Camino de Madrid oigo en la radio que un día como hoy, hace 261 años, día de Todos los Santos, un gran tsunami, un maremoto, originado a la par del terremoto de Lisboa azotó las costas de Huelva y de Cádiz y se llevó en estas provincias algunos millares de almas. En algunas iglesias de estas dos capitales han sonado hoy tristes, despacio las campanas, recordando aquel día y anunciando que la historia es cíclica, que otras olas enormes volverán y será de nuevo el llorar y el crujir de dientes. Sabía que este gran terremoto causó más de 70000 muertes y tuvo una magnitud de 8,7, situándose entre los más demoledores de la historia. Barrió literalmente la costa onubense cambiando todo el cantil y se hizo sentir tierra adentro en algunas regiones españolas.
Miro al horizonte y se me llenan los
ojos de olivares prontos a la cosecha, con un verde casi esmeralda que susurra
un día entreverado de nubes. Se diría que el mar está llegando más allá de
Moguer y Gibraleón, dando un toque de azul a los campos, casi a todo el
Andévalo onubense.
Otras campanas, las más lejanas
al puerto, informan de que ya todo pasó, de que ya no hay más peligro, que la
tierra ha envejecido y que en su cara hay arrugas derrotadas, pero que ahora
hay que llorar y rezar por los muertos.
A lo lejos suena una campana
despacio, con un tañer insistente. ¿Avisa de barcos hundidos, de marineros
naufragados, de desgracias cercanas a puerto? ¿Vienen piratas? ¿Ya han llegado?
No sé, no está claro, la campana sigue sonando y es su toque algo distinto al
de otras veces, se diría que avisa de algo terrible que se aproxima inexorable.
Desde los cabezos del Conquero se divisa Saltés y más cerca la de En Medio, esa
isla que las venidas del río han ido llenando, y allá a los lejos Punta Umbría,
y quizás también se adivinan las siluetas de las almadrabas lejanas.
Palabras hondas bajo tierra han
avisado hace un rato que a los Santos les duelen los muertos desde Lisboa hasta
más allá de Sevilla. Las gaviotas vuelan tierra adentro y algunas cigüeñas,
junto a las marismas, han levantado su vuelo. ¡Pocas barcas en la mar hoy! Hay
un silencio que penetra doloroso, aún más que hace rato, cuando dos cuevas del
Chorrito, no lejos del Santuario de La Cinta se hundieron aplastando a mujeres
y niños que se aprestaban a comer algunos mendrugos de pan duro. Sus hombres,
sus padres aún no han llegado de la mar. ¡Son tiempos tan difíciles!
Hoy la felicidad no campa por sus
fueros. La Merced ha rajado su fachada en señal de duelo y movimiento; el
Castillo, en lo alto, también sangra y otras muchas casas, junto al puertecillo,
lo único que sostienen son suspiros y tristezas. Pero en la lejanía sigue la
campana doblando con insistencia, alguien en la Torres Almenaras de La Antilla,
La Rábida, Punta Umbría, manda señales luminosas hacia Huelva, hacía los
poblados vecinos, avisando que olas gigantescas avanzan rápidas hacia la costa.
Es inexplicable, no hay viento esta mañana; tampoco en Cádiz ha soplado el
levante estos últimos, nadie habló de galerna en las costas africanas.
Grandes olas chocan contra la
costa destrozando todo desde más allá del Guadiana al Guadalquivir, desde Cabo
de San Vicente hasta Gibraltar, Ayamonte, la Redondela, la tierras de San
Miguel, Punta Umbría, Huelva, San Juan, Sanlúcar son pasto del Gargantúa
oceánico; inexorablemente millones de gotas vuelan hacia lo poco que queda en
pie, barriendo morabitos en Saltés, barcas en la zona segura del puertecillo a
cubierto de la desembocadura, pequeñas ermitas y algunos árboles. Monstruosa,
se ha tragado a una familia que corría, y a otra, y a otra…., la ballena de Jonás
parece insaciable, avanza por callejuelas solitarias, frenado su empuje los
cascotes de algunas casas y los amasijos de adobe de otras muchas.
Ya la espadaña sonora se ha
quebrado, la campana doliente ha silenciado su badajo en un baño de mar profundo.
No basta Huelva la pescadora, el río, los ríos son canales fáciles para las
olas gigantes que invaden territorios de otros tiempos recordando siglos atrás
cuando tierra y mar hicieron de las suyas inundando tierra primitivas,
arrancando árboles y aplastando poblados.
La desolación es total, el
apocalipsis también, el agua ya no engulle, ya no mata como hace un momento
arrastrando arados que cortaron brazos y a carruajes que aplastaron contra los
escombros a niños, a sus familias y a su ganado. La vida ha sido vida hasta el
final, hasta donde ha querido el espanto. Nada duele más que el silencio total.
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