Una visita aérea
inesperada
Miró hacia el cielo y adivinó una estela solitaria. Ya hacía
tiempo que nadie se adentraba por aquellos parajes tan distantes. Fuera en su
cabaña un pequeño acumulador recogía la energía que el sol había generado al
incidir en una vieja placa solar que años atrás había trasladado, no sin
penurias, en un carro tirado por dos mulas desde un núcleo de población
distante más de 200 km. Aquel viaje estuvo lleno de sinsabores, pero también de
aventuras, cuyo recuerdo dibujó en su cara una sonrisa casi imperceptible,
mientras brillaban ligeramente sus ojos.
Dentro, en la casa, se escuchaba
el Triple Concierto. Escalas maravillosas, romanticismo a raudales salpicado de
escorzos orquestales que invitaban a sentarse y a escuchar, dejando fugar la
imaginación a cotas impensables: Allá corría el río mezclándose con noches
ocultas, ahora un reloj de cuco despertaba la mirada atónita de una niña, una
pareja corría desnuda a esconder sus besos tras las dunas, ahora una cierva
amamantaba a su cría en un campo florecido de amapolas no lejos de vaguadas y
encinares. Se diría que era el discurso de un viejo profesor lleno de encanto y
filosofía, salpicado de preguntas ancestrales de alumnos de todos los tiempos.
Se sentó y nuevamente miró hacia
lo alto. La estela del avión se abría en un chorro intermitente que asaeteaba en
el horizonte a una nube solitaria. Pero ¿qué hacía allí, tan cerca y tan lejos?
Lo tenía casi todo. Una pequeña huerta y su destreza le permitía asegurar un
volumen de capturas suficientes en un arcón congelador que había conseguido
hacía varios lustros. También una vez cada seis meses se desplazaba a la que
otros llamaban civilización a la búsqueda de herramientas, munición, anzuelos y
otros enseres que hacían más fácil su existencia. Además, recibía puntualmente
noticias grabadas de su hijo Miguel, que le llegaban de forma automática al
pulsar un botón rojo escondido tras los botes de la cocina. Sin embargo, ya
hacía tiempo que no hablaba con él y para colmo su compadre Andrés no daba
señales de vida, habiendo roto la costumbre de años atrás de verse una vez en
cada estación.
El invierno había sido largo, con
nevadas copiosas y frecuentes que aseguraban que pronto un verdor rabioso visitaría
a los campos y bosques próximos. Muchas florecillas apuntaban chivando al
observador en qué mes del año se encontraban. A los matices de los oboes
golpeados por el martilleo del piano se oían llamadas lejanas de pájaros
imposibles, chasquidos de los árboles liberándose de viejos trozos de corteza,
aderezados por olores a naturaleza plena de colores y vida.
La retina le había enseñado a
sobrevivir solo en la lejanía. Desde hacía años nada hostil lograba enturbiar
esta soledad y aunque algunas alimañas se aproximaban peligrosamente, él sabía
cómo mantenerlas alejadas. Excepto Andrés y Miguel, nadie rompía la monotonía
de aquel su rincón día a día. ¿Por qué estoy aquí? – se preguntó-. Los humanos
son seres socialmente dependientes y yo parezco cada día menos un ser humano
-pensó. La música era su salvación. Pero ¿cuánto tiempo sería capaz de
continuar así?-se preguntó. Ya debía tener setenta o casi algunos más. Recordó
cómo meses atrás había mantenido con Andrés una discusión amigable sobre el
amor y la vida tras ingerir unos cuantos vasos de vino. Su compadre también
tenía descendencia y había encontrado a una compañera que le permitía vivir las
mañanas y las noches en una soledad compartida y él no tenía por qué no
hacerlo.
Un ruido lejano intenso,
inexorable, le sacó de sus pensamientos. Beethoven ya no sonaba en sus oídos.
Cogió su zamarra, la escopeta, un montón de munición, una lámpara, un mechero y
algo de comida, vendas y alguna medicina y se dirigió hacía el cobertizo. Allí,
estaban sus mejores perros y un buen trineo, pero ya había menos hielo y la
probabilidad de caer en una grieta era elevada. Dos veces había escapado de
morir congelado al romperse el hielo, pero aquello eran historias de hacía veinte años, cuando en sus brazos había
fortaleza y en su cabeza arrojo. Optó por su caballo. En las regiones de nieve
o hielo le ataría unas fundas en las patas y evitaría el riesgo extremo. Varias
explosiones habían seguido al ruido, y una humareda a unos cien kilómetros
señalaba el lugar del suceso. Tardaría al menos cinco horas, pero no podía
sentirse ajeno a echar una mano o en todo caso a rezar cuando nada pudiera
hacer. Si aquello era lo que imaginaba, el olor de la sangre atraería a los
osos, lobos y otros depredadores, por lo que debía estar alerta y no arriesgar
en exceso. En su cabeza se apiñaban recursos, situaciones, soluciones de
antaño. Todo debía esperar.
