domingo, 29 de enero de 2017

La bruma, la casa y el río

     No sé por qué quería escribir una historia de terror. Así que un día, después de ciertos momentos que se me antojan de terror, me dio la ventolera y zás. No cabe duda que te puede recordar a una película o algo que viste hace años, pero no he querido hacer una mala copia, aunque quizás me haya salido. Pero luego, releyendo, sentí que el final me había quedado bastante triste y creo que los tiempos no están para tristezas, así que días después me inventé un epílogo. Si crees que el fin de la historia termina antes del epílogo, me parece bien, además de para mí escribo para ti, si quieres seguir la historia me parecerá estupendo pues como yo crees que siempre puede una historia tener dos finales.

               
La bruma permanecía desde hacía horas, junto al río. Se diría que las ramas de los árboles remedaban viejos espantapájaros a los que les habían crecido los dedos y sus uñas. Llevaba un buen rato disfrutando de aquel paisaje velado, cuando algo diminuto se movió delante suya, como a dos metros. Las hojas del suelo se apiñaban formando capas apretadas en tonos pardos y marrones que hacían difícil reconocer lo que se movía. Le pareció que las hojas crujían levemente a cada paso que daba aquel ser mágico que pululaba imparablemente rápido. Luego, cuando algo imperceptible le hizo resbalar levemente, lo perdió de vista.
¿Qué había sido? ¿Qué había visto? ¿Era como un gusano articulado, minúsculo, de color marrón? ¿Algo parecido a un dedo con una uña larga a la que se pegaba una gasa? Miró hacia atrás, su sexto sentido le decía que no estaba sólo. Pero allí no había más que bruma y árboles desnudos rodeados en su base de un sinfín de hojas que la brisa, ahora, salpicaba con gotas de rocío sobre una superficie blanquecina que recordaba a la escarcha.
La humedad, cortante como un cuchillo, penetró entre las rendijas de su abrigo e hizo el momento aún si cabe más inquietante. ¿Por qué no habría cogido una bufanda? –se recriminó. Podría haber permanecido más tiempo en aquel bosquecillo entre las hojas, curioseando, buscando, investigando – pensó. Con las manos en los bolsillos, cabizbajo, caminaba lentamente, dando puntapiés a los montones de hojas, para ver si aparecía lo que le había desconcertado hacía sólo un momento.
Después de unos cuantos pasos observó que el humo que escapaba por la chimenea caía como una nube densa sobre el tejado de su casa. Era como si algo lo atrajera o retuviera, como una malla imperceptible que abrazaba aquella masa imaginaria de algodón.
El viento creciente hizo más evidente la sensación de humedad gélida y aceleró el paso. Luego, cuando abra la niebla, saldría y buscaría lo que se le antojaba tan misterioso – pensó. La ventisca arreciaba y ya el aire gélido hacía imposible permanecer por más tiempo junto al río, fuera de casa.
Abrió la puerta y se apresuró a entrar; un aroma a leña ardiendo, a hogar le reconfortó. ¡Hogar, dulce hogar! -recitó en voz alta. A lo lejos una lechuza pareció repetir como un eco aquel “Hogar, dulce hogar”. Las lechuzas solían dormitar de día, pero quizás la bruma impenetrable había ocultado la luz en la profundidad del bosque, prolongando la sensación de oscuridad y de noche –recapacitó.
La sensación de frio volvió a su cuello y se frotó las manos y los brazos con intensidad. Echó dos buenos troncos al fuego y se aprestó a calentar un cazo con agua para preparar un té. ¿Dónde estaría su tetera? Hacía tiempo que la buscaba, pero siempre sucedía algo que impedía encontrarla. Recordó de pronto las buenas charlas alrededor de la mesa camilla junto a sus hijos y su mujer, antes de que aquella enfermedad terminara con casi todos.
Un pequeñajo de casi tres años balbuceó ¡Papá, tengo frío y hambre! Hijo respondió, sí, hace mucha humedad y el frío corta como una navaja, pero he puesto dos buenos trozos de madera que calentarán enseguida la casa. Se acercó a su hijo para abrazarlo, cuando de golpe una ventana de la casa saltó en pedazos. Corrió a buscar un cartón y cinta adhesiva para cerrar aquel hueco por donde penetraba una columna de humo helado. Aquello le pareció muy raro y obra de algún bandido que quería importunar aquellos días de retiro y meditación. Con prestancia tapó el hueco y avivó el fuego. Luego recogió los trozos de cristal y de madera y volvió a pensar en la nube y el ser que se movía entre las hojas, mitad gusano, mitad insecto. Nada conocido coincidía con lo que creía haber visto.
La Navidad se acercaba y casi no había almacenado fruta, aceite, harina, azúcar. Mañana cuando se levante la niebla ensillaré mi caballo y me acercaré al pueblo a comprar viandas y arreglar la ventana -pensó.
Aquella noche no durmió bien, repetidas veces vio moverse a aquellos “dedos” que trepaban por las paredes como gusanos veloces y despertó entre pesadillas mirando al niño que plácidamente descansaba a su lado. Si se daba prisa en 90 minutos estaría de vuelta y el niño aún habitaría en el mundo de los sueños –se dijo.
