Sonaba y sonaba la misma melodía una y otra vez, durante
todo el día, durante toda la noche. No importaba si hacía luminoso o nevaba, si
era noche cerrada sin estrellas o con amplia luna. Una y otra vez.
Había llamado a su puerta dos
veces en los últimos meses, pero nada ni nadie contestaba, solo la música
enlatada una vez después de otra y otra. No lo pudo soportar se acercó otra vez
a la casa y golpeó la puerta con algo que incitaba a ello -un llamador con
forma de mano que agarraba con fuerza una bola metálica-.
Se hizo silencio, pero después de
un corto rato, la misma música irrumpió de nuevo y nadie se acercó a abrir la
puerta. Ahora ya nada lo detendría. Agarró con fuerza el llamador y golpeó duro,
diez veces. Los perros en la lejanía empezaron a ladrar, dos vecinas de casas
no muy lejanas se asomaron a las ventanas para ver qué era lo que producía aquel
estrépito. Silencio de nuevo, algo más profundo.
¿Sí? – gritó
¿Sí? ¿Hay alguien? – volvió a
gritar.
El silencio contestó con más
silencio. Al rato los mismos sones, una y muchas veces más. Mil misterios,
imágenes, secretos salían por las ventanas cerradas junto a la misma melodía,
una y otra y otra vez. Se dirigió calle arriba, la música se alejaba monótona.
Abrió la puerta de una casa y
saludó con timidez ¿Sí, por favor? ¿Pueden informarme? Vivo en este pueblo
desde hace dos años y calle abajo en una casa que parece deshabitada se oye,
siempre, siempre la misma música una y otra vez ¿Sabe si vive alguien ahí?
–carraspeó nervioso.
Una voz que pareció salir del
fondo de un espejo le contestó casi en silencio. ¡Perdóneme señor, yo llevo
diez años en este pueblo y nunca he visto entrar o salir a nadie de esa casa!
¡Tampoco he oído nunca nada que pareciera salir desde dentro de sus muros!
Tras un lo siento, no puedo
ayudarle, se dirigió de nuevo hacia aquella casa misteriosa. La situación venía
avisando desde hacía meses – pensó. Ahora ya lo tenía claro, entraría en la
mansión aunque fuera por la fuerza y apagaría aquel maldito aparato aunque
fuera a martillazos y descubriría todo aquel misterio – se dijo.
Buscó en el jardín y encontró una
palanqueta de hierro larga y potente con la que desmontaría la puerta de
entrada, aquella que había golpeado momentos antes. Con fuerza atacó los bornes
que saltaron, desplomándose el portón con gran estrépito. Subió la escalera
corriendo en dirección hacia donde venía la música y golpeó la caja con la
barra hasta destrozarla.
Dentro, las vendas de la mortaja
se enredaban con unos huesos, dejando entrever una foto de su mujer, junto con
los restos de una vieja cinta y un magnetófono humeante que le regaló el día de
su boda.
Nota de autor: Hay
historias que no necesitan ninguna presentación, ya que cada uno llevamos
nuestra boda y nuestra mortaja dentro.
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