Una sensación amarga corría ahora
por sus venas y salpicaba su mente con las notas más dolientes del triple
concierto. Se imaginaba en la soledad del hielo, descalzo, con los pies
agrietados, sangrantes, pero corriendo hacia el abismo de lo desconocido y en
la zozobra del no llegar. Otra explosión lejana le sacó de sus ensueños e hizo
que espoleara a su caballo que sudaba más que otras veces. En cuanto llegara lo
dejaría descansar y limpiaría su esfuerzo. La tarde ya había descendido al
disco solar unos pocos grados y no le quedarían más de tres o cuatro horas de
margen para atender, socorrer o enterrar y rezar y luego buscar o construir un
refugio antes de que la Luna los acompañara en aquella noche que prometía ser
larga.
Un encuentro dantesco
y un final inesperado
El terror llenó sus sentidos. Olía a quemado, el fuego había
asolado armarios, butacas, ropa haciendo rescoldos bajo las columnas de humo.
Restos del avión se esparcían por doquier en medio kilómetro a la redonda. Recordó
con escalofrío la estela solitaria en el cielo, mientras soñando escuchaba a
Beethoven. Muchos restos se encontraban parcialmente hundidos como consecuencia
del impacto y por efecto del calor sobre la nieve. Tenía que actuar rápido,
buscar primero restos de vida entre los amasijos del avión, auxiliar luego a
los heridos, si es que había alguno, y más tarde localizar los cuerpos y
enterrarlos. ¡Los osos y los lobos no tardarían! ¡Nadie vendría en su ayuda en
muchas horas! ¡Solo se pondrían en movimiento cuando saltaran las alarmas de
las ausencias!
Los restos del aparato señalaban
claramente que el avión no era grande, que parecía un aparato particular, del
que únicamente en la torre de control del aeródromo del que había despegado
tendría noticias. Él había escuchado que a veces, durante los vuelos, de las
compañías privadas, se interrumpía la comunicación ente el avión y la base para
evitar el ataque y la piratería.
Se acercó y encontró dos cuerpos
mutilados. Uno de ellos, al intentar alejarse del avión antes de que estallara,
había dejado un reguero de terror, esparciendo salpicones de sangre por
doquier. Al otro le faltaba la cabeza que machacada se encontraba hundida a
unos 10 metros más allá entre la nieve. Una bocanada de ácido llenó su boca y
vomitó sobre ellos. El caballo relinchó intranquilo.
En el interior del cuerpo del
avión el caos era aún mayor. Restos calcinados de butacas y una mesa delataban
que se trataba de un avión privado. ¡Dios sabrá que provocó el desastre! –se
dijo.
En la cara de una mujer, que
yacía en el suelo, entre las ruinas calcinadas de los asientos, se había
inmortalizado el momento del espanto pretérito. Se acercó a ella y su rostro no
le dejó indiferente. Sondeó en sus recuerdos y creyó adivinar una mujer
querida, pero el espanto acortó la respuesta de su pasado. Más allá otro cuerpo
se encontraba boca abajo y su mano izquierda aún sangraba por la pérdida de dos
dedos. Su cara denotaba mezcla de horror, dolor, schock y cercanía de la muerte
por debilitamiento e hipotermia. Una de sus orejas colgaba en el vacío separada
casi en su totalidad del resto de la cara. Lo miró fijamente, se tapó la cara y
dio un grito de dolor. El azar juega fuerte, pero aquello le pareció excesivo.
Le aplicó rápidamente un hemostático y aplicó un pequeño torniquete, y una
venda sobre los muñones de los dedos, sujetando de forma improvisada la oreja
al lugar del que había sido seccionada. Lo tapó con una manta y siguió
buscando. Más allá otro cuerpo de mujer y más silencio hicieron que dos
lágrimas arrancaran de sus ojos. ¡Cuánto dolor! ¡Cuánto espanto!
La noche estaba cerca. Localizó
en su caballo una pala y empezó a escarbar rápido, para hacer un pequeño
escondrijo, donde pasar la noche y escapar a la congelación segura. No tenía
tiempo para hacer algo similar a un iglú, pero aquello serviría. Buscó en los
alrededores. Los restos de un ala fortalecerían el techo del habitáculo
impidiendo que la nieve se desplomara sobre los cuerpos. Un agujero de dos
metros de largo por uno de ancho y otro de profundo sería suficiente para él y
el hombre que aún vivía. Mañana haría el resto del trabajo. La noche prometía
ser fría y morir de hipotermia era un hecho seguro si no actuaba con destreza.
Haría una hoguera con los restos de telas y objetos no carbonizados que
encontrara para mantener a su caballo lo más caliente posible en un redil
improvisado, junto a su escondrijo. Trabajó rápido y duro. El cobertizo, si así
podía llamarse, era suficiente para los dos y su caballo viviría, si acertaba a
ser vigilante frente a los amos del frío, de la nieve y de la noche.
