Miró el reloj. Le sonreía. No se pudo aguantar y adelantó su
minutero treinta minutos. No estaba el horno para bollos y menos anunciando
lunes y posiblemente con agua. Miró de nuevo, no cabía duda que las sonrisas
nunca son por azar y menos a las diez y diez de la noche, tal como mostraba. Nadie en la calle.
Silencio y frío, con el invierno ya en la puerta del olvido de aquel año infame
que no dejaba de tocar campanadas de tristeza y de escupir sopladuras de poemas
inconclusos.
Había avanzado la manecillas un
buen trecho en lo virtual, casi rondaban las once. Antes de que nuevas
campanadas rompieran el silencio y dieran más tono a su soledad paró el péndulo
imaginario de aquel reloj tirando de su corona y apagó el tic-tac inaudible de un
instrumento perfecto.
Lo miró fijamente y el tiempo
llamó a la puerta del tiempo. El tic-tac, ya imaginario, le pareció que de
lejos alguien recitaba la tabla del siete. Siete por uno…., siete por dos,
…siete por seis…, pero ¿Cuánto eran siete por seis? Rebuscó en sus recuerdos, Nada
cantaba mejor que la noche en boca y ansias de dos amantes.
Habían pasado varios meses desde aquella noche. Siempre antes de dormir lo miraba detenidamente, pero no había respuestas. No sé si alguien entendería aquello, ni siquiera los duendes del silencio, ni la propia Luna que había sido testigo. Indudablemente el martillazo de aquella noche había sido certero y brutal. Aquel demonio del tiempo ya no volvería a sonreír aunque para los amantes fueran las diez y diez.
Nota de autor. Dejo a tu antojo la interpretación. Para mí
ya la tiene y es que el horno no estaba para desamores aunque el reloj sonriera a las diez y diez.
Domingo 4 de marzo de 2018. Volviendo a Madrid
No hay comentarios:
Publicar un comentario