Se vistió casi a ciegas, iluminado levemente por trazas de luz que se colaban por la ventana de cartón improvisada. Cogió la silla de montar y se dirigió a la cuadra. Allí estaba su caballo, algo aterido pero brillante que relinchó al verle. Lo ensilló, apretó la cincha y puso un serón doble sobre la grupa. Sin más demora espoleó al caballo que de un brinco se adentró en el bosque, cuando ya clareaba.
La espesura se hizo penetrante y la neblina permaneció durante un gran rato sujetada entre los árboles mientras que algunos gusanos parecían pulular frenéticos por el suelo. Arreció la marcha, ya el pueblo no tardaría en aparecer en el horizonte. Inquieto se movió sobre su montura y clavando espuelas se puso al galope. Las patas del caballo levantaban restos de la primera nevada y barro helado. La sensación era extraña, solitaria, irrepetible, terrible.
De pronto el pueblo apareció en la lejanía como entretejido en un paño que reducía su volumen a dos dimensiones. Se acercó un poco más, pero no vio a nadie en las calles. Después de un rato, algo se movió lentamente a lo lejos, parecía un anciano. Sí, era el propietario de la tienda. Con un grito el jinete llamó la atención del anciano, el cual con un aspaviento le indicó que esperara. El anciano se movía lentamente, como si se arrastrara y cuando estuvo cerca musitó algo ininteligible. ¿Necesita ayuda? -preguntó el jinete. ¡Vete, vete! gritó entrecortadamente el anciano, agarrándose la garganta como si se le fuera la vida. Una redecilla parecía apretar su cuerpo y su garganta impidiéndole hablar con claridad.
Se alejó del anciano horrorizado. Lo que veía le parecía una pesadilla inexplicable. Entró en el pueblo y se dirigió hacia la tienda de comestibles. En el interior encontró un infierno alba, algo dantesco, miles de telas de araña rodeaban a muchos de los objetos que allí se encontraban. Buscó fruta, harina, azúcar, aceite y con los guantes desnudó el blanco que envolvía a los paquetes y a la garrafa. Corrió hacia el caballo y colocó las viandas en el serón. No tenía tiempo, tenía que regresar a la casa enseguida, ya arreglaría la ventana en otro momento -pensó. Restos de redecillas permanecían en sus guantes y apuntaban en sus espuelas.
Saltó sobre el caballo y galopó sin descanso hacia su casa. Las espuelas se clavaron un sinfín de veces sobre su montura que sangraba gélida sufriendo un frío penetrante que le impedía ir más rápido.
El jinete interiorizó el miedo y pensó en el niño. Sobreponiéndose creyó que nada podía pasarle, sólo había transcurrido una hora y el niño seguiría durmiendo. Menos mal que no lo había llevado con él. La imagen del anciano y sus estertores se clavarían en su retina y el niño tendría pesadillas terribles durante muchas noches –pensó.
Ya penetraba en el bosque cuando a lo lejos vio moverse algo, como una gran red sutil que tapaba el paso. Tiró de las riendas y el caballo giró veloz a la derecha. Pasó cerca de la casa, pero nada le inquietó en extremo, excepto la nube de la chimenea que parecía penetrar como un hilillo en la casa por una rendija de la ventana.
Intentó entrar por la puerta, pero algo elástico se lo impidió. Giró la llave, pero nada. La única forma era romper el cartón de la ventana y penetrar por ella. Gritó al niño para que se alejara de la ventana, pero nada recibió en respuesta. Se subió al caballo y se coló en la vivienda reptando por el ventanuco. Todo estaba lleno de masas blancas rodeadas de telas como de gasa. Con sus manos enguantadas las destrozaba de forma acalorada, pero nada frenaba su crecimiento.
Llamó al niño y le pareció oír un murmullo debajo de la cama, en la que se encontraba un amasijo de sábanas. Allí estaba el chico con las manos llenas de una pelusilla blanca que a modo de guantes parecía llenarlo todo. Unos dedos entretejían rápido por doquier creando redes inmovilizadoras. Miró sus botas y las encontró ya cubiertas por aquel musgo albino. Con sus manos lo retiró como embrujado, con una ferocidad creciente y tiró un puñado de aquella masa blanca sobre los dedos tejedores. La actividad en la casa era increíble, por un lado el hombre destruyendo, por otro el niño pataleando y manteniendo a raya a aquellos seres increíbles que vestían todo de color nieve.
Tiró del niño hacia sí, pero a pesar de su esfuerzo no consiguió sacarlo de debajo de la cama. Ahora él también parecía estar cada vez más atrapado y de nada valían los cortes rápidos que realizaba con unas tijeras que había encontrado. Le costaba cada vez más mover las manos y observó con horror que ya no quedaba prácticamente sitio debajo de la cama y alrededor del niño. Busco en sus pantalones y encontró una caja. Prendió una cerilla y la casa fulguró como un rayo y rugieron viejos fantasmas produciendo un calor insoportable. Tapó su cara y la del niño con ropa de cama y se movió rápido hacia la puerta. Nada consiguió abrirla. Era como si estuviera toda la casa atrapada por la nube.
El fuego había cesado y hacía calor, mucho calor en la casa. Parte de su cuerpo olía a quemado, lo mismo el pelo del niño. Se sintió impotente y sin saber que hacer se dejó caer al suelo, mientras una pelusilla blanca anidaba de nuevo sobre sus botas y un frío imparable inundaba de nuevo toda la vivienda.
En el coche, volviendo a Madrid. Tres de enero de 2017.