Las horas pasaron lentas y
dolientes. No había pegado ojo y el cansancio era extremo. Su caballo tiritaba
cuando las primeras luces del amanecer alertaron en la distancia el perfil de
un gran oso que se acercaba. Los osos, a veces, eran imprevisibles. El olor de
la sangre y los restos de los muertos harían que se decidiera fácilmente por
ellos, pero el caballo, él o el hombre en schock, dentro del agujero, tampoco
parecían presas difíciles –se dijo-.
Buscó su rifle, munición y
preparó el momento. Ensilló bien a su caballo y despacio se dirigió al
encuentro. Como a cincuenta pasos el oso erguido enseñaba sus poderes, rugiendo
feroz y asustando a cualquier ser vivo que se moviera en cien metros a la
redonda. Un movimiento rápido del caballo erró su disparo, hiriendo al oso y
convirtiéndolo en su mayor enemigo. Disparó de nuevo y el tiro vació un ojo de
la bestia que embistió tuerto contra jinete y montura, cayendo abatido a menos
de dos metros de ambos.
Multitud de decisiones se
agolparon en su mente. La piel del oso serviría de abrigo espléndido frente el frío,
pero su caballo y él estaban exhaustos. El hambre arreciaba y la muerte
también. Se acercó deprisa al agujero y con los restos del ala y de unas
pértigas de metal que encontró en lo que debió ser la bodega del avión
construyó una especie de parihuelas. Sujetó fuertemente el remolque al caballo,
accedió a dar algo de paja a su caballo y mojó con agua los labios y boca del
moribundo. Un poco de pan entreabrió sus fuerzas. El camino a casa era largo,
pero la muerte llamaba con golpes secos a la puerta de su existencia. Junto al
moribundo colocó el cuerpo de aquella mujer que momentos atrás le abriera los
escondrijos de su memoria. La música inútil empezó a sonar en sus oídos.
Recordó los últimos acordes que escuchara al observar la estela del avión en el
cielo y se puso en marcha hacia la salvación.
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Ya estaba en casa, había logrado escapar aunque no recordaba
cómo. En su mano izquierda solo quedaban tres dedos, en la derecha dos. A su
regreso, en la población en la que adquiría enseres y algunos víveres, le
habían salvado la vida. Al ver su estado de congelación y conscientes del
riesgo de gangrena, un médico, o alguien que así se hacía llamar, tuvo que
cortárselos.
Intentó recordar. Sonaba ahora Vivaldi
entremezclado con algunos de sus recuerdos más dolorosos. El viento levantaba
acordes y él memorizaba los torbellinos de nieve y de hielo que herían su cara
y el cuerpo de su caballo haciendo el retorno imposible. Ciego condujo a todos
hacia una grieta que sin saber cómo no segó su vida, pero sí lo que quedaba de la
de su amigo y la de su caballo. Las pértigas de la parihuela habían quedado
atravesadas en la boca de la grieta, permitiendo que en su caída se agarrara a
ellas, evitando precipitarse hasta el abismo, mientras oía cómo el resto de la
comitiva se desplomaba hasta el mismísimo infierno.
Lloraba en aquel momento, recordando
a su caballo y a aquellos a los que intentó salvar o darles un entierro digno.
Permaneció en silencio más de una hora. Su silencio era explicable, muchas
palabras golpeaban ahora su existencia y con ellas desenterraba de nuevo mucho
de lo que su moribundo amigo le confesó, en su delirio, aquella noche entre
dientes, entre lágrimas, entre ayes y entre perdones. Recordó la visita de una
sombra que le gritó muchas veces ¡Adelante viajero! ¡Adelante compañero!
¡Adelante amado mío! ¡Te mueves hacia el lugar del descanso, al sitio donde
triunfan los solitarios, los que han luchado y se lo merecen!
Hoy estaba de nuevo en su hogar,
en mitad de las grandes llanuras de su existencia, frente montañas que ya no
eran tanto, donde algunos trinos anunciaban la primavera. ¡Vendrán noches y
penurias, pero ya no me extrañará su llamada! -se dijo-.
La vida había permitido que pudiera contarlo y que se sintiera
más cerca.
Nota de autor: Escribí
la primera parte de esta historia viajando, al fondo en la radio sonaba el
Triple concierto por allá, en el mes de junio. No sé qué me llevó a esta
historia heladora y de soledad. Luego he terminado su segunda parte y colofón,
a duras penas, no sin dificultades, recordando que las segundas partes nunca
fueron buenas y menos en septiembre cuando apunta la naturaleza en amarillo. Un
trozo fue oyendo a Camarón camino de Pedraza y el otro -desde el encuentro con el oso-, al levantarme recordando un concierto de
música polifónica y barroca que por casualidad presencié en Pedraza.
24 de Septiembre 2017
Escribes maravillosamente bien demostrando tu habilidad con las letras te felicito Ha sido un placer encontrarte
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