfrutando en contra del viento con su buen hacer y enseñando sus
poderes.
La mañana traía hasta nosotros
olores frescos de jara y marisma, desde la laguna de los patos, donde el viento
siempre sopla, perfumaba las madrigueras de los más dormilones, de los que
nunca vuelan.
Había estirado diez veces cada
extremidad y movido con celeridad mis articulaciones quizás más de cien. Todo
hacía presagiar que el arranque era inminente. Delante los más versados, junto
a ellos los veteranos, cerrando el cortejo otros vigilantes que custodiarían a
los que como yo, colocados en las dos grandes ramas de la gran V nos estrenábamos
en aquella nueva experiencia. El sol se desprendió del horizonte como una gran
burbuja roja que inundaba nuestras alas y les daba un color e irisaciones
inusitadas. Recordé brevemente el vuelo de quince metros del primer día; los
esfuerzos angustiosos e infructuosos de mantenerme en el aire flotando y de no
caer rompiéndome un ala al intentar parar el golpe, de las caídas menores los
días que siguieron en mi aprendizaje. Hoy la prueba sería muy dura: navegar con
el viento y contra él, en lo más alto, donde el cielo se hace todo azul.
La explosión del momento inició
la danza de las alas en un desenfreno extravagante. Ya volábamos que digo 100,
500 desenfrenando novedades. Dolían las extremidades y hasta la última pluma.
Llovía delicado y refulgente en poniente hacía donde íbamos. Allá abajo
levantaba también la naturaleza en un canto rápido.
Volábamos vigilantes, la tierra
lejana, casi enana, cuando fuimos absorbidos por una gran nube que se movía a
velocidad vertiginosa. El estruendo fue inmenso. Había aparecido rugiendo,
inesperado y se había tragado a un compañero como a unos 50 metros de donde yo
estaba, salpicándome tozos de su alma y manchándome de rojo amanecer. La gran
turbina decapitó a otros dos. Uno de nosotros perdió una de las alas y en
torbellino fue aspirado por un embudo gigantesco. Los más aterrados dejaban de
mover sus extremidades y caían vertiginosos hacia el abismo que se abría bajo ellos.
Pasadas las colinas de poniente, desde
donde también sopla el viento con gran fuerza, aterrizamos bruscamente,
aterrados, llorando en un espanto sin fin. Nadie hablaba, nadie miraba, nadie
respiraba. La niebla invadía todo haciendo el momento aún más irreal. Todos
revisábamos nuestros cuerpos, nuestras alas, evaluando pérdidas y heridas. ¡Y
había que volar de nuevo! ¡A casa!
La tarde avanzaba profunda cuando
ya regresábamos desde poniente, cansinos, dolidos, con la lluvia cortante
azotando nuestras caras. Se ponía el sol,
entre las nubes poderosas que en lo ensombrecían, cuando aterrizamos sobre la
arboleda. Me aflojé el hábito y separé las alas. ¡Esto de ser aprendiz de ángel
-me dije- prometía ser muy duro, realmente muy duro!
Nota de autor:
Siempre he creído en los ángeles custodios. Niños salvados in extremis, liberados de las
situaciones más inverosímiles, en el último suspiro. Vida tras vida, niño tras
niño, pero a veces los renglones se tuercen y llega la tragedia. Momentos
desesperados e inesperados donde nada puede hacerse. Ellos también aprenden y
yo creo que empiezan como hombres, como mujeres, en ejércitos numerosos,
volando hasta llenar de experiencia sus momentos difíciles e incluso morir físicamente
en el intento, antes de hacerse verdaderamente ángeles.
Realmente agotador el trabajo de un ángel custodio, con tanto descerebrado por ahí que ni se cuida ni tiene cuidado con los demás.
ResponderEliminarGenial relato, Paco, me ha impactado el final que no esperaba. Creí que tu protagonista era un ave del parque de Doñana.
Enhorabuena.
Besos.
Me he escapado tres veces de morir y debo de tener a los pobres ángeles de la guarda tocando el arpa para ver si me tranquilizo. Probablemente estaba escrito que debía dirigir tu tesis y escribir en el blog.
EliminarDoñana es un buen sitio para pájaros y para aprendices, pero hay muchos furtivos que hacen casi insoportable volar en Doñana aunque sea en primavera, una pena.
¡Hola me encanto tu relato! te sigo desde mis blogs AventuraEnLibros: http://aventuraenlibros1797.blogspot.mx/ y Cinefilo, una forma de vida♥
ResponderEliminarhttp://cinefilounaformadevida1897.blogspot.mx/
Gracias, Diana. Intentaré pasarme por tus blogs.
EliminarUn saludo.