Epílogo

Morir en aquel momento hubiera significado felicidad pues el amor y la muerte se habían abrazado. Sin embargo, aquello era entregarse, dar por buena una situación no deseada llena de espanto –se comentaba el jinete en los estertores de un sueño profundo que invadía lentamente su alma.
Aquello parecía romper la estabilidad de la naturaleza, la biología humana y crecía demasiado de prisa. Sus pasos le habían devuelto al umbral de aquella puerta cerrada, bloqueado por un espanto inverosímil –soñó.
Una explosión bestial rompió la puerta de la casa, saltando la cerradura en pedazos al igual que los travesaños que unían los tablones que la conformaban. La grupa del caballo apareció tras la explosión, sus patas, sus pezuñas herradas golpeaban frenéticamente lo que quedaba de la puerta. Relinchando, olisqueando, buscó a su dueño y al niño y los encontró muriendo, con los ojos cerrados por las cortinas blancas debajo de la cama. Movió su cabeza y enganchó las riendas en el cuerpo del niño y del jinete que permanecían abrazados. Con cuidado tiró despacio de los cuerpos blanquecinos hasta que los sacó fuera de la casa, hacia el río.
Todo estaba enmohecido excepto una franja de 50 centímetros junto a ambas orillas. El río parecía lavar, arrastrar o impedir el crecimiento de aquel horror.
Era como si los tres salieran de un cuadro olvidado. De pronto el aire oscuro se inflamó por la llama de un estruendo ensordecedor y la casa y todo aquel moho próximo empezaron a arder. El caballo aceleró su tirar y movió los cuerpos hacia el interior del río, introduciendo su cuerpo hasta que el agua cubrió gran parte de su grupa. Nada excepto el río existía, era como si el lenguaje hubiese desaparecido para siempre, confundiendo el pasado con el presente. Se abrieron los cielos y empezó a diluviar, como hace siglos, como una venganza contra aquella nueva siembra.
La corriente empujó a los tres aguas abajo, donde ya no había bruma y la humedad irrespirable desaparecía y con él el frío aliento estremecedor de horas antes. A lo lejos la tormenta parecía abrazarlo, aniquilarlo todo. El júbilo de una nueva vida llenó el valle cuando jinete y niño despertaron por alientos y relinchos del caballo que alimentaba arco iris de libertad y nueva esperanza.
Madrid, 14 de enero de 2017

viernes, 27 de enero de 2017

En las proximidades de Osma

Vista parcial de la catedral de El Burgo de Osma

Ha sido el azar lo que me ha llevado a El Burgo de Osma. Una llamada de un amigo, un curso, y de pronto el encuentro con gente llana que agradece siendo hospitalaria y mira al fondo de los ojos. He dejado el mar, mi mar, al sur, a muchos kilómetros, para penetrar en una tierra profunda que se abre junto a su río tan plasmado por Machado.
Se me antoja mágico el encuentro con mi ayer, ahora que ya es mañana. Si la belleza es contraste, todo es contraste en las proximidades del Duero. Desde las longevas vides, al cereal, desde el sabinar y los enebros indestructibles a los huertos viejos salpicados por la vecindad de algún molino que ya no muele. Queda en este contraste la profunda huella de la tierra y de la historia salpicada con aromas de colores, miel, ovejas y tomillo.
Debió ser tiempo atrás cuando los lobos hacían de las suyas en su cañón, cuando en Ucero la gente pescaba truchas y se encaminaba rezar en San Bartolomé o a esconderse de sus sombras en la gran boca de la cueva vecina que asustaba hasta al mismísimo diablo camino de San Leonardo de Yagüe.
Si hablamos de historia, iglesia y estado, siempre necesarios, estuvieron presentes, con especial relevancia y quehacer de alguno de ellos como San Esteban de Guzmán o Don Álvaro de Luna y el Virrey Palafox, amén de los múltiples obispos de Osma que fueron consejeros, mentores y hacedores de muchas causas ganadoras o perdedoras en la historia de España. Valga recordar las perdedoras de Don Álvaro de Luna, de los comuneros, los indígenas del Nuevo Mundo y la de los carlistas, y las ganadas por los Reyes Católicos y por la Ilustración.
Allí he descubierto por qué Almanzor se hizo grande no muy lejos, camino arriba, hacia Soria y donde las leyendas narradas en boca de los paisanos son simples:
- Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos
donde no importa el perdedor, sino el realismo de los versos
- Que Dios bendice a los malos, cuando son más que los buenos


Fortaleza Califal de Gormaz. Mandada edificar por Al-Haquem II en el Siglo X 

 He sido moro y cristiano en Gormaz, amando, desde sus almenas y puertas, los colores de los campos tras las cosechas. Me he asombrado de girasoles cargados que ya no miran al sol. He encontrado gente que ama al terruño y te lleva a comer los mejores torreznos, aunque sea a media mañana, a la hora del café. He tenido encuentros con lo mágico en tantos sitios, en Berlanga, en Uxama, en San Esteban, en San Baudelio.
 
Tésera con forma de jabalí, encontrada en Uxama


En la ciudad celtibérica me he sentido otrora caudillo invicto, acuñador de moneda, respetado por un vecino que agradece mi hospitalidad con una tésera, limpiando las cisternas para que el agua llegue cristalina a los labios de mis hijos en verano y calme la sed de mis encantos ahora. En San Miguel he asistido a juicios justos de un vecino de San Esteban mientras el sol golpeaba los capiteles que hace meses los cinceladores perfilaban bajo la mirada del maestro.
Trepas por una palmera hacia el cielo. Oasis que promete lo divino en un mar de pinturas del pasado que expoliadas o robadas llegaron a menos, pero que reviven su grandeza entre columnas pequeñas e imposibles en San Baudelio. Soy ermitaño al fondo, en la cueva; participo yconcelebro una misa con otros dos eremitas. Me persigno, ayer enterramos a uno de nosotros, famélico, agotado por las fiebres. Mientras, imaginario, recordando a Lorca, el jinete se acercaba tocando el tambor del llano, en las cercanías del Duero. El río, siempre ese río, alma, amigo, frontera de enemigos, vida que se pierde en el choque y rechinar de espadas y escudos.
Detalle de la Iglesia mozárabe de San Baudelio de Berlanga. 

Me pisa ligeramente un francés con un - pardonne moi que no llega a mis oídos y mientras un murmullo de asombro de una pareja recién llegada vuelve a sacarme del éxtasis. - Paco, dice mi mujer, - aviva, se nos hace tarde, tenemos aún mucha Soria por delante. 


domingo, 22 de enero de 2017

Moguer

Moguer es igual que un pan de trigo,
blanco por dentro, como el migajón,
y dorado en torno –oh moreno!
-como la blanda corteza

(Juan Ramón Jiménez, Platero y yo)

He soñado estos días contigo Moguer. ¿Será que tengo en mis manos de noche un trozo de tu alma? Mi padre gustaba de llevarme a visitarte en su Vespa, en su Seita, en su Renault años más tarde, cuando yo era joven mucho más joven cuando los Beatles cantaban sintonizando con mi historia en Help
When I was younger, so much younger than today…
Mi padre me hablaba de Colón, del Hospital de Misericordia, del Monasterio de Santa Clara, de los Grandes de España, de Puerto Rico, de Zenobia, de Platero. Presumía de las fotos que había realizado el día del entierro de Juan Ramón, cuando no sé cómo subió a la torre e inmortalizó aquel momento. Le gustaba buscar en las esquinas de las plazas, en las calles en placas, azulejos, que hablaban de Platero, de Moguer, de su iglesia, de sus calles
                La torre de Moguer de cerca, parece una Giralda vista de lejos
                Este es el callejón de la sal, que retuerce su breve estrechez violeta de cal…
De niño sabía que jinete y montura eran uno, pero no sabía por qué. He visitado luego, muchas veces esta blancura de pueblo buscando el porqué de esa quimera mitad burrito mitad hombre y he releído una vez tras otra la gran Elegía Andaluza, hermosura de más de cien pequeñas historias vividas, donde las mariposas blancas, el pozo, la púa, la escama, los niños, el vino, el pan, el eclipse y por supuesto Platero son algo inseparable de Moguer y de su gente.
Moguer es como muchos pueblos andaluces pura cal, encanto de calles de ventanas con rejas primorosas hasta el suelo y persianas entreabiertas por donde se mira y se observa poesía que pasea. Moguer, sin embargo, tiene un alma inverosímil, una esencia que te arrastra por callejas viejas donde la luz árabe es mucho más que albor, es suspiro de campos, de trigales, de aceitunas que añoran la noche de Capricornio, de hombres que gozan hablando, donde sigue viviendo Platero.
Moguer revive muchas tardes su nombre romano, la luz al atardecer hace de sus colinas roja que llueva oro sobre sus campos. -¡Mons-Urium, Mons-Urium, tú debiste soñar con el mar tan cercano, cuando tus hombre soñando noches atlánticas marchaban a Palos a San Juan del Puerto a remar en viejas barcas. Quizás te hiciste dorada mientras ellos subían bordeando el Tinto buscando historias tartésicas y minerales imposibles, cuando pasaste a ser la musulmana Mogur vertiendo llantos árabes de azogue. Quizás soñaste en luna cuando los plateros judíos al estilo de Córdoba hacían filigranas para ti, para ellos, para los Portocarreros, Guzmanes y Medina Sidonias mientras sus mujeres oraban y lloraban por sus ancestros de monjas en Santa Clara!
Moguer, tú diste prisa al descubrimiento, y entre tus gentes Cristóbal Colón encontró el apoyo de la abadesa de Santa Clara, del clérigo Martín Sánchez, del hacendado Juan Rodríguez Cabezudo, y sobre todo, de los Hermanos Niño que aportaron su carabela La Niña, desde donde se gritó -¡Tierra!
Subo por una calleja y como una esponja, de pronto, lleno de ti todos mis poros. Desde el fondo de un patio, por sorpresa, se escucha un piropo que humedece mis ojos y rasga mi alma
Cuando pasé por Moguer
Oí cantar un fandanguillo
Tenía duende el chiquillo
Y hablaba yo no sé qué
De un hombre y un borriquillo
Quedo en silencio y mirando a un cielo plagado de estrellas me digo: -¡Moguer, Moguer, tú tienes alquimia que hace filosofal tus piedras mezclando historia, naturaleza, y pura poesía!

