martes, 9 de enero de 2018

Casorio y mortaja del cielo bajan


Sonaba y sonaba la misma melodía una y otra vez, durante todo el día, durante toda la noche. No importaba si hacía luminoso o nevaba, si era noche cerrada sin estrellas o con amplia luna. Una y otra vez.
Había llamado a su puerta dos veces en los últimos meses, pero nada ni nadie contestaba, solo la música enlatada una vez después de otra y otra. No lo pudo soportar se acercó otra vez a la casa y golpeó la puerta con algo que incitaba a ello -un llamador con forma de mano que agarraba con fuerza una bola metálica-.
Se hizo silencio, pero después de un corto rato, la misma música irrumpió de nuevo y nadie se acercó a abrir la puerta. Ahora ya nada lo detendría. Agarró con fuerza el llamador y golpeó duro, diez veces. Los perros en la lejanía empezaron a ladrar, dos vecinas de casas no muy lejanas se asomaron a las ventanas para ver qué era lo que producía aquel estrépito. Silencio de nuevo, algo más profundo.
¿Sí? – gritó
¿Sí? ¿Hay alguien? – volvió a gritar.
El silencio contestó con más silencio. Al rato los mismos sones, una y muchas veces más. Mil misterios, imágenes, secretos salían por las ventanas cerradas junto a la misma melodía, una y otra y otra vez. Se dirigió calle arriba, la música se alejaba monótona.
Abrió la puerta de una casa y saludó con timidez ¿Sí, por favor? ¿Pueden informarme? Vivo en este pueblo desde hace dos años y calle abajo en una casa que parece deshabitada se oye, siempre, siempre la misma música una y otra vez ¿Sabe si vive alguien ahí? –carraspeó nervioso.
Una voz que pareció salir del fondo de un espejo le contestó casi en silencio. ¡Perdóneme señor, yo llevo diez años en este pueblo y nunca he visto entrar o salir a nadie de esa casa! ¡Tampoco he oído nunca nada que pareciera salir desde dentro de sus muros!
Tras un lo siento, no puedo ayudarle, se dirigió de nuevo hacia aquella casa misteriosa. La situación venía avisando desde hacía meses – pensó. Ahora ya lo tenía claro, entraría en la mansión aunque fuera por la fuerza y apagaría aquel maldito aparato aunque fuera a martillazos y descubriría todo aquel misterio – se dijo.
Buscó en el jardín y encontró una palanqueta de hierro larga y potente con la que desmontaría la puerta de entrada, aquella que había golpeado momentos antes. Con fuerza atacó los bornes que saltaron, desplomándose el portón con gran estrépito. Subió la escalera corriendo en dirección hacia donde venía la música y golpeó la caja con la barra hasta destrozarla.
Dentro, las vendas de la mortaja se enredaban con unos huesos, dejando entrever una foto de su mujer, junto con los restos de una vieja cinta y un magnetófono humeante que le regaló el día de su boda.

Nota de autor: Hay historias que no necesitan ninguna presentación, ya que cada uno llevamos nuestra boda y nuestra mortaja dentro.

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