Madrid, Septiembre, 2016

lunes, 16 de enero de 2017

El mejor viaje: Cuando el destino nos alcanza.

     Como todas las últimas noches desde que había llegado, aquella era una noche espléndida, inolvidable. Miles de estrellas allá donde mirara. Había sido un viaje rápido y singular, se sentía ligero, un poco aturdido, pero estaba seguro que se le pasaría pronto.
Aquello no le resultó fácil. La cantidad de estrellas era tal que había que aceptar que los puntos más luminosos entre otros mil dibujaban lo que podía recordar a una sartén.
-Bueno, será la masa enorme de estrellas la que dificulta hacer el dibujo –caviló en voz alta. -Sí creo que la tengo -pensó y reconstruyó mentalmente tres veces la localización de la estrella Polar.
-Entonces aquella estrella o esa tan próxima deberá corresponder con el Norte de la bóveda celeste -se dijo.
Llevaba no sé cuántas noches dibujando estrellas y constelaciones, como también le había enseñado su padre de niño. -¡Ya le hubiera gustado tener a mano aquellos esquemas y croquis de 25 años atrás!....el triángulo del verano, el triángulo del invierno, Géminis, Arturo, Orión, Vega.
Miró su muñeca, pero no encontró su reloj. -¿Dónde lo habría dejado? pero ¿Por qué no lo llevaba puesto? Él, muy a menudo, consultaba su reloj de pulsera para saber a ciencia cierta la hora que era. -También los relojes mienten, no es la misma hora aquí que en Chicago o Madrid -recapacitó.
Además de profundamente solo, se sentía extraño, rodeado de noche y de estrellas.
La soledad le helaba el espíritu, sentía auténtico pánico de no haber visto ni oído a nadie desde que había llegado. Durante horas, todas las mañanas caminaba buscando algo que le dijera dónde estaba, o que le permitiera intuir cómo encontrar a alguien. Pero todo había sido infructuoso. Bebió agua de forma automática y siguió pensando, recordando cosas de su viaje. -¿Cómo había llegado allí? ¿Desde dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? No conseguía hilar respuesta.
Encendió a duras penas un artilugio que le ayudaba a calentar y esperó un rato a que estuviera a punto. -Pero, ¡Qué narices, aquello no tenía punto, sabía todo igual, lo mismo caliente que frío o templado y lo peor es que se terminaría la comida en menos de una semana! La cosa no pintaba bien, o tenía suerte y avivaba o lo pasaría muy mal. Aquel viaje no había salido todo lo bien que hubiera deseado. Sin saber por qué cada día estaba más cansado y más solo.
La luz empezó a brotar y a iluminar el horizonte, de nuevo, como en los últimos días. Miró a lo lejos abriendo mucho los ojos y nada, sólo logró entrever la silueta de unas montañas lejanas que le recordaron de nuevo a su mujer, en el verano más feliz de su vida, junto a su casita del bosque y pleno de naturaleza.
Algo de pronto pareció moverse cerca de él.
-No, no había sido nada, quizás una sombra proyectada por el movimiento de mi mano -se dijo.
La noche volvió a intuirse y algunas estrellas muy luminosas estaban ya colgadas en el firmamento. La idea de buscar a Orión surgió de nuevo en su mente. Cabalgó en el tiempo imaginado su casita de campo, sus playas, sus viajes, sus estudios, sus descubrimientos. Para nada se arrepentía de haber sido conejillo de Indias de sus propios inventos y descubrimientos.
Recordaba la primera vez que con su prototipo había desintegrado molecularmente la llave de su coche y que había tardado más de un año en encontrar la solución para recuperarla después de mil intentos fallidos. Aquel descubrimiento le catapultó a la fama. Consiguió una beca en el MIT y poco después ya era conocido por algunos científicos eminentes que publicaban en Molecular Future, Molecular Experimental Science y Space, Now and Future.
Otra sombra en movimiento lo sacó de sus pensamientos. -¿Cómo era posible una sombra si era de noche? -se dijo.
Claramente en el horizonte se encontraba lo que él creía podría ser la constelación de Libra o parte de Escorpio por la figura geométrica que podría dibujarse al unir algunas estrellas. Varias “luces apagadas” cayeron próximas a sus recuerdos y a su existencia. 
Otra noche sin poder dormir y el cielo seguía mostrándose bellísimo, en su máximo esplendor, transmutándose en algo ignoto e incomprensible. Nuevas sombras cayeron a su alrededor y lo sacaron de su ensueño. El sopor, junto al hambre y la sed se hicieron insoportables. Jamás había sufrido esa mezcla de sensaciones tan dispares.
-¿Se puede dormir con hambre? -se preguntó. Volvió a beber de forma automática. La soledad inquietó su espíritu hasta que el sueño fue aún más fuerte.
Le despertó una alarma, una alarma creciente. Su cara estaba siendo bombardeada por una energía desbordante. De nuevo muchas sombras brillaron a su alrededor. Ahora estaba seguro que la noche había concluido y sería más fácil descubrir lo ignoto, reconocer posibles miedos y peligros. Rápidamente se movió hacia algo que recordaba un cobertizo que semanas atrás había construido torpemente con algunas rocas. Llevaba semanas trabajando en una idea, pero siempre surgían problemas, un estimulador, un circuito de precalentamiento, el desintegrador que después de desintegrar no integraba, el condensador.
Miró al display, 2425. Había viajado casi 400 años y ahora él debía tener probablemente 65 años. Aunque la Tierra no aparecía entre las muchas coordenadas espaciales que daba su superordenador acústico, recordó las cifras A231, B5128, C1000, D777. Pensó en ellas 3 veces y entonces el cobertizo y todo aquello que en él estaba empezaron a desintegrase rapidísimamente. La sombra de un meteorito partió lo que quedaba de su casco espacial en 100 trozos.
Lentamente recuperó la consciencia, estaba en algún sitio familiar, paradisiaco, lleno de vida, sano y salvo y lo que era más importante, había dado con la clave del regreso. Su último viaje había sido el mejor de todos sus viajes, el encuentro con su propio destino.


sábado, 14 de enero de 2017

Junto al estrecho, en una mañana de octubre

Con la sonrisa en los labios, pero la incertidumbre en el alma, mi mano, mi brazo izquierdo han empezado a temblar esta mañana, como nunca, un poco imparable, me recordaba a mi padre, ya de mayor.

Cerca de una hora después sigue la sensación de un brazo cansado que ha vibrado en exceso y aprieta unas hojas, algo inseguro, para que no se muevan por el traqueteo del coche. Mientras escribo, sentado en la parte trasera del coche. Al fondo, María Callas destroza la existencia con un Arias que deja a la puerta el dolor más penetrante.

El vehículo se mueve rápido, seguro, ágil, a veces un poco impetuoso. La luz, por la ventanilla, entra a raudales. Al fondo se adivina la silueta del Peñón, a un rato que promete el mar a lo lejos, azul contrastando diseños de barcos de ahora y de siempre. Ya pie a tierra, inicio un paseo despacio, junto al agua. Una bandera contrasta con la figura del fondo.

Murmullo de gaviotas flotan en el ambiente, y el viento lo mueve como un bumerang de nuevo hacia mí. Suenan al fondo cañonazos de batallas navales, respiraciones forzadas de remeros fenicios que escapan de piratas, de barcazas que se acercan a lo lejos, de cantos de sirenas que vuelven locos a aquellos que osan pasar de las columnas que abriera Hércules en uno de sus viajes.

Sigo paseando y casi sin darme cuenta estoy en el otro lado y el silencio del agua me atrapa de nuevo. Susurra cosquillas aún mi brazo, pero no me importa, estoy rodeado de ahora y de siempre. ¡Saltés debería empezar allí donde cambia el viento, donde se unen los dos mares, donde la Luna también silva cuando despierta a los seres de la noche, junto al agua, en lo alto de la roca! ¡Dicen que allí en Saltés un rey muy poderoso posee más de 100.000 cabezas de ganado, que allí es todo vergel y felicidad, que Agamenón abrió para siempre el cuerno de la abundancia y Pandora cerró su caja! No sé, a mí me han contado, sin embargo, que el mar se traga a los intrépidos, y que a los que se salvan de morir ahogados, una corriente los empuja y deja su alma en la Atlántida o Zeus sabe dónde. Será mejor no arriesgar, aquí hay alma de vida y agua y campo y sonrisas.

Aníbal debió pasar cerca buscando a su hermano Asdrúbal. Aunque la historia lo oculte, antes de enfrentarse a los romanos. O serían otros cartagineses atraídos por la llamada de Fenicia. No está esta tierra hecha para elefantes, aunque fueran pequeños, como caballos; las irregularidades del terreno harían difícil su marcha. Yo creo que lo intentó en dromedario o en camella, al menos al otro lado del gran río que cruza los arenales, donde anidan millones de pájaros, donde todo es alcornocal y muchos aligustres, buscando un río rojo como de sangre que lleva hacia las minas.

No es tiempo de romanos aún. Muchas tribus de aquí hablan de Tartesos bajito, sin levantar los miedos de la noche, de la fuerza mineral y de espadas indestructibles frente a palos y piedras lanzadas por el empuje de las ondas de los lugareños.

De pronto una gaviota grazna y me siento romano, sentado a la mesa no lejos frente al enorme canal de agua, en Carteya. No falta el garum en mi mesa, el garum que segó la vida de seis pecadores cuando un atún gigantesco los arrastró al fondo de las redes y, enganchados, sus gritos no pasaron de grandes burbujas. El viento sopla y la arena martillea zócalos y paños protectores allí abajo en las chozas de la playa. Una barca de remeros se acerca desde lejos con ritmo pertinaz, el capataz, hoy, duda por donde bogar, el viento de levante arrecia y las olas desplazan de costado, como patinando, la gran barcaza. Enseñas, bandera ondean potentes anunciando que alguien se acerca, alguien importante que demanda una comitiva de muchas barcas. Barcas que hace rato dejaron la galera que marchaba rumbo a Baela Claudia.

Dos gaviotas planean a mi vera y descargan mi ensueño, ahora árabe, luego inglés, ahora cristiano, más tarde alguien que se acerca y pregona en castellano antiguo o en latín que aquello es África y que allá el viento sopla encajonado, llevando agua a través del Mare Nostrum hasta Asia. Alguien de tez morena y ojos claros denuncia que aquella tierra no es de nadie, que es de quién quiere disfrutarla y amarla, defenderla hasta la muerte en atardeceres perpetuos llenos de sinfonías de algas, de dolores profundos, de pobreza y de riqueza eterna, de honores y amores sin fin tras ojos oscuros y anhelantes.


Mientras tanto una multitud se agolpa en la orilla, no lejos de la playa, frente a la roca, una lancha vigilante ha descubierto una patera llena de emigrantes famélicos. A bordo vienen dos niños muertos, muchos lloran, otros gritan desorientados, otros sonríen mientras tiritan. Es de nuevo la historia que se abre paso, emulando burlona el paso del estrecho por Táriq ibn Ziyad y sus huestes un rato antes de morir en el Guadalete o de triunfar años después, campo arriba, en esta tierra profunda. 

domingo, 8 de enero de 2017

Ya vienen los Reyes Magos

Ya vienen los Reyes Magos, Ya vienen los Reyes Magos….

La música había sonado en su cabeza desde bien entrada la madrugada y a ratos seguía sonando. Desde siempre, por estas fechas le gustaban, le encantaban los Villancicos y era raro que no desempolvara su guitarra y después de un ligero afine intentara recordar aquellos canticos tan familiares y entrañables.

Paseaba por aquellas calles bulliciosas plagadas de reclamos navideños, de Papás Noel y de gente enloquecida que parecía no sonreír desde hacía años. Como muchos, miró su móvil y adivinó que en la última hora le habían entrado 6 WhatsApps y 15 e-mails. Tendría que sacar un rato para poder leerlos y contestarlos si hacía al caso. Sin embargo el teléfono no sonaba como el año pasado, no sonaba como él esperaba desde una semana. Uno de los mensajes lo remitía alguien que no estaba registrado en su lista de contactos y tenía un número que le resultaba desconocido.

Pasó frente a un escaparate que le cautivó y aparecieron en su memoria muchos recuerdos de años atrás. ¿Cuál había sido su juguete favorito? -Se preguntó.

No pudo resistirlo y aunque llegaba tarde a una reunión entró en aquella tienda amigable y hasta familiar.

¡Anda, mi primer tren eléctrico! – se dijo; aquel tenía los colores diferentes, menos vivos, pero la locomotora era idéntica, dos bielas movían las ruedas y la fuerza de su motor parecía evidente. Recordó que siempre le había gustado hacer probaturas ¿será capaz de mover el vagón de carga con un peso de 5 kg? ¿Y si le pongo aquel florero? ¿y si lo lleno de agua? –volvió a hacerse las mismas preguntas del pasado.

De pronto unas luces hicieron girar su cabeza hacia otra estantería donde había pinochos, saltimbanquis, ositos, algunas muñecas. No había tenido hermanas y por tanto las muñecas no contaron nunca historias en susurros en aquella casa que su madre vestía de punta en blanco mientras su padre montaba el Belén cada Navidad. ¿Cuántas estrellas de papel de plata recortó y pegó, junto al Palacio de Herodes, sobre aquel papel azul cielo, año tras año? –pensó.

Sus ojos se salieron de las órbitas, el osito de su primera década estaba allí, el osito de sus sueños, de sus miedos, de sus pesadillas. ¿Había querido a alguien más que a su osito? Nadie como su osito sabía tanto de sus secretos y aventuras. No lo pudo resistir, y se fue hacia la cajera de la tienda y ni preguntó por el precio. ¡Por favor, póngalo para regalo! -dijo.

Llevaba una sonrisa de oreja a oreja cuando salió de la tienda. Caminaba de nuevo en el anonimato de aquellas calles llenas de gentes, de luces rutilantes, de esperanzas entreabiertas.

¡Ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén, Olé, olé, Holanda, que Holanda ya se ve! cantaban a lo lejos unos chicos no demasiado bien afinados. ¿Sería aquel Villancico tan viejo que ya lo cantaron los Tercios de Flandes? ¿Por qué Holanda? Allí cabía cualquier palabra, pero Holanda rimaba bien con los olés previos. ¡Tengo que buscar en Internet, en Google!- se dijo. Bueno llamaré a mi hermano, es una buena excusa para desearle un feliz Año Nuevo y hablar con él; estas cosas siempre le gustaban y disparaban su socarronería y empezaba a desvariar e inventar historias.

Sus Navidades en Holanda aparecieron en su memoria al instante, mientras caminaba. Allí los Reyes Magos no eran nada excepto entre familias católicas, pero ellos quedaban siempre , para todos los niños holandeses, eclipsados por San Nicolás que llegaba en la noche del 5 de diciembre desde España, rodeado de negritos a los que los niños llamaban Zuater Pits. ¿Pero por qué tan pronto y tan lejos de la Navidad? ¡Otra cosa que tendría que buscar y comentar con su hermano! se dijo.

Alguien se acercó y tirándole de la manga del abrigo le obligó a reducir la marcha de sus pensamientos y de su caminar. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie, ni a nada que pudiera relacionar con aquel tirón de manga. Movió el brazo y observó que el paquete de la tienda de juguetes estaba entreabierto y que una manita del osito se adivinaba entre las dos rasgaduras del papel que lo envolvía. Lo asió con fuerza y reemprendió la marcha, llegaba tarde a la reunión y no podía entretenerse más.

Recordó de pronto aquella aventura con su osito, cuando sin que su madre se diera cuenta abrieron el garaje de la vieja casa y empezaron a escudriñar entre las herramientas de su padre. Un martillo, unas tenazas, cientos de puntillas, tornillos de todas clases, lápices, sierras, alambres, muchas cajitas de colores donde se guardaban bombillitas, cables. Todo era mágico y servía para fines inverosímiles. De pronto una sombra se movió en la oscuridad, unos ojos fluorescentes aparecieron a unos metros de ellos. El osito se adelantó hacia aquello que se le antojaba un ser un tanto extraño y desconocido y empezó a hablar muy alto. ¡Oye tú! ¡Déjanos en paz, vete o únete a nuestra aventura! El chico, él, se había quedado impresionado ¡Qué valiente su osito! ¡Él se había medio escondido tras las herramientas sin saber cómo reaccionar y sin embargo su osito lo había salvado!

Otro tirón de manga y volvió a la realidad de la calle engalanada de fiesta y de bullicio. Sonó el teléfono de nuevo, no era un mensaje, era una llamada y le pareció reconocer los dígitos de antes, muchos números inconexos que no pertenecían a ningún contacto conocido. Ahora no podía entretenerse, luego llamaría y vería quién era- se comentó.

A lo lejos le pareció adivinar una sombra familiar, pero aquello parecía una niña, mal vestida y un tanto harapienta que portaba en su mano un viejo móvil. Se acercó un poco a ella y mirándola contestó al teléfono que aún sonaba. Lo que era un susurro sonó estridente en su oído ¡Por favor, dame tu osito! El hombre siguió su camino, ahora de forma frenética. ¡Su osito! ¿Cómo era posible que alguien le pidiera a su osito tan querido? Pero ¿Cómo narices sabía aquella niña que él llevaba un osito en aquél paquete? ¿Y cómo además sabía que era su osito o uno idéntico al que fuera su osito? Un cosquilleo difundió por su espalda, la temperatura parecía que había bajado 10o de golpe, miles de pelos se erizaron manifestando un miedo ancestral, de los que de niño solía tener a veces. ¿Pero quién era esa niña? ¿Dónde estaba ahora?

¡Horror! Había olvidado la reunión con todo aquel jaleo, ya no llegaba puntual ni corriendo y eso que se encontraba solo a dos manzanas de distancia –se dijo.

En un hipermercado próximo se aprestaba la gente para disfrutar de un espectáculo en el que la música, unos muñecos mecánicos y la ilusión de los niños jugaban un papel central, si no el único. Sonaron las trompetas y en el escenario, de una nube que se abrió en dos, salió una manada de patitos persiguiendo a mamá pato, todos en color amarillo brillante. Unos ojos volvieron a brillar en la distancia, mientras el móvil ahora en silencio, empezaba a vibrar. Las marionetas en el escenario portaban panderetas, guitarras, triángulos y zambombas y empezaron a cantar ¡Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos! Una gota de sudor frío cruzó su frente y frenó sobre una de sus cejas, cuando de nuevo una voz infantil le pedía dulcemente ¡Por favor, dame tu osito! El paquete resbaló despacio de su mano y cayó al suelo. Temblando se agachó para recogerlo, cuando se encontró con la sonrisa deslumbrante de la niña y unos ojos llenos de luz que decían gracias señor.

Aquella noche el silencio se hizo profundo entre la multitud, cuando regresaba a casa, con la mirada perdida en el horizonte oscuro lleno de luces, intentando recordar y retener lo sucedido un rato antes.


Dormía profundamente cuando algo que le recordó a un beso se posó en su cara. La niña y el osito cantaban y bailaban a lo lejos en aquel cuento de Navidad donde una parte de su corazón había florecido gracias a los Reyes